XX. ENFERMO [DE PALUDISMO, EN EL HOSPITAL PROVISIONAL; Y EVACUADO EN VAPOR-CORREO A ESPAÑA. 1878]

 

XX. ENFERMO

 


Mi enfermedad requería cuidados. Estaba atacado por un fuerte paludismo[1] que me impedía ocuparme en los asuntos del servicio. Me di de baja.




Vino un oficial a relevarme, y cumpliendo las órdenes recibidas me trasladaron a un hospital provisional, de barracones de madera, instalado en las inmediaciones del poblado C, donde yo había de estar más atendido.

Largo tiempo estuve en este hospital con otros muchos enfermos, sin conseguir vernos limpios de la calentura que nos abrasaba  consumía, a pesar de administrarnos quinina y más quinina[2], que no era amarga, como tenía entendido.

Si yo poseyera conocimientos científicos más profundos, hubiese podido explicarme las reacciones químicas que la diferencia de latitud y el clima de Cuba determinaban en la quinina para transformarla en dulce; pero yo no sabía lo suficiente para explicármelo; yo era un sietemesino.

El médico que me visitaba mostrábase indignado de la insuficiencia del local y de haber metido en éste muchos más enfermos de los que la Ciencia aconsejaba, y, sobre todo, de la falta de elementos para atender debidamente a los enfermos, a los cuales -según le oí decir- día hubo en que se les dio caldo de sardinas por no disponer de otra cosa.[3]

Refirióme también un caso peregrino: Aquel hospital provisional fue proyectado para 300 enfermos, únicos que había. Pudo construirse allí mismo, pues materiales y personal tenían para ello; pero, por razones inexplicables, se construyó en la Habana y se remitió al lugar de emplazamiento, en piezas sueltas: un rompecabezas empaquetado. Desde la Habana se envió por ferrocarril hasta A. En A se metió en un barco que lo llevó al puerto de B, donde se desembarcó aquella balumba. De C salió una columna con multitud de carretas, atravesando media isla en busca de aquel maderamen[4].

Se montó el hospital para los 300 enfermos existentes; mas como la ida y la vuelta en busca del maderamen llevó muchos días por lugares insalubres, los expedicionarios volvieron con el maderamen y con 200 enfermos más; y el problema de alojar debidamente a todos quedó sin resolver.

-¡Esto es un escándalo! ¡Esto es vergonzoso! -protestaba el médico.

Si la fiebre no me tuviera tan postrado, y le hubiese contestado:

-Supla usted con su celo, hombre; supla usted con su celo.

Corrieron rumores de paz, que fueron acentuándose hasta recibir la noticia de haberse firmado la paz del Zanjón[5], en la cual se reconocieron empleos de coroneles y de generales a varios insurrectos que contra nosotros habían combatido. Sacaron más que yo.

Supe, también, que el brigadier Escande había armado un escándalo por no habérseme agraciado con motivo de la acción del Potrerillo, y sin duda le atendieron, pues me vi con el empleo de teniente efectivo cuando, todavía con fiebre, me llevaron en brazos al vapor que me repatrió junto con otros muchos enfermos.

Hice la travesía amodorrado y sin dejar el lecho[6]. No recuerdo, ni me di cuenta de mi traslado desde el vapor a ujn hospital de Santander[7], donde permanecí postradísimo en la cama número 2, ignoro cuántos días.

Algunas veces recobraba el oído, único sentido que solía recobrar de cuando en cuando.

En una de esas ocasiones percibí un diálogo cerca de mi cama. Eran dos sanitarios que conferenciaban acerca de la gravedad de mi estado.

-Está mucho peor que ayer, éste la diña. ¿Le has dado lo recetado por el médico?

-Sí; seis gramos de quinina.

-¿Seis gramos de quinina? ¡Qué barbaridad!

-Lo que dice aquí, en el cuaderno, que se le dé al número 2.

-No puede ser. A ver el cuaderno.

-Mira.

-¡Animal! Si aquí pone: “Dos gramos de quinina al número seis”.

-Es verdad: me he confundido y le he dado seis gramos de quinina al dos. La metí.

-Pues lo has matado; así, sencillamente.

Yo escuché aquél diálogo sin fuerzas para moverme; los párpados, cerrados, no obedecían a mi voluntad de abrirlos. Era un cadáver que oía, y, sin embargo, no sé por qué, aquella sentencia de muerte me hizo concebir esperanzas de vivir.

