XIII. A OTRO REGIMIENTO
Llegué a Pandolfa -llamémosla así-,
población de mi nuevo destino. Capital de la Enésima Región, donde a los pocos
días de llegar tuve ocasión -tan deseada por mí- de asistir a un besamanos[1].
El día antes, en el cuarto de
banderas, leímos la orden de la Plaza para mañana. Empezaba: “Con el plausible
motivo de ser mañana el cumpleaños de…” Yo objeté:
-Plausible significa digno
o merecedor de aplauso, y no me parece ni digno ni merecedor de aplauso el
que una persona cumpla un año más, por muy elevada que esté y muy egregia que
sea.
-Siempre se ha
puesto así: plausible -me respondió un comandante-, y así está bien.
-Perdone usted, mi comandante; pero
yo entiendo que no.
-Pues, ¿cómo
cree usted que debe ponerse?
-“Con el fausto motivo.”
Siguió una corta discusión acerca de
si debía escribirse fausto o plausible, y di la polémica por terminada
cuando el comandante me replicó:
-Veo que es
usted amigo de poner peros a lo que hacen los superiores…[2]
Me volvió la espalda, fuese a
conversar con otros y no sé si, pero me pareció oír la palabra sietemesino[3].
Fuimos al besamanos[4].
Como en el primero que presencié en la calle, reuniéronse delante de Capitanía
general músicas, bandas, banderas, escuadras de batidores, de gastadores, etc.,
etc., y mucho público.
La recepción de autoridades civiles se
verificó media hora antes de la nuestra. En el vestíbulo de Capitanía nos
reunimos mientras tanto los generales, jefes y oficiales, de gran gala. Vimos
pasar y subir a los señores de la Audiencia, Universidad, Gobierno Civil y
Arzobispo con sus familiares, pero no vi maestrantes. Dijéronme que en aquella
población no los había. ¡Qué lástima!
Llegó nuestro turno. Subimos al salón
del Trono y nos colocamos en tres filas a derecha e izquierda. Ya que estuvimos
colocados, el capitán general separóse de junto al trono y vino a dar vuelta
por el salón y pasando por delante de nosotros en silencio y haciendo alguna
que otra reverencia. Únicamente se detuvo ante el coronel de mi regimiento. Yo
estaba detrás y pude oír el corto diálogo iniciado por el general:
-¿Cómo
sigue su señora?
-Está bastante mejor.
-¿Le
sajaron ya el divieso?[5]
-Sí, señor; ya ha quedado muy bien.
-Vaya, me
alegro.
-Muchas gracias, mi general.
El general terminó de dar la vuelta al
salón sin decir más a nadie. Se colocó otra vez junto al trono; nos hizo una
reverencia, a la cual correspondimos con otra, y desfilamos a nuestros
respectivos domicilios.
Ya quedé tranquilo. Ya había
satisfecho mi curiosidad. Ya sabía yo en qué consistía un besamanos; por qué se
vistieron de gran gala y removieron autoridades, generales, jefes, oficiales,
músicas, bandas, gastadores, batidores, maceros y demás: para que el
capitán general le preguntase a mi coronel por el divieso de la señora.
teniente
Pepe Ondítegui,
compañero mío de hospedaje, y gran enredador, se encontraba algo delicado y no
había concurrido a la recepción del divieso. Su enfermedad, sin embargo, no le
impidió divertirse.
Frente a nuestra casa de huéspedes
vivía un señor agente de negocios, el cual tenía una hija, como de veinte años,
ni bonita ni fea, ni alta ni baja, ni elegante ni cursi, ni rubia ni morena,
sino trigueña: una chica neutra. A su casa venía, casi a diario, una amiga
suya, y ambas se pasaban largos ratos en el balcón. Yo apenas me había fijado
en ellas.
Cuando llegué a casa, después del
besamanos, me dijo Ondítegui:
-Que sea
enhorabuena.
-¿Por qué?
-Porque ya
tienes novia.
-¿Cómo, que tengo novia?
-La vecina de
ahí enfrente.
-¿La vecina de enfrente?
