III. EN MÁLAGA
Muchos viajeros íbamos en el tren[1]
que me llevó a Málaga. Tuve que meterme en un departamento de primera, cuyos
ocho asientos iban ocupados siete por un matrimonio, tres niños y dos niñas;
una de éstas, la mayor, era muy bonita y no tendría más allá de quince años. Al
lado de ésta me senté, pues era el único asiento desocupado.
A la mamá le entró una especie de
hormigueo así que vió a un joven oficial sentado al lado de la chica y un largo
viaje en perspectiva. No sabía cómo componérselas para cambiar a su hija de
asiento sin llamar mi atención ni manifestar violencia de que la chica
estuviese a mi lado. Con fingida naturalidad decía la mamá:
-Adriana,
¿no estarías mejor de espalda a la máquina?
-Voy bien
aquí.
-Anda,
Pepito, ponte donde está Adriana.
Pepito: -¡No
quierooo!
-Adriana,
tan cerca de la ventanilla y de frente a la máquina, te puede entrar alguna
mota de carbón en los ojos; pásate aquí.
-No, mamá;
si llevo puesto el velo del sombrero.
Yo me encontraba muy a gusto al lado
de Adriana; era bien patente que lo mismo le sucedía a ella respecto de mí, y
lo digo sin jactancia: hasta para los cuerpos inertes existe la afinidad
química, ley de atracción que determina las combinaciones de sus átomos; esto,
en lo infinitamente pequeño; en la inmensidad del Universo, la atracción de los
astros, y, en lo humano, la atracción que Adriana y yo sentimos al vernos.
Afinidad química, atracción universal, simpatía entre un chico y una chica:
todo es lo mismo.
La mamá insistió varias veces
inútilmente. Yo, haciéndome el distraído, pero molestado por la actitud de
aquella señora, y tan impertinente se puso que me vengué.
Llegó el revisor y con voz fuerte y
sonora, para ser bien oído por todos, le pregunté:
-Diga usted, revisor: ¿hay algún
asiento desocupado en otro departamento?
-Sí,
señor; en el departamento inmediato; pero no conseguirá usted ir más ancho,
porque van siete y, en llegando usted, serán ustedes ocho, lo mismo que aquí.
-No me importa; deseo cambiar de
departamento así que paremos en la estación próxima. ¿Quiere usted hacerme el
favor de llevarse mi gorra de cuartel y ponerla de señal en el asiento
desocupado?
-Sí,
señor.
-Muchísimas gracias.
El papá dirigió una mirada de
reconvención a su esposa. Ésta enrojeció de vergüenza. El revisor se marchó
sonriendo. Adriana se mordió el labio inferior y bajó la vista. Yo me reí por
dentro.
Llegamos a la próxima estación; tomé
mi manta de viaje y, sin decir palabra, me cambié de departamento.
Uno de los nuevos compañeros de viaje,
al enterarse de que yo iba a Málaga, me recomendó que no dejase de ver el
cementerio de los ingleses por ser cosa digna de verse[2],
y así lo hice, como se verá más adelante.
¡Quién me había de decir que mi visita
al cementerio aquel me ocasionaría el suceso más trascendental de mi vida!
Llegué a Málaga en época de Carnaval,
cuando faltaban dos días para embarcarme.
Uniformado en traje de marcha, fui a
presentarme al gobernador militar, el cual tenía de ayudante a un hijo suyo,
capitán de Infantería.
-No sé si papá querrá recibirle -me
dijo el ayudante-, porque nos vamos corriendo a un paseo militar[3]
con la Guarnición: mientras paso recado, vaya usted apuntándose en el libro de
las presentaciones.
Y entró en el despacho, de donde salió
a poco.
-Puede usted pasar.
Entré en el despacho de Su Excelencia
e hice mi presentación, que fue contestada así:
-Ese ros[4]
que usted lleva no es de reglamento[5];
es de los que llamamos de pega, y además tiene menos altura que la
reglamentaria. ¿De dónde viene usted?
-De Pamplona.
-¿Y en aquella guarnición les
permitían llevar esa birria?
-No, señor.
-Pues mientras usted esté en Málaga
póngase otro ros; yo no consiento prendas antirreglamentarias a nadie, a nadie
absolutamente; ya lo sabe usted. Puede retirarse.
Salí del despacho y dije al ayudante:
-Mi capitán: usted perdonará si,
equivocadamente, tomé su ros en vez del mío.
-No tiene nada de particular; como
los dos están con funda negra…
-Por cierto que me ha costado una
chillería del papá de usted; porque el ros de usted no es de reglamento y me ha
dicho que es una birria intolerable.
-Si mi ros es de reglamento o deja de
serlo, eso no es cuenta de usted, y no consiento que un inferior me lo eche en
cara, y menos que me lo califique de birria.
