II. A LA CIUDAD
En 1867 mi padre obtuvo una plaza
de médico en la capital, y a ésta nos trasladamos en diligencia[1]
envueltos en densa nube de polvo; sacudidos, en cada bache del camino, como por
catapulta, y topando cada viajero con el suyo de enfrente.
Nos detuvimos en un parador[2]
a cambiar el tiro[3] del
coche. Entramos en la casa a humedecer nuestras secas fauces. A poco acercóse
el dueño a mi padre y con gran misterio le dijo:
-¿Sabe usté a quién
tengo recogido en casa, desde hace cuatro días, a mesa y mantel?
-¿A
quién?
-A
Carranza.
Personaje que no me era
desconocido: no hacía mucho que había estado en mi pueblo, escondido en la
tienda de comestibles de los padres de Eulalia,
aunque, a decir verdad, lo sabíamos en el pueblo hasta los chicos.
-Dígale
que salga -contestó mi padre sonriendo-; en
la diligencia no viene guardia civil ni otra persona que pueda prenderle o
delatarle.
Se presentó Carranza[4].
Frisaba los cuarenta años, de rostro enjuto, barba y cabello largos y
descuidados; vestía traje de pana, borceguíes sin embetunar y flexible sombrero
negro bastante deteriorado. En tiempos tuvo su pequeño taller de carpintería en
la ciudad y lo cerró para dedicarse a conspirador perseguido.
-¿Qué
hace usted aquí? -le preguntó mi padre.
-Pues
ya ve usted, como siempre: huyendo de los que me persiguen.
Mi padre le pagó una copa, y
Carranza nos echó un medio discurso. Ponía gran
vehemencia en sus palabras y extremada fe en el próximo lanzamiento del grito y
triunfo de la revolución consiguiente, y terminaba sus párrafos: “¡Ay del día en que el pueblo sepa lo que vale!”.
De lo que se le escapó después, y
mi padre le sonsacó hábilmente, deduje que, desde el cierre de su carpintería,
aquel mártir de sus ideas iba de pueblo en pueblo escondiéndose una semana
aquí, diez días allá, en casa de los correligionarios de mejor provista
despensa, como ya había hecho en la ciudad, y así pensaba continuar hasta que
fuese llegado el trunfo de sus ideas redentoras.
Nos despedimos del apóstol
Carranza continuamos el viaje.
A la caída de la tarde
distinguimos la azulada silueta de la ciudad.
¡La ciudad! ¿Cómo eran las
ciudades? Yo no había visto ninguna. Poco tardé en convencerme de que, salvo
dos o tres calles del centro y unos pocos centenares de personas, todo lo demás
era mi mismo pueblo: los mismos vocablos soeces, la misma incultura, igual
suciedad y falta de urbanización y de policía urbana.
Convine con mi padre en que yo
seguiría su misma carrera y fui matriculado en el Instituto, donde el profesor
de latín nos aseguró que esta lengua muerta era el eje alrededor del cual giran
todos los ramos del saber humano; germen de todo estudio o profesión; madre de
todas las ciencias, y cimiento sustentador de las sociedades pretéritas,
presentes y futuras.
No se me alcanzaba la relación
que pudiera tener la declinación de musa muse y la conjugación de facio,
facis, facere, feci, factum con la curación de las tercianas y del tifus; por
eso me gustaba más corretear por las calles que leer en latín la historia de
Epaminondas, cuyos hechos me importaban un bledo y yo tomaba a chunga, y
aquello de Epaminondas filius Polimni fuit tebanus, yo lo traducía: Epaminondas
hijo de un pollino y de un tábano.
Una de las muchas veces que hice
novillos fue para presenciar cosa desconocida para mí: un besamanos[5]
en la Capitanía General.
Desde media mañana me instalé con
mi inseparable camarada y condiscípulo Lino Mollat, chico ligeramente
cojo, listo como una ardilla, travieso como mico, hijo de un rico tahonero
habitante en las afueras de la ciudad, y tan pigre[6] o más que yo, el tal Mollat.
Esta vez tenía justificación
nuestra novillada: ni Luis ni yo sabíamos en qué consistía un besamanos, y
considerábamos loable nuestro afán en saberlo.
Vimos llegar, sucesivamente, las
banderas y estandartes de los regimientos de la guarnición, acompañados de las
correspondientes escoltas, músicas charangas, bandas de tambores, cornetas y
trompetas, armando un ruido ensordecedor. Después, un reguero de generales,
jefes y oficiales de todas armas e institutos, de gran gala, que iban entrando
en Capitanía. Altas personalidades civiles y eclesiásticas que al descender de
sus coches motivaban comentarios entre los espectadores callejeros:
-¿Quién
es ese de la faja verde?
-El
gobernador civil.
-Qué
joven es.
-Hoy estrena
el uniforme: es la primera vez que se viste de gobernador.
-Ya
se conoce.
-¿Por
qué?
-Porque
se ha puesto la faja a la aragonesa y con el lazo y borlas a la derecha. En
cuanti que los oficiales le echen la vista encima se van a reír poco.
-Ahí vienen
los concejales.
-Y
los maceros; ¡qué viejos y qué flacos!
-Y
los dos, patizambos.
-Ya
podían hacerles unas pelucas nuevas y a la medida.
-Y
que les ajustaran mejor.
-¡Vaya
unas pintas!
-¡Rediez,
qué peste a bencina!
-Las
levitas de los concejales.
-¿Y
esos de la sotana y birrete?
-No
es sotana, tú, es toga; son los profesores de la Universidá.
-¿Y
esas borlas que llevan encima del gorro?
