XVI. GRAVEMENTE ENFERMO
Mi asistente[1]
corrió en busca del médico del regimiento, mas este doctor no pudo venir por
encontrarse en el tiro al blanco con la tropa.
Presintiendo mi gravedad, el asistente
se disponía a salir en busca de otro médico cualquiera, cuando se presentó un
caballero de barba nívea, con elegante abrigo de pieles, preguntando por mí.
Entró en mi cuarto:
— ¿Es
usted el capitán don Claudio Béjar?
— Servidor de usted.
— He sido
llamado con urgencia a casa de don José y doña Sixta; allá me fui creyendo que
alguno de los dos estaría enfermo; pero, afortunadamente, están bien de salud:
la llamada ha sido para suplicarme que viniera a verle a usted, no como médico
de cabecera, sino para informarlas del estado del capitán Béjar, por el cual
parece ser que se interesan vivamente.
— ¿Don José y doña Sixta le
han suplicado a usted que viniera?
— Sí,
señor; y la hermana de doña Sixta, recién llegada de Málaga, que también estaba
allí.
— ¿También la hermana de doña Sixta?
— Y una
señorita muy linda que estaba con ellas — añadió el médico sonriendo.
— Bien,
pues; el médico del regimiento está en el tiro y no puede venir; de modo que. .
.
— Mejor será que lo visite a
usté este señor — metió baza mi asistente — , porque el médico del
regimiento no sabe dar más que sal de la Higuera.
— Tú te callas. Ruego a
usted, señor doctor, se encargue de mí desde ahora mismo.
— Con
mucho gusto.
Aquel señor era uno de los mejores
médicos de Madrid. Después de un concienzudo reconocimiento, recetó mientras
repetía:
— Eso no
es nada, eso no es nada; fruta del tiempo. . .
Pero demasiado comprendía yo mi
gravedad.
— Hasta la
noche — dijo al despedirse — . Y no hay que
asustarse. Le curaremos a usted, sí, señor, le curaremos; no faltaba más; hay
que curarle a usted para que no me pegue doña Sixta, y su hermana, y. . . y
alguna personita más. . .
El médico informó a doña Sixta, su
hermana y Aurora que mi enfermedad, si bien no era de una gravedad suma,
requería solícitos cuidados y la presencia de alguna persona de mi familia.
Don José telegrafió a mi tío, éste Presentóse
en Madrid inmediatamente, y ya no se apartó de mi lado mientras estuve enfermo.
Durante este tiempo me escribió Aurora
todos los días cartas cariñosísimas, dándome ánimos y asegurándome que mi
curación era segura, según el criterio del médico.
Alguna carta no pude leer yo y me la
leyó el bueno de don Exuperio, al cual hube de enterar de quién era Aurora, de
cómo la conocí, del amor entendido, aunque no confesado, entre ella y yo, y mi
firme propósito de hacerla mi esposa tan pronto me encontrase restablecido.
Los revulsivos y demás suplicios
científicos a que me sujetó el doctor me curaron; pero tanto o más debió
influir en mi curación la discreta habilidad con que en todas sus visitas sabía
recordarme a Aurora sin nombrarla.
Una mañana, después de pulsarme,
auscultarme y observar mi temperatura, me dijo mientras se refrotaba las manos:
— Bueno; esto ya pasó: hoy está de enhorabuena... una señorita que yo conozco.
Ya fuera de peligro y convaleciente,
don Exuperio regresó a la Imperial ciudad, y me dijo al despedirse:
— Durante
tu convalecencia, estuve varias veces en casa de don José. Allí he tenido
ocasión de conocer y de hablar con Aurora; su carácter es bondadoso y algo
infantil, pero hay que tener presente que las mujeres tienen mucho de niños;
como además no puede ocultar el interés y el cariño que por ti siente, harás
muy bien en casarte con ella; creo que ha de hacerte feliz, y me darás la
alegría de verte unido a una mujer a la cual considero digna de ti. Aurora es
rica, según me han informado; cuida de no apegar tu corazón a las riquezas más
que a tu prometida; considera esa fortuna como circunstancia casual y muy
secundaria, y por Dios, Claudio, no la mires como medio de holgar y de vivir a
costa de ella, sino como administrador o consejero para su conservación y
mejoramiento.