-No hago sino repetir lo dicho por el
general…
-Pero el repetírmelo a mí es una
impertinencia. Vaya usted con Dios.
Dos chillerías[6]
sin comerlo ni beberlo.
En la calle me encontré con Andoaga,
compañero mío de promoción. ¡Qué alegría la de Andoaga al hallarse conmigo! Me
abrazó, me zarandeó y se constituyó en mi Mentor hasta que fuese llegada la
hora de despedirme en el barco.
En cada promoción suele haber un
cadete o dos que se erigen en superhombres sobre todos los demás; su criterio
es el que prevalece; sus determinaciones, las que imperan; sus consejos,
seguidos; sus disposiciones, acatadas, y es calificado de mal compañero aquel
de los suyos que no les hace donación de la propia voluntad o pone el menor
reparo a cuanto le ocurre al cadete dictador.
Este era Andoaga: el dictador de los
de mi promoción; el sabedor de todo; don Blas Punto Redondo[7].
Él no había estado en Canarias, pero al saber que aquél era el lugar de mi
destino, me describió aquellas islas, carácter de los habitantes, usos y
costumbres, como si allí hubiese vivido durante muchos años; y al referirle yo
lo ocurrido con el ros del ayudante del general, me culpó a mí por haberme
allanado a inscribirme en el libro de las presentaciones, pues esto es
obligación de los ayudantes y no del oficial presentado, y no habiendo tenido
yo que escribir, hubiese conservado el ros en la mano, y evitado, así, la
contingencia de equivocarlo con el del ayudante de su papá.
Aún me propuse volver al Gobierno
Militar a decirle al general que aquella birria de ros era de sus señor hijo,
pero no me atreví.
Visité cuanto de notable había en
Málaga. A todo me acompañaba Andoaga, excepto al cementerio de los ingleses,
por parecerle de mala pata entrar allí en época de Carnaval, y aun intentó
disuadirme de mi propósito.
Entré solo en el cementerio. En
verdad, era digno de ser visitado, y no porque contuviese bellas esculturas que
admirar, como en el de Génova y otras necrópolis famosas por sus obras de arte,
sino por ser un sitio de aspecto agradable y poético, sin esos detalles
macabros que hacen nuestros cementerios lugares tétricos, lúgubres y
repulsivos. Vi un jardín ameno, no con flores de muerto y cipreses semejando
fantasmas, sino flores, plantas y arbustos exquisitos sobre un suelo ondulado,
formando vericuetos, por los cuales iba encontrando sepulturas semiocultas
entre el ramaje. Un lugar atrayente. Mientras la población se entregaba al
bullicio y los placeres del Carnaval, una atracción misteriosa me retenía en
aquel ambiente de paz y de ensueño, donde permanecí hasta la caída de la tarde.
Anochecido, llegué a la fonda. Subí a
mi cuarto a dejar espada y ros y bajé al comedor, donde me esperaba Andoaga, al
que yo había convidado a comer conmigo.
Un camarero me entregó una carta con
el sobre en blanco.
-Acaban de
traer esta carta para usted.
-¿Cómo sabe que es para mí, si el
sobre está en blanco?
-Porque
una señora de edad, que la ha traído, venía detrás de usted, y ha dicho al
portero: “Para ese señor oficial que acaba
de entrar; ese que ahora sube por la escalera.”
La carta decía así:
“Señor
oficial: No deje de ir esta noche al baile de máscaras del Casino N. Fácil le
será proporcionarse una tarjeta de favor, por ser forastero. Vaya usted, se lo
suplico por lo que más quiera, y allí sabrá quién es la autora de esta carta.
Una alma dolorida”
Siempre tuve para mí que los anónimos
proceden de gente ruin y miserable: por esa razón no hice caso de éste y hasta
determiné no confiárselo a Andoaga.
Nos sentamos a la mesa y me dijo mi
camarada[8]:
-Esta noche me
acompañarás al baile del Casino N. He pedido una tarjeta de favor para ti como forastero.
-No; estás muy equivocado si piensas
que voy a acompañarte al baile.
-¿Por qué?
-Porque de mí no te burlas tú.
-Poco a poco,
amigo Béjar; yo no me burlo de ti.
-Vaya, no tengo ganas de broma. Ahora
comprendo que tú eres el autor de esta carta; no lo niegues.
Y se la manifesté.
-Te juro y te
doy mi palabra de honor de que yo he escrito esta carta, y de que es la primera
noticia que de ella tengo.
-Entonces, ¿quién me ha escrito, si
en Málaga no conozco a nadie más que a ti?
-¿Yo qué sé?
-Indudablemente, yo debo tener cara
de primo cuando me envían esta carta para burlarse de mí.
-¿Quién sabe?