Nuevamente quedé sin sentido. No sé cuánto tiempo hubo pasado cuando otra vez oí hablar a los dos sanitarios.

-Oye, tú: el dos parece que reacciona; sí; el pulso está mejor…

-Pues nos va a reventar, si revive.

-¿Porqué?

-Porque ya lo habíamos puesto como fallecido, y, si revive, vamos a tener que rehacer los estados que ya teníamos terminados.

Aquello sí que me puso en temor. Estaba viendo que me enterraban vivo por evitarse el rehacer los estados. Y yo, sin fuerzas ni para protestar.

Una voz femenina, dulce como melodía celeste, intervino en el diálogo; voz alentadora de fe, inundadora de esperanza. Oí que pronunciaba mi nombre varias veces. “No me muero; ya no me muero”, pensé.

Una noche desperté de mi letargo. A la escasa luz de la sala distinguí a mi lado una mujer sentada. Era una Hermana de la Caridad. Las amplias tocas sombreábanla el rostro.

-Gracias al Señor, ya está usted fuera de peligro -me dijo-. Ayer escribí a su tío, el señor Canónigo de Toledo; supongo que vendrá.

-¿Cómo ha sabido usted que tengo un tío canónigo y reside en Toledo?

-Porque sé quién es usted.

-¿Sabe usted quién soy?

-Sí: Claudio Béjar.

-Ah, sí; se lo han dicho a usted en la Dirección del hospital.

-No, señor.

-¿Entonces…?

-Le he reconocido a usted por este escapulario de Santa Eulalia que tiene colgado a la cabecera de la cama.

-¿Por el escapulario?

-El que yo le di a usted cuando marchó a Toledo.

-¡Eulalia! -exclamé- ¡Tú! ¡Eulalia, mi buena amiga Eulalia! ¡Mi compañera de la niñez![8]

No volví a verla en mi sala. Tal vez estuve demasiado expresivo con ella, porque desde aquel día me vi asistido por otra Hermana, a la que pregunté:

-¿Y la Hermana que me asistió ayer?

-Pidió ser destinada a otra sala, pero encargándome que le asistiera a usted con la mayor solicitud.

Así lo cumplió la nueva Hermana. Para distraerme contábame vidas de santos y cuentos infantiles. También me confió que era huérfana de padres; su padre fue militar, y no quedándole a ella sino una mezquina pensión de orfandad, insuficiente para las más apremiantes necesidades de la vida, había tomado el hábito de la Caridad.

-Yo tenía entendido -le dije- que el Gobierno había aumentado los sueldos y las pensiones.

-Nada más los sueldos de los que están en activo, sobre todo de los generales, que han sido aumentados en miles de pesetas. No hubo una voz caritativa que pidiera el aumento de unos céntimos en las pensiones de cinco duros mensuales a que están atendidas algunas viudas y huérfanas. Es natural: las viudas y los huérfanos nos somos de temer: no podemos sublevarnos contra las instituciones.[9]

Mi tío púsose en camino tan pronto recibió la carta de Eulalia. No me abandonó un momento, y así que en el hospital me dieron de alta trabajó y me consiguió dos meses de licencia [por enfermo] para que me repusiera en Toledo.


No quise marchar a la imperial ciudad sin despedirme de Eulalia y prometerla continuar llevando siempre su escapulario.

Los cuidados de mi tío, los aires de los cigarrales de Toledo y alguna perdiz estofada en la célebre casa de Granullaque[10], me dejaron completamente restablecido y útil para el servicio.






[1] El PALUDISMO, o MALARIA, es una enfermedad potencialmente mortal transmitida a los humanos por algunos tipos de mosquitos. Se da sobre todo en países tropicales. Se trata de una enfermedad prevenible y curable. La infección es causada por un parásito y no se transmite de persona a persona.

Los síntomas pueden ser leves o potencialmente mortales. Los síntomas leves son fiebre, escalofríos y dolor de cabeza. Los graves incluyen fatiga, confusión, convulsiones y dificultad para respirar.

El paludismo puede prevenirse evitando las picaduras de mosquitos y (desde el siglo XX) tomando medicamentos.

[2] La QUININA o chinchona es una sustancia alcaloide (compuesto químico orgánico que se encuentra principalmente en plantas) muy utilizado tanto como remedio para aliviar distintos síntomas o incluso para tratar ciertas patologías como con fines culinarios en gastronomía.

La quinina ha sido muy utilizada como remedio tradicional por sus propiedades digestivas y cicatrizantes.  También para reducir la fiebre.