-Son
pa señalar lo que enseña ca uno: el rojo sinifica sangre, u séase Medecina; el
verde hierba, que quié decir Agricultura.
-¿Y
el amarillo?
-Tanto
como eso, no sé; pero algo sinificará.
-¿Y
esos otros maceros de negro?
-Vienen
acompañando a los señores de la Audiencia, por si alguno se mete con el
presidente u los magistrados, metele un mazazo en la cabeza.
-Oyes,
tú, ¿qué es aquello blanco que bien en aquel coche?
-No
sé…; calla, a ver; ya sé: cuatro maestrantes de la Orden de San Juan
Nepomuceno.
-Llevan
sombrero apuntao como los porteros de Palacio.
-Y
capas de franela blanca.
-Y
esos, ¿dónde están empleados?
-Que
yo sepa, en nenguna parte.
-Bien;
pero de algo servirán.
-También
estoy inorante de eso. Lo hi preguntao muchas veces y, hasta la presente, nadie
me ha sabido dar razón.
El no enterarnos allí mismo de
cuál es la misión de los maestrantes de San Juan Nepomuceno sobre la tierra,
nos contrarió bastante, pues Mollat y yo éramos amigos de oliscar en todo guiso
y de saberlo todo menos las asignaturas del instituto.
Una de las músicas había
terminado de tocar la marcha de Poliuto[7],
y otra la sinfonía de Semíramis[8],
cuando empezaron a salir de Capitanía los citados personajes y el público a
desfilar
-Pero,
¿y el besamanos? -preguntamos nosotros.
-Ya
se ha rematao -nos contestaron-; eso ha sido arriba, en el salón del Trono.
La noticia nos partió por el eje:
habíamos perdido la mañana y la clase, sin poder averiguar cómo era un
besamanos.
¿Qué demontres habían hecho
aquellos señores allá arriba? ¿Sería alguna ceremonia parecida a la de Pilatos?
Tal vez hicieron evoluciones al son de la marcha de Poliuto y sinfonía
de Semíramis.
Diversión tuvimos y
entretenimiento agradable con la profusión de rutilantes uniformes, polícromas
condecoraciones, marcialidad de las tropas y bélicos acordes de músicas y
charangas; pero nuestro objetivo no era éste, sino el de enterarnos al detalle
de una ceremonia por nosotros desconocida y que, indudablemente, merecía ser
vista. Habíamos oído decir que todos los actos de la milicia eran presididos
por la Lógica y la Seriedad, y apoyados en este concepto, entendíamos que
cuando se ponía en movimiento a toda la oficialidad de una guarnición y a todas
las altas personalidades de una ciudad, y unos y otros, tan acicalados, lujosos
y llenos de preseas, acudían a un regio salón, no iba a ser para una
pampirulada[9], sino
para algo grandioso, digno de ser conocido y admirado.
Al marchar una de aquellas
músicas, me sentí arrastrado por sus notas y la seguí, procurando acompasar mis
pasos con los de la tropa, hasta la puerta del cuartel.
Regresé a mi casa calculando lo
mucho que en belleza ganaría mi persona dentro de uno de aquellos brillantes
uniformes, y, a fuerza de cavilaciones y de comparar la carrera de médico con
la de las armas, acabé por preferir ésta, y aunque nada dije a mi padre, hice
el propósito de ser militar.
La Medicina, ya sabía yo en qué
consistía; mientras que la milicia era un mundo desconocido para mí, y lo
desconocido me atrajo siempre.
¡Mis sueños juveniles!: saber
cómo era la vida de cuartel, las batallas… y, esto sobre todo, no morirme sin
saber qué era un besamanos.
[1] El
primer ferrocarril español se construyó en 1837 en la entonces provincia
española de Cuba, la línea La Habana-Güines. Unos años más tarde, en la
península ibérica, se construyó la línea de Barcelona a Mataró en 1848. A
partir de esa fecha se producirá una rápida expansión con la construcción de
numerosas líneas de ferrocarril de ancho ibérico a cargo de las que se
convertirán en las principales empresas ferroviarias de la época: la Compañía
de los Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante (1856), la Compañía de los
Caminos de Hierro del Norte de España (1858) o la Compañía de los Ferrocarriles
Andaluces (1877).
[3] TIRO: m. Conjunto de caballerías que
tiran de un carruaje. Sin.: yunta, tronco, atalaje, atelaje.
[4]
CARRANZA: personaje de ficción que destacará en los capítulos relacionados con
el Sexenio Revolucionario de esta novela MEMORIAS DE UN SIETEMESINO. Agitador,
dejó su carpintería para predicar la revolución y fomentar el tumulto. Siempre
perseguido, llegó a ser teniente coronel de una milicia ciudadana. Falleció de
una indigestión de higos al poco de caer la República.
[5] BESAMANOS: m. Ceremonia en la
cual se acudía a besar la mano al rey y personas reales en señal de adhesión.
m. Acto de adhesión o sumisión a una persona o institución superiores.
[7] Poliuto es una
"tragedia lírica" u ópera trágica, con música de Gaetano Donizetti y
libreto en italiano de Salvatore Cammarano. Fue compuesta en 1838 y estrenada
el 30 de noviembre de 1848 en el Teatro de San Carlos de Nápoles
[8] Semiramide es una ópera
en dos actos de Gioachino Rossini. En España se estrenó el 17 de mayo de 1826,
en el Teatro de la Santa Cruz de Barcelona.
[9] PAMPIROLADA: Definición: 1 f. Salsa
que se hace con pan y ajos machacados en el mortero y desleídos en agua. 2 f.
coloq. Necedad o cosa insustancial.