-Sí; por el
asistente[6] he enviado una carta de
declaración a la vecina y su amiga; en la misma carta nos declaramos tú y yo; y
como ignoro cómo se llaman, he firmado así: “José Ondítegui, que se
dirige a la del vestido azul. Claudio Béjar, que se dirige a la del vestido
blanco.”
-Eres un sandio; y has hecho muy mal
en disponer de mi nombre. Créeme que lo siento; si esa chica lo toma en serio y
me contesta que sí, ¿qué hago yo? ¿Voy a confesarle que no me gusta, que no la
quiero, que todo ha sido una gansada tuya? ¡Pobre chica! Sería sangriento, una
crueldad.
-Nos
contestarán mandándonos a paseo. ¿Cómo van a tomar en serio una carta de
declaración escrita mancomunadamente?
-Aunque en broma la tomen, me
molesta: siempre me tendrán por otro zascandil como tú.
Anochecido, tuvimos contestación por
separado. Leocadia, la del vestido azul, la de Ondítegui, contestó que sí. La
del vestido blanco me contestó:
“Muy señor mío: no me es
posible aceptar las relaciones que me propone. Le agradeceré que no insista ni
se vuelva a acordar de mí. Cipriana Méndez.”
Las calabazas recibidas eran
formidables, aplastantes, pero me alegré; maldita la gracia que me hubiera
hecho verme en relaciones amorosas con una chica que más bien me disgustaba.
Sin embargo, mi amor propio no dejó de resentirse: yo tenía una carrera; mi figura,
sin ser un dechado, no era despreciable, y la posición del padre de Cipriana,
así como la belleza de ésta, no eran para que mi vecina aspirase a la mano de
un magnate.
Aquella misma noche, y con motivo de
la festividad del día, en el Casino principal se celebró un baile al cual
asistí.
Los jóvenes superábamos, en número, a
las chicas, y andábamos a la rebatiña por encontrar pareja con quién bailar. Yo
formaba parte de la comisión receptora de damas, en lo alto de la escalera de
entrada, y en presentándose una señorita en el vestíbulo, bajábamos corriendo y
en montón a ofrecerles el brazo y comprometerle bailes.
Presentóse Cipriana con su mamá; todos
corrimos hacia ella, si bien yo me quedé en segundo término, temeroso de verme
desairado por segunda vez, mas no fue así: Cipriana apartó a los más próximos,
por entre ellos vino a tomar mi brazo, subimos la escalera y penetramos en el
salón.
La mamá subió sola, y sola entró en la
sala detrás de nosotros. Acosar a la hija, ofreciéndola el brazo, cando se
presenta en la escalera del casino, y a la mamá que la electrocute un rayo,
suelen hacerlo con bastante frecuencia los jóvenes nombrados de comisión de
recepción de damas.
Por creerla cortesía, a la cual yo
estaba obligado, pregunté a Cipriana si aceptaba a bailar algún baile conmigo.
Yo esperaba otras calabazas, pero no hubo tal; me contestó muy amable y
sonriente:
-Los que
usted quiera.
Quedé perplejo. ¿Cómo habiéndome
obsequiado con tremendas calabazas, se mostraba tan complaciente y afectuosa a
las pocas horas? Misterios; el corazón de la mujer es un arcano impenetrable,
filosofaba yo.
Bailamos un vals corrido, un vértigo
que entonces estaba de moda y solía acabarse de bruces contra alguna mamá de
las que estaban sentadas.
Después paseamos en silencia por el
salón. Yo no sabía de qué hablarle a mi pareja. Sólo se me ocurría decirle:
“Valiente par de calabazas me ha largado usted, señorita”. Pero al decirle
esto, aunque con lenguaje más eufémico, hubiera tenido que mostrarme dolido de
las calabazas, siquiera por galantería, y era la verdad que yo las había
recibido con gran contento.
Yo esperaba que, terminado el vals y
dadas un par de vueltas por el salón, Cipriana se sentara con su mamá; nada de
eso: con un aplomo y una serenidad a toda prueba, me dijo:
-Supongo
que habrá usted recibido mi carta.
-Sí; y ya comprenderá cuanto he
sentido su contestación.
No había de decirle que me alegraba
del no; hubiera sido una grosería.
Ella continuó:
-Bien,
pues dé usted la carta por no recibida: mi papá se enteró de la de usted; dijo
que aquello era una burla y me obligó a contestar en la forma que lo hice. Pero
yo no creo que usted pretendiese burlarse de mí.