Durante mi larga convalecencia,
continué escribiéndome con Aurora. En las cartas acabamos por substituir el usted
por el tú, y el estimado por el amado; agotamos el repertorio
de las frases tiernas y apasionadas, y
observé un detalle muy frecuente en los enamorados que se escriben: cuando se
me ocurría una frase feliz o poco manoseada, Aurora me la repetía a los tres o
cuatro días como si a ella se le hubiese ocurrido antes que a mí.
Cuando el asistente entraba en mi
cuarto con cara de Pascua, ya se sabía: carta de Aurora. Jamás hice confianza
alguna a mi asistente y, sin embargo, él estaba perfectamente enterado de todo
cuanto conmigo se relacionaba.
Antes que por Aurora, supe por mi
asistente que aquélla y su señora de compañía habían tomado un piso principal
en el número 4 de la calle del Almirante, lo habían amueblado espléndidamente y
dentro de poco se trasladarían a él.
Restablecido por completo, mi primera
salida fué para ir a visitar a Aurora después de presentarme a mis jefes.
Me vestí de uniforme y salí a la
calle. La mañana era de comienzos de primavera. La vida me sonreía. El robo del
maletín, el viajecito a Más de Cuatro y la pulmonía que me costó, todo lo daba
por bien pasado, pero pidiendo a Dios que el juez no me necesitase para otra declaración.
De una a dos, hora convenida, me
dirigí a casa de Aurora. ¡Cuánta fué mi alegría al subir las escaleras, al oir
obedecer el timbre al empuje de mi dedo, las pisadas de la doncella que salió a
abrirme!
— Buenas tardes. ¿Vive aquí
la señora viuda de Brigthon?
— Sí, señor.
Y como la doncella, al abrir la
puerta, lo hizo de paso para el comedor y con una fuente de pescado a la
mayonesa, pregunté sonriendo y con misterio:
— ¿Están almorzando?
— Sí, señor.
— Calle usted; permítame, que
les voy a dar una broma. Soy muy amigo de la señora. Verá usted qué sorpresa la
voy a dar...
En un voleo me despojé del capote y
tomé la fuente de pescado; la doncella me condujo hasta el comedor
refocilándose con la escena que iba a presenciar y lo que nos íbamos a reir.
Muy decidido y arrogante, entré en el
comedor diciendo:
— Sírvase usted, señora.
¡Qué vergüenza! En el comedor había
una señora y dos señoritas desconocidas para mí; yo, en medio del comedor, de
uniforme con mis cruces y todo, y la fuente de la mayonesa que a punto estuvo
de caérseme de las manos.
Las señoritas se asustaron. La señora
mostró gran tranquilidad; era una señora de talento, exquisitamente educada,
comprendió la causa de mi bochornosa situación y supo tranquilizarme:
— No se apure usted,
caballero oficial, ni pase mal rato: esto de equivocarse de piso es moneda
corriente y sucede lodos los días.
Entregué la mayonesa a la doncella, y
me disculpé:
— Señora, yo he preguntado
por la viuda de Brigthon, y la doncella afirmó que vivía aquí.
— Y yo soy la viuda de
Barrón; como la doncella entró ayer en esta casa, lo mismo le suena Brigthon
que Barrón, que Juan de las Viñas.
— La viuda
de Brigthon es la que ha venido a vivir a la casa de ahí al lado — dijo una de las señoritas — , en el número 4 duplicado; éste es el 4 nada más.
— Señora: yo ruego a ustedes
que me perdonen…
— Usted es quien tiene que
perdonar la torpeza de la doncella; y para que se persuada y marche tranquilo
de que ni mis hijas ni yo hemos tomado a risa su entrada con la fuente de
pescado, ni de ello nos hemos de permitir comentarios humorísticos, yo le
suplico que tome asiento, pues quiero contarle un caso parecido del que fui la
protagonista.
— Es mucha la bondad de usted,
señora.
— Siéntese, siéntese; haga usted
el favor.
