I. MI PUEBLO

 

PRIMERA PARTE

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I. MI PUEBLO


No diré el nombre del pueblo donde por vez primera vi la luz del sol, de la luna y las demás luces; pero pondré al lector en camino de averiguarlo, dándole materiales para que por el hilo saque el ovillo.

Como a todos los pueblos de la misma región española, al mío le cuelgan una anécdota insultante:

Cuentan que el tío Pedriles, vecino de mi pueblo, fue por primera vez a las fiestas de la capital y, a la vuelta, ponderó entre el vecindario lo mucho que se había divertido y, especialmente, el buen trato recibido en la posada en que fue a parar; posada que, según él, podía competir con la mejor fonda, puesta tan a la moderna estaba montada, que en ella ya no se usaba el anticuado y mísero candil de gancho con torcida y aceite de olivas, sino un aparato de nueva invención llamada quinqué, en el cual ardía petróleo o aceite mineral. Respecto de la comida también hizo extremadas alabanzas, mostrándose maravillado de un guiso suculento, nuevo para el tío Pedriles. Era este plato unos calabacines en cuyo interior no había pepitas, como en los cosechados en la comarca, sino una pasta muy rica y apetitosa, y muy parecida a la pasta esa de la que se hacen las albondiguillas.

La noticia corrió y se comentó entre el vecindario, y hasta llegó a tratarse y estudiarse en sesión del Ayuntamiento, donde, tomando en consideración que ni en el pueblo ni en ningún otro del término se cosechaban aquella clase de calabacines, pues solo se conocían los ordinarios, el alcalde propuso, los concejales aceptaron y el pueblo aplaudió con entusiasmo, que para fomento y mejora de la producción local agrícola se nombrase una comisión que marchase a la capital y recorriese el mundo entero, si necesario fuese, y no volviera al pueblo hasta haber encontrado simiente de calabacines rellenos, y, de paso, unas cuantas muestras de olivos de los que dan aceite mineral, olivos también desconocidos en el lugar.

A ésta se le llamó la Comisión de los calabacines, y cuéntase que todavía no ha regresado.

Ya tienes, amigo lector, un seguro y excelente medio de averiguar a cuál pueblo de España me refiero. Donde preguntes: “¿Ha vuelto la Comisión de los calabacines?” y te peguen un navajazo, te saquen del pueblo a pedradas o te arrastren, allí es.

De cuchufletas de esta índole no se libra pueblo alguno de la comarca Es un modo pintoresco de llamarse brutos los unos a los otros; y todos aciertan.

Por si no fuese de tu gusto verte perforado, apedreado o arrastrado por el populacho, te daré otros medios de venir en conocimiento del pueblo donde tuve la suerte de nacer.

Lugar eminentemente protector de las moscas, tiene sus callejas convertidas en vertederos, basureros, retretes, corrales, pocilgas y expoliarium[1] permanente de animales caseros fallecidos, todo en una pieza; callejas de cuyo barrido y saneamiento se encarga la Providencia si envía beneficiosa tormenta. Cuando ésta falta, y sopla el viento, el polvo levantado, azote del rostro, no es tierra sutil, sino todo género de inmundicias secas ya pulverizadas.

En verano, la desnudez de los niños pequeños, y aun mayorcitos, es completa en la vía pública, donde la piedra arrojadiza es el principal elemento de diversión infantil, cuando no es el desfloro de nidos, el destrozo de arbolado o la fruta del cercado ajeno.

El lenguaje es soez y grosero. No hay vocablo indecente que allí no se haya tomado por muletilla. Únicamente algunas mujeres, las más pudibundas, por aquello del buen parecer, atenúan lo mal sonante de ciertas palabras cambiándolas el sexo, y dicen, por ejemplo: moña en vez de moño, peineto en lugar de peineta y badaja por badajo.

Aman con religioso fervor a su santo patrón, sin perjuicio de echarle al pozo o al río si no les manda la lluvia en tiempo determinado y en la medida exacta que necesitan, y en su honor celebran la fiesta anual a salvajada libre, con toro impregnado de pez ardiendo; procesión con disparos de trabucos cargados hasta la boca y coplas alusivas al santo, como la muestra:

Glorioso santo patrono:

mándanos lluvia en seguía

pa coger buena cosecha,

u te pateamos las tripas.

Desconozco las costumbres del Rif[2], pero no deben ser muy distintas a las de mi pueblo.

Mi padre era el médico del lugar, cargo sumamente cómodo y tranquilo, pues el doctor sólo era llamado en casos muy extremos, acompañado del cura, cuando éste era ya el único necesario.

Para los demás casos, el vecindario tenía su terapéutica especial, legada de padres a hijos desde antiguas generaciones, contra la cual hubiese sido imprudencia temeraria rebelarse.

El reuma se curaba llevando una patata en el bolsillo; la insolación, colocando al paciente un puchero de agua hirviendo sobre la cabeza, la jaqueca, pegando una rodaja de pepino en cada sien a manera de cuernos rudimentarios; el tifus, con medio tomate o una cataplasma de tabaco y vinagre en el ombligo; toda suerte de heridas, con aceite de lagarto, saltamontes, alacranes y otros bichejos tenidos a la intemperie durante el invierno. De las roturas de miembros se encargaba un pastor, y de las demás enfermedades, un curandero que curaba de gracia por haber nacido a las doce en la noche de Navidad, y tener bajo la lengua una cruz que no podía enseñar sin peligro de perder su gracia curativa.