-De ninguna manera.
-Desde el
primer momento mi deseo fue contestarle aceptando las relaciones.
-Muchas gracias.
-Por lo
tanto, dé usted por recibido el sí.
-¡No sabe usted lo feliz que me
hace…!
¿Qué otra cosa podía yo contestarle.
Fui su pareja casi toda la noche, y ya
me empezaron a señalar como el novio de Cipriana.
Me despedí de ella ante su mamá, que todo
lo observó con visible complacencia; convinimos en escribirnos, en vernos en
paseo y en hablarnos a hurto de su papá hasta que se convenciese de mi
formalidad.
Me fui a dormir maldiciendo de Pepe
Ondítegui y de la hora en que se le ocurrió buscarme aquella situación.
Antes de acostarme, entré en el cuarto
de Ondítegui. Encendí la luz, y le zarandeé hasta despertarle.
-¿Eh? ¿Qué
hay?
-Bien me has reventado, so morral,
bien, bien, bien.
Le conté de pe a pa todo lo sucedido
en el baile.
-¿Qué le digo yo ahora a Cipriana?
-La mandas a
paseo.
-Eso haré; pero he de estudiar la
manera de no quedar como un cochero; disgustarla lo menos posible; buscaré una
excusa, una fórmula; pero eso es difícil, ¿de qué fórmula me valgo?
-De la mía.
-¿De la tuya?
-Sí; de la que
yo me he valido para romper hoy mismo con Leocadia, la del vestido azul: una
fórmula infalible, convincente y de las que dejan a una chica tranquila y sin
molestia alguna.
-A ver, dime.
-La he puesto
una carta acusándole recibo de la suya y diciéndole que le agradezco con toda
mi alma la contestación que me ha dado; que la amo, que la idolatro -coba
pura-, pero que, de pronto, me he sentido inspirado por una revelación divina y
he determinado dejar la carrera de las armas, por la cual no siento vocación;
pedir la separación del servicio y meterme fraile.
-¿Eso le has dicho?
-Sí; haz tu lo
mismo con Cipriana: di que te has sentido arrastrado por mi decisión; que te
atrae la vida monástica y quieres seguir mi ejemplo.
-Los hay frescos, pero como tú ni el
polo Norte. Lo que has hecho es una charranada que yo me guardaré de imitar.
-Tú sí que
estás fresco; si con las mujeres te andas en contemplaciones y miramientos,
serás un desgraciado.
-Sí, señor; la mujer merece todos mis
respetos y consideraciones; porque la mujer, según dice don Severo Catalina…
-Bueno, bueno;
déjame dormir, o te tiro una bota.
Se arropó mejor, dio un resoplido y
volvióse del otro lado.
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[1] En el
capítulo II. A LA CIUDAD, en 1867, el joven Claudio Béjar, con su amigo Lino
Mollat, nos cuenta que “Una de las muchas veces que hice novillos fue para
presenciar cosa desconocida para mí: un besamanos en la Capitanía General.”
[2] El mismo proceder de un superior jerárquico que en el
capítulo XII. EN EL REGIMIENTO DE SOBREDA, cuando al alférez Claudio Béjar le
advirtió su capitán: “No siga usted por ese camino, porque eso es murmurar
de lo dispuesto por la superioridad y no puedo consentirlo”.
[3] “Poco
duraron mis estudios. Habíase encendido la guerra civil carlista. Faltaban
oficiales y se dispuso que ascendiéramos a alféreces los que tan solo
llevábamos siete meses en la Academia. Por eso nos llamaron la promoción de
los sietemesinos. He aquí por qué me adjetivo sietemesino en el
título de este libro.” Del capítulo X. CADETE Y ALFÉREZ de esta novela.
[4] CEREMONIA
MILITAR. Se da este nombre à las grandes formaciones ó paradas, simulacros, besamanos
y otros actos solemnes á los que concurren los militares. BESAMANOS . s . m. El
acto en que concurren las autoridades y la oficialidad de la guarnición á besar
la mano del rey . Recepción oficial de las altas clases militares de los
distritos como representantes del monarca en los días llamados de corte.