La letra es de mujer, y el papel, perfumado.
-Sí, estamos en la tierra de la
guasa, y en Carnaval, por añadidura; y yo esta noche no salgo de la fonda, y me
acuesto para que el autor de la carta vea el caso que de ella hice.
-¿Y no vienes
al baile?
-No, señor.
-¿Y si, por
casualidad, la carta fuese de una mujer bonita?
-Estoy cansado de ser juguete de las
mujeres, y aunque supiese que la carta es de una mujer hermosa enamorada de mí,
yo no voy al baile.
-Eso es,
seguramente, lo que se propuso el autor o autora del anónimo: que no vayas al
baile; ya lo ha conseguido, no se reirá poco al ver que no vas; y hasta quizá
lo achaque a cobardía.
Tantas razones me dio Andoaga, que me
convención y el acompañé al Casino N.
Entramos en el salón, repleto ya de
bulliciosas máscaras. Mi entrada produjo algún revuelo; muchas miradas se fijaron
en mí, y observé cuchicheos y comentarios acerca de mi persona. Yo era un
forastero, y a esto lo achaqué para tranquilizarme.
Andoaga me propuso presentarme
señoritas para que bailara, y me opuse. Me encontraba malhumorado, lleno de
preocupación por inquirir cuál sería el detalle o detalles de mi rostro, que me
daban aspecto de inocente, de primo, y me senté, mustio y pensativo, mientras
Andoaga bailaba a destajo y la concurrencia seguía fijándose en mí de un modo
insistente.
Al verme blanco de todas las miradas
hice intención de marcharme, cuando ante mí se detuvieron tres máscaras de
capuchones de raso negro con ribetes blancos. Una de ellas se acercó y me dijo:
-Muy aburrido
estás, oficial.
-Mucho; no te lo puedes
imaginar.
-¿No bailas?
-No sé bailar.
-Si
quieres podemos pasear -me dijo con voz dulce y natural.
Dudé un momento. El recuerdo de la
carta anónima me tenía escamado. Al observar mi indecisión preguntó la mascarita:
-¿Serás
capaz de desairarme?
-No, no; de ningún modo.
Ofrecí mi brazo a la mascarita, que
dejó a sus compañeras, y empecé a pasear con ella por el salón.
Ella inició el diálogo:
-Me
sorprende que un joven como tú venga al baile sin saber bailar.
-No pensaba venir, pero ha
mediado una circunstancia y me he creído obligado.
-¿Tal vez
una carta en que te lo suplicaban?
-¿Por qué me haces esa
pregunta?
-Porque
soy el alma dolorida firmante de la carta.
-¿Tú?
-Sí, yo;
te habrá extrañado…
-No; desde luego comprendí
que se trataba de una broma de Carnaval.
-No se
trata de una broma, sino de una cosa bien triste.
Dejó escapar un suspiro; me miró
fijamente, y noté que su brazo temblaba sobre el mío. La máscara continuó:
-Yo no he
querido más que a un hombre al cual amé con locura y tuve la desgracia de perder;
y tú eres su vivo retrato; por eso te escribí: para tener el consuelo de
hablarte, pues me parece estar hablando con él.
-¿Tanto me parezco?
-No es
posible mayor parecido: su misma voz, sus mismos ademanes, su misma sonrisa…
¿No me crees?
-No; tú eres una vieja que
se ha propuesto divertirse a costa mía.
-Soy
joven, y bien joven.
-Entonces eres la criada de
esas dos máscaras con quienes ibas.
-Espera un
momento.
Quitóse un guante y me mostró una mano
tersa, finísima y delicada.
-Dime si
esta mano es de vieja o de criada.
-Es verdad que tienes una
mano lindísima.
-Ya van a
bailar. Sentémonos y te convenceré de que es cierto cuanto te digo.
Nos sentamos y la previne:
-Mira, mascarita: yo no
tengo la obligación de guardar consideraciones a quien desconozco y tales cosas
me dice detrás de una careta; si quieres que te escuche déjame ver tu cara.
-Me pides
un imposible.
-Un momento nada más.
-No puede
ser.
-Entonces te dejo; no estoy
dispuesto a pasarme la noche dando oídos a la conversación de alguna fea.
-Espera;
me levantaré el antifaz un instante sin que nadie lo observe.
Se acercó a mí; levantó y bajó
rápidamente el antifaz. Fue un relámpago. Quedé deslumbrado por aquella momentánea
y hermosa visión. Mi asombro fue grande, pues aquella linda carita más tenía de
niña que de mujer. Cegado por hermosura tan extremada, exclamé:
-Habla; dime cuanto quieras:
miente, búrlate de mí; todo debe consentirse a una mujer tan hermosa como tú.
-Ni me burlo de ti ni te engaño: cuanto voy a confiarte es verdad, y tú mismo lo puedes comprobar esta noche. Escucha.
