IV. [EL BAILE DE MÁSCARAS EN EL CASINO DE MÁLAGA] ¡POBRE AURORITA!

 

IV. ¡POBRE AURORITA!


 

La mascarita lanzó un profundo suspiro y habló así:

-Desde muy niña viví con mis padres frente a una fábrica de alcoholes propiedad de un señor inglés, míster Brighton, el cual tenía un hijo llamado Miguel, que desde muy pequeño ya trabajaba en la industria de su padre[1]. Mi familia, bastante modesta, intimó con aquella familia acaudalada, y Miguel y yo nos amamos desde que nos vimos, con ese amor infantil no declarado, pero comprendido y verdadero. A mí siempre me admiró aquel niño por su amor al trabajo y por la seriedad con que procedía y razonaba; no tendría cumplidos quince años, cuando un joven de la localidad se casó con una vieja fea, pero rica; al enterarse Miguel, se indignó y me dijo: “En España abundan los jóvenes distinguidos, pundonorosos y nobles, tan cuidadosos de su honor, que son capaces de desafiarse por una pequeñez y, sin embargo, cometen la villanía, la bajeza de casarse por el dinero y llevar a una mujer monstruosamente fea colgada del brazo, sin avergonzarse de que, al pasar, todos le señalen con el dedo, y digan: Mirad: ese joven tan pundonoroso, tan caballero y de apellido tan ilustre, ha cometido la indignidad de convertir en mercantilismo un acto tan sagrado como el del matrimonio; el acto que debe conducirnos al cielo, a ese joven le ha conducido a la despensa.” “Los que así proceden, son degenerados, cobardes, porque no tienen valor suficiente para casarse con una pobre por cariño y trabajar y luchar por la vida como es obligación de los hombres.” “Yo me consideraría deshonrado viéndome mantenido por mi esposa.” “Yo quiero casarme por amor, nada más que por amor.” Y cogiéndome de una mano, continuó con gran vehemencia: “Yo sólo aspiro a una mujer como tú: virtud y belleza, nada más; si pensaste que yo pudiera casarme con una inglesa, te equivocaste: yo busco en España mi felicidad de amor.” “Dios ha dado las almas rubias a mi patria para consolarnos de la falta de sol.” “Yo soy un alma rubia y no quiero casarme con otra alma rubia, pues un acorde musical no se hace con la misma nota, no se pinta un cuadro con un solo color; a una alma rubia hace falta un alma morena; esa alma morena eres tú, y, si me correspondes, haremos acorde amoroso y cuadro de poesía.” Su padre y los míos veían con agrado aquellos amores, sobre todo míster Brighton, el padre de Miguel, que me quería y trataba como a una hija, y se empeñó en casarnos en cuanto yo cumplí dieciséis años, pues decía que el casarse no es cosa de viejos, sino de jóvenes. Llegó el día de mi felicidad y de mi desgracia: hace cuatro meses nos casamos por la mañana, sin boato alguno, en el mismo viaje en que habíamos de emprender nuestro viaje de novios. Desde la iglesia nos acompañaron a la estación; subimos al tren y partimos en dirección a Madrid. Poco duró nuestro viaje: en el trayecto de Pizarras a Alora sufrimos un choque terrible con otro tren; no puedo precisar los detalles de la catástrofe; no los recuerdo porque perdí el conocimiento; al recobrarlo, me encontré rodeada de gente desconocida en la estación de Pizarras. Pregunté por Miguel; me contestaron que estaba herido y había sido llevado a Málaga, pero me engañaban: mi pobre Miguel había muerto del choque. Considere usted mi angustia, mi dolor inmenso. Míster Brighton vino a buscarme y, desde entonces, vivo con él y una señora de compañía que puso a mi disposición: suplicó a mis padres que viviese yo en su casa, pues esto le consolaría de la pérdida de su hijo. Cuatro meses he permanecido sin salir de casa, creyendo morir de pena. Hoy he salido por primera vez, para ir a plantar unas flores en la tumba de mi pobre Miguel, y a rezarle; y, al levantar mis ojos pidiendo a la Virgen consuelo a mi dolor, como si el cielo me hubiese escuchado y atendido, te apareciste tú, y el corazón quiso salírseme del pecho, pareciéndome ver a mi esposo redivivo. Te seguimos a distancia mi señora de compañía y yo. Te sentaste en la Alameda a ver las máscaras.

-Exacto.

-Mi señora de compañía quedó vigilándote mientras yo corría a casa a escribirte la carta que dicha señora te llevó siguiéndote hasta la fonda. No pienses mal de mí; no me guió otro deseo que el de hablar un rato contigo y hacerme la ilusión de que estoy al lado de mi adorado Miguel; ya ves que niñería.



Me pareció que lloraba o, por lo menos, sabía fingirlo muy bien.

-¿Y dónde ha leído usted ese cuento? -pregunté.

-En ninguna parte.

-Pues, te felicito por tu inventiva.

-No es invento: es un pedazo de mi vida. ¿No me crees?

-Ni jota.

-¿No estuviste en el cementerio de los ingleses esta tarde?

-Sí, estuve.