Yo hubiese preferido correr a visitar
a Aurorita, pero la amabilidad de aquella señora me obligo a sentarme y a
escuchar, con aparente complacencia, este caso que a ella y a sus hijas les
ocurrió:
— Con motivo del
fallecimiento de mi esposo, y para arreglar un asunto de la testamentaria, mis
dos hijas y yo fuimos a Valladolid, población donde nunca habíamos estado. Allí
teníamos una amiga íntima de toda la vida, a la cual fuimos a visitar la misma
mañana de nuestra llegada, y así que estuvimos instaladas en el hotel de
Francia. Dona Anciscla Lorenzalez, que así se llamaba nuestra antigua amiga,
era señora muy beata y de elevada posición; nos recibió en el comedor, muy
contenta y cariñosa; nos invitó a una función religiosa que iba a celebrarse aquella
tarde, para que no perdiésemos la oportunidad de escuchar a un celebre y
elocuentísimo predicador, y quedamos en irla a buscar a las cinco en punto de
la tarde para ir juntas a la iglesia.
Fuimos a buscarla. Llamamos y
preguntamos a la muchacha que salió a abrir:
— ¿Está la señora?
— La señora
ha salido.
— Entonces, esperaremos a que
vuelva, porque convinimos en venir a buscarla a esta hora.
— Pasen
ustedes.
La muchacha nos hizo pasar a la sala,
donde permanecimos largo rato curioseando los cuadros y los diversos objetos de
arte y de valor allí expuestos. Extrañadas de la tardanza de nuestra amiga, mi
hija Salus salió al pasillo, llamó a la doncella, habló con ella, y, al volver a
la sala, nos dijo:
— ¿Sabéis
dónde ha ido Anciscla?
— Habrá ido a la iglesia, sin
acordarse de la cita que nos ha dado.
— Sí, sí,
iglesia; buena iglesia te dé Dios; donde se ha ido es al baile del Casino, con otras
amigas.
— ¿Anciscla, al baile? No es
posible.
— Me lo acaba de decir su doncella: a
un baile que dan con motivo de haber llegado los estudiantes portugueses.
Nos mortificó bastante la desatención
o el olvido tenido con nosotras por tan buena amiga, y mucho más el que,
dándolas de beata, hubiese preferido oír la música del baile mejor que la
palabra de un predicador eminente.
Se nos ocurrió vengarnos de una manera
inocente: sobre una mesita había un magnífico devocionario con tapas de marfil
y guarniciones de oro; lo cogí y me lo guardé en el bolsillo; Salus se guardó
una pequeña cajita antigua de plata repujada; mi hija Beatriz, un bibelot
precioso, y nos marchamos a la calle advirtiendo a la muchacha:
— Diga usted a la señora que
han estado aquí sus amigas la señora y las señoritas de Barrón.
Nos fuimos de paseo, riéndonos de la
broma y de la cara que pondría Anciscla al echar de menos aquellos objetos.
Debo advertir a usted que nuestra
amiga vivía en el segundo piso de aquella casa, y nosotras, equivocadamente,
habíamos llamado y entrado en el principal.
Estábamos en la fonda a punto de
acostarnos, cuando llamaron en la puerta de nuestro cuarto.
Eran el amo de la fonda y el inspector
de Policía.
— Señora —
me preguntó el inspector — . ¿Han estado ustedes
esta tarde en casa de los señores de Cifuentes?
— No, señor; ni conocemos a
tales señores.
— Es
inútil que lo nieguen, porque ahí, sobre esa mesa, estoy viendo el
devocionario, la cajita de plata y el bibelot que ustedes han sustraído.
— Efectivamente, sobre la
mesa de nuestro cuarto habíamos dejado el devocionario, el bibelot y la cajita.
Calcule usted nuestro disgusto: se nos tomaba por unas timadoras, y el
inspector empeñado en llevarnos a las oficinas de vigilancia. Beatriz, con una
congoja; Salus, llorando como una Magdalena; yo, muerta de vergüenza ante el
dueño, y los camareros de la fonda que asomaban a la puerta, y deshaciéndome en
explicaciones que el inspector no quería atender, pues estaba muy satisfecho de
haber realizado un importante servicio y quería llevarnos consigo.
Después de muchas súplicas, accedió a que
fuésemos con él a casa de nuestra amiga Anciscla; ésta respondió de nosotras;
bajamos con ella y el inspector al piso principal, donde todo se puso en claro,
y pedimos a los señores de Cifuentes mil perdones por nuestra equivocación.
---