XVII. UN HOMBRE PELIGROSO
XVII. UN HOMBRE PELIGROSO
Para qué voy a contar mi primera
visita a Aurora y a su madrina? Demasiado se la imaginarán ustedes.
Desde entonces nos vimos todos los
días y trazamos planes para nuestra próxima y futura felicidad.
En uno de estos coloquios Aurora me
confió una cosa que me llenó de alegría:
— Con el
tiempo transcurrido desde que te conocí, y con tu última enfermedad, has
cambiado de un modo notable: eres otro por completo.
— De modo que ya no me parezco a
Miguel Brigthon — contesté con cierto temor.
— No te
pareces nada absolutamente, pero eso no importa para que yo te ame.
Por las noches solíamos concurrir a la
tertulia de don José y alternábamos en la conversación general, quiere decir
que no imitamos la conducta de esos novios apestosos, ridículos y hasta faltos
de educación.
Con la intervención de doña Sixta y de
su hermana tratamos los detalles de la boda para cuando brotasen las primeras
flores del almendro.
En una de estas veladas me presentaron
a un don Gonzalo Fernández, señor de cincuenta y tantos años, de barbita
canosa, muy peripuesto y atildado; y, como su voz melosa y su manera de hablar
no me parecieran desconocidas, pregunté a doña Sixta:
— ¿Quién es ese caballero?
— Un
empleado en Gobernación, según nos ha dicho, que hace poco ha venido a vivir arriba,
en el tercero derecha. Nos pasó tarjeta;
subió don José a visitarle; nos devolvió la visita, y hoy baja a la