La quinina ha sido históricamente utilizada para tratar la malaria (No debe utilizarse para prevenirla)

[3] Sugerimos la lectura un artículo del oficial de Sanidad don José Torres Medina: ‘De Cajal al 98 : veinticinco años de Sanidad Militar en Cuba’, publicado en  Medicina militar : revista de sanidad de las Fuerzas Armadas de España.  01/04/2003 Año 2003 Volumen 59 Número 2.

[4] MADERAMEN: m. Conjunto de maderas que entran en una obra. Sin.: enmaderado, maderaje, maderación, armazón, tarima.

[5] Reina Alfonso XII desde diciembre de 1874. Se conoce como Pacto del Zanjón o Paz de Zanjón al tratado firmado el 10 de febrero de 1878 que establece la capitulación del Ejército Libertador cubano frente a las tropas españolas del general Martínez Campos, poniendo fin a la llamada Guerra Grande o Guerra de los Diez Años (1868-1878).

De paso, por las coincidencias en cronología y gobernantes,  recordemos que la tercera guerra carlista fue una guerra civil que tuvo lugar en España de 1872 a 1876, entre los partidarios de Carlos, duque de Madrid, pretendiente carlista al trono, y los gobiernos de Amadeo I, de la I República y de Alfonso XII.

[6] Reina Alfonso XII desde diciembre de 1874. Tras la ‘Paz de Zanjón’,  tratado firmado el 10 de febrero de 1878, Claudio Béjar fue repatriado con otros muchos enfermos en un vapor-correo donde se transportaban más que se evacuaban los soldados heridos o enfermos, sin más medios sanitarios que los de una rudimentaria enfermería; el viaje, de un mes de duración, había de terminar en principio en cualquiera de los Hospitales de Cádiz o Santander.

 Sugerimos la lectura del artículo ‘Los barcos hospitales en la campaña de Cuba ’, del oficial de Sanidad don José Torres Medina, publicado en 1970 en el número 29 de la Revista de Historia Militar.

[7] Los hospitales existentes en Santander  fueron el de San Rafael, fundado en 1791 y que tenía una sección militar; el Sanatorio de Calzadas Altas, en esa misma calle un Centro de Desinfección, y el Hospital Militar de María Cristina.

[8] EULALIA: en el pueblo,  el matrimonio dueño de la tienda de comestibles tenía una hija llamada Eulalia, de la edad de Claudio Béjar aproximadamente; la niña más linda y mejor ataviada del pueblo, que le  mostraba mucho interés y gran cariño cuando la niñez.  En 1867 el doctor Béjar mudó con su hijo de diez años a la capital de la provincia; cinco años después lo hicieron los padres de Eulalia con su hija, cuando el capítulo VI. LA BATALLA DEL PETARDO. Ambos adolescentes mantuvieron amistad, y no llegó al romance porque a Claudio le paraban el aspecto y maneras pueblerinas de Eulalia, y porque también le gustaba Mari ‘la Francesita’, un año  mayor que él. Cuando falleció el padre de Claudio, al partir de viaje a Toledo con su tío el canónigo Exuperio Béjar, Eulalia le regaló un escapulario; el oficial Claudio lo portó siempre sobre sí, también en la campaña de Cuba. Cuando el alférez de infantería, teniente graduado de Ejército, Claudio Béjar es repatriado a la península en 1878, muy enfermo y tras la Paz de Zanjón, será reconocido cuando agonizante por una monja de la Caridad, la Hermana Eulalia, en el hospital de Santander donde lo ingresaron.

[9] A esta novela de Pablo Parellada le precedió en 1907 otra, de título POMPAS DE JABÓN, en cuya trama se cuenta que, cuando falleció el General, padre y esposo: “(…) Muy aciago fue para Lelé el día en que se presentó en su casa el habilitado con la primera nómina de la viudedad. La irrefutable y tremenda lógica de los números le demostraron lo precario de su situación (…)”.

[10] El paseo de Virgen de Gracia de la ciudad de Toledo  está dedicado a don Benito Pérez Galdós «en reconocimiento a la pasión que demostró por Toledo, contribuyendo con sus novelas a divulgar su historia». Recuerdan allí algunas de las andanzas de don Benito por la ciudad, con alusión al establecimiento que las Hermanas Figueras tenían en Santa Isabel y de la Hostería de Granullaque, en la Plaza de Barrio Rey, «que era su lugar predilecto para comer, como también lo eran los dulces de la confitería de Labrador, en la Plaza de la Magdalena».