-Allí estaba yo y te vi.

-O, por lo menos, me viste entrar o salir, o te lo han contado y aprovechas para tomarme el pelo.

-¿No has observado, no observas cómo te miran todos desde que apareciste en este salón?

-Sí; lo he observado, y te confieso que me preocupa y me tiene con cierta escama.

-Así que entraste, todos dijeron: “Brighton, es el propio Miguel Brighton.”

-Caramba, caramba; me lo vas a hacer creer.

-Para desvanecer tu desconfianza, haz una cosa: me acompañas al tocador y, mientras estoy allí, preguntas a cualquiera persona del salón porqué te miran tanto; verás como te dicen que por tu gran parecido con Miguel Brighton, pero no digas a nadie quién soy; ¡qué se diría de mí: venir al baile a los cuatro meses de viuda! Confío en tu caballerosidad.

Acompañé a mi máscara al tocador. Volví al salón. No necesité preguntar: Andoaga vino a mi encuentro.

-¡Chico, qué suerte tienes! Esta noche has dado el golpe; no se habla más que de ti en el baile: eres, según dicen, el fiel retrato de un tal Miguel Brighton, hijo de un inglés fabricante de alcoholes, que murió en un choque de trenes la misma mañana de su boda, al emprender el viaje de novios. Y es más: la máscara con quién acabo de bailar, sospecha que esa con quién estabas sentado y hablando era la viudita en cuestión.

-Oye, Andoaga: todo esto, ¿no es un plan para burlaros de mí?

-No, Béjar; tu amistad te da derecho a gastarte una broma de buena ley, pero no a que en ella tomen parte cuantas personas hay en este salón.

-Y  tú, ¿conoces a esa viudita?

-No, pero dicen que es una mujer preciosa, que estuvo a punto de volverse loca al verse soltera, casada y viuda en menos de dos horas.

-¿Y su nombre?

-Aurora. ¿Es la que estaba contigo, verdad?

-Sí; pero, por Dios, no lo digas a nadie.

-Eres el tío de la suerte.

Volví al tocador en busca de mi máscara.

-No me había usted engañado, Aurora.

-Ya le han dicho mi nombre…

-Sí; y perdone si puse en duda cuanto me dijo.

Nos sentamos otra vez, y tuve la abnegación de dejarme contemplar toda la noche por aquellos hermosos ojos, y dar conversación a mi pareja, ya que con esto hacía una obra de caridad; consolar al triste; y hasta hubiera rezado por el difunto si a ello me hubiese invitado Aurora, por la que yo sentía una compasión grandísima.

Terminada la fiesta, nos despedimos y me dijo:

-Adiós; que tenga usted feliz viaje. Probablemente, ya no nos volveremos a ver…

-Y aunque nos viésemos; yo no podré reconocerla; la he visto un instante no más, y sólo pude apreciar que es usted muy hermosa; ha sido una crueldad lo que ha hecho usted conmigo; déjeme ver su cara otro momento…

Accedió a mi petición y me estrechó la mano efusivamente, mientras me decía:

-Voy a pedirle el último favor: no me siga usted hasta mi casa; se lo suplico.

-Pierda usted cuidado: no la seguiré.

La viudita reunióse con sus compañeras y despareció.



-¿En qué habéis quedado? -me preguntó Andoaga.

-En nada absolutamente.

Y le confié ce por be cuanto hablé con Aurorita.

-¿Y te ha prohibido que la siguieras?

-Sí.

-¿Y tú la has obedecido?

-Naturalmente.

-Eres un inocente, un mentacato. Eso es lo que ella deseaba: que la siguieras y averiguases su domicilio; por si tú no te acordabas de hacerlo, ella te lo ha recordado. Yo conozco muy bien a las mujeres porque he leído a Balzac, a Voltaire y a Juan Jacobo Rousseau. Esa mujer se ha enamorado de ti perdidamente…

-Sí; pero es muy triste verse amado por retruque, en la persona de otro, con la mirada puesta en mí y el pensamiento en el difunto.

-¿Qué te importa? El hecho es que tu tipo es el soñado por ella y que te ama. Corre, a ver si la encontramos.

-No; le prometí no seguirla, y yo soy esclavo de lo que prometo.

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[1] Málaga representa un caso singular en el panorama de la primera industrialización en Andalucía y en España. Después de un rápido ascenso desde mediados de la década de 1830, en la de 1850 figura como la segunda ciudad industrial española, a continuación de Barcelona, y la primera andaluza, con notable ventaja sobre las demás capitales de la región. Una posición que se basó en el temprano desarrollo de sectores de vanguardia de la moderna industrialización bajo esquemas fabriles (siderometalurgia, textil algodonero y química), junto con el progreso de otros subsectores más tradicionales como, sobre todo, los relacionados con productos agrarios (vinos, azúcar…). Esta expansión industrial malagueña de carácter innovador, vinculada a una élite con capitales de origen mercantil en la que resaltan los apellidos Heredia, Larios y Loring, alcanzaría sus cotas más altas a comienzos de la década de 1860, para declinar luego y experimentar un profundo reajuste desde comienzos del siglo XX.