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[1] Como
oficial de Ingenieros, el primer destino del teniente Pablo Parellada, autor de
esta novela, fue en Madrid, en el
Regimiento Montado/ 2º Batallón / 2ª
Compañía de Ferrocarriles. Así que no me resisto a transcribir esta descripción
de su sainete DE
MADRID A ALCALÁ, estrenado en 1927: “CUADRO SEGUNDO. Coche de primera
clase seccionado por su eje longitudinal y de arriba á abajo, de manera que se
ve la mitad ó algo más de cada uno de los tres departamentos que lo
constituyen, con sus portezuelas practicables al lado opuesto del espectador;
los cristales pueden suprimirse, pues se supone estar en el mes de Agosto, pero
hacen falta cortinillas para que no entre el sol, y evitar que se vea el
paisaje, al marchar el tren. El piso del coche conviene que esté, por lo menos,
un metro más alto que el tablado del escenario. Una bambalina llegará hasta el
techo del coche; la embocadura se cerrará por los costados cuanto sea posible.
Si en dos ventiladores eléctricos, se sustituyen las aspas por dos discos
circulares de cartón ó de hoja de lata, éstos serán las ruedas, y podrán girar
con igual velocidad, aplicando el fluido á un punto desde el cual se bifurque
la corriente y vaya á los dos ventiladores, (l) De no hacerlo así, nos
conformaremos con un lienzo gris que tape el bajo del coche hasta el tablado
del escenario. Al parar el tren, después de la salida de Madrid, se verá telón
de campo, á través de portezuelas y ventanillas. Mucha luz al exterior del
coche.”
[2] El Cementerio
Anglicano, Cementerio de San Jorge o Cementerio Inglés de Málaga;
levantado en el siglo XIX, está situado en la Cañada de los Ingleses
en el distrito Centro. Se trata del primer cementerio protestante de España,
construido a partir de 1831. Concebido como un jardín botánico dispuesto en
bancales mirando al mar, contiene especies exóticas que han ido creciendo a su
aire, y monumentos sepulcrales y tumbas con elementos clásicos, neogóticos y
modernistas. En el recinto se ubica desde 1850 la capilla de San Jorge, para
atender las necesidades espirituales de los comerciantes británicos.
[3] PASEO
MILITAR. 1 Ejercicio militar dirigido a
acostumbrar à las tropas á marchar con fuerzas mas o menos numerosas, ya sea à
las órdenes de un general ó jefe de cuerpo . 2 Expedición por el propio
territorio ó por el del enemigo para hacer alarde de las fuerzas militares con
que se cuenta para refrenar cualquiera sublevación, resistir los ataques,
provocar al combate à las tropas enemigas .
[4] ROS . s.
m. Especie de morrión de fieltro , muy ligero y de poco peso , inventado en
1855 por el general Ros de Olano , cuyo nombre lleva. Se ensayó por modelo en
el batallón de cazadores de Madrid, y luego fue adoptado por toda la infantería
, artillería , caballería ligera , infantería de marina y cuerpo de carabineros
del reino. Su coste , por real orden de 1863 , es el de 26 rs. vn .. y el
tiempo de duración se ha fijado en tres años
[5] REGLAMENTO
. s . m. Instrucción o conjunto de reglas ordenadas por capítulos, artículos y
aun párrafos para el estudio de todas las clases de la milicia , y tiene la misma
fuerza de ley que las ordenanzas.
[7] LO
DIJO BLAS, PUNTO REDONDO. Según el Diccionario de la Real Academia, díjolo
Blas, punto redondo, es «expresión con que se replica al que presume de
llevar siempre la razón». «No se
emplea esta frase precisamente para afirmar o negar una cosa en absoluto. Se
usa más bien en las discusiones, y cuando uno trata de imponer su voluntad,
suele decirle al otro: «Lo dijo Blas, punto redondo.» A ciencia cierta
no se sabe ni quién fue Blas ni qué origen tiene la frase; pero la creencia más
generalizada es la siguiente: En los tiempos del feudalismo existía un señor de
los de horca y cuchillo, llamado Blas, y que se distinguía por su carácter
avasallador y por la particularidad que había tenido siempre, queriendo imponer
su voluntad. Cuando dos de sus vasallos tenían una cuestión, iban a resolverla
ante su señor, y éste, como era natural, fallaba a favor de una de las partes.
La parte desairada protestaba casi siempre, y el señor, indignado, ordenaba
retirar al que protestaba, quien lo hacía, diciendo entre dientes: «Lo dijo
Blas, punto redondo.» Desde entonces se popularizó la frase
[8] CAMARADA
. adj . Soldado , compañero ó amigo. / En lo antiguo , lo mismo que batería.