Sin los cuidados de mi madre, a la cual tuve la desgracia de no conocer, y en este ambiente de incultura, atraso y no poca maldad, se comprenderá que mi educación durante la niñez no podía ser muy recomendable: pendenciero, desvergonzado, siempre en competencia con los demás chicuelos para ver quién realizaba la mayor diablura.

En la plaza había una tienda de comestibles, cacharros, juguetes y objetos de escritorio, que, a su vez, era estanco. En comunicación con la tienda y en la planta baja estaba el casino, o sea una sala, con salida al corral en la que se servía café transparente y se jugaba al billar en mesa donde solían dormir las gallinas; a cambio de tiza, los jugadores, con la suela del taco, barrenaban las paredes.

El matrimonio dueño de este Tugurio-Palace, tenía una hija llamada Eulalia[3], de mi edad próximamente, de unos diez años; la niña más linda y mejor ataviada del pueblo.

Mostrábame Eulalia mucho interés y gran cariño, y de ello estaba yo contento y orgulloso; con cualquier pretexto me obsequiaba con algún dulce fósil de los de su tienda, a hurto de sus padres y con prohibición de contárselo a mis amigos. Pensando en la seriedad y buen juicio de una mujercita, me amonestaba cuando llegaba a su noticia alguna barrabasada de las mías, y me reprendía dulce y cariñosamente:

-¿Por qué eres así? No debías reunirte con esos otros. Si no eres bueno, me incomodaré contigo…

Recuerdo que estuve enfermo de bastante gravedad. Cuando desapareció la calentura y recobré mi lucidez, la criada de casa se acercó a mi cama para decirme con gran reserva, como si de un secreto de Estado se tratase.

-Bien se conoce que ya te sa pasao la calentura.

-¿Por qué?

-Porque ya no llamas a la Eulalia; mientras has tenido calentura no has parado de decir: “¡Eulalica, Eulalica!” Ya lo sabe ella.

-¿Quién se lo ha contado?

-Yo misma; pues si la pobrecica me pregunta por ti todos los días cuando paso por su casa. Y poco contenta que se puso al decirla yo que dentro de poco te levantarías de la cama…

Una tarde, durante mi convalecencia, sentado yo en el portal de mi casa, acudió Eulalia con su delantal lleno de cacharritos y, para entretenerme, los dispuso de diferentes maneras en los primeros peldaños de la escalera, mientras me decía:

-Esta es la cocina, éste es el comedor. Tú eras el padre; yo era la madre.

Cito esta niñería por ser el único recuerdo grato que todavía conservo de mi pueblo, después de abandonarlo para siempre, y porque nos hemos de volver de encontrar con Eulalia en el curso de este verídico relato.

 

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[1] SPOLIARIUM: Lugar del circo romano donde se desnudaba a los gladiadores muertos, o en su defecto, donde se desnudaba y remataba a los heridos, para su posterior incineración.

[2] La guerra de África, primera guerra de Marruecos o guerra hispano-marroquí fue un conflicto bélico que enfrentó a España con el sultanato de Marruecos entre 1859 y 1860, durante el período de los Gobiernos de la Unión Liberal del reinado de Isabel II. La guerra finalizó con el Tratado de Wad-Ras, firmado el 26 de abril de 1860, que declaraba a España como vencedora e imponía a Marruecos una serie de cesiones e indemnizaciones. En lo que se refiere a esta novela MEMORIAS DE UN SIETEMESINO significamos además de esta referencia al RIF, posteriormente aparecerá el General Prim, militar y político liberal español del siglo XIX que llegó a ser presidente del Consejo de Ministros. PRIM, en su vida militar, participó en la primera guerra carlista y en la guerra de África, donde mostró relevantes dotes de mando, valor y temeridad; y tras la Revolución de 1868 se convirtió en uno de los hombres más influyentes en la España del momento, patrocinando la entronización de la Casa de Saboya en la persona de Amadeo I. Murió asesinado poco después.

[3] EULALIA: en el pueblo,  el matrimonio dueño de la tienda de comestibles tenía una hija llamada Eulalia, de la edad de Claudio Béjar aproximadamente; la niña más linda y mejor ataviada del pueblo, que le  mostraba mucho interés y gran cariño cuando la niñez.  En 1867 el doctor Béjar mudó con su hijo de diez años a la capital de la provincia; cinco años después lo hicieron los padres de Eulalia con su hija, cuando el capítulo VI. LA BATALLA DEL PETARDO. Ambos adolescentes mantuvieron amistad, y no llegó al romance porque a Claudio le paraban el aspecto y maneras pueblerinas de Eulalia, y porque también le gustaba Mari ‘la Francesita’, un año  mayor que él. Cuando falleció el padre de Claudio, al partir de viaje a Toledo con su tío el canónigo Exuperio Béjar, Eulalia le regaló un escapulario; el oficial Claudio lo portó siempre sobre sí, también en la campaña de Cuba. Cuando el teniente Béjar es repatriado a la península en 1878, muy enfermo y tras la Paz de Zanjón, será reconocido cuando agonizante por una monja de la Caridad, la Hermana Eulalia, en el hospital de Santander donde lo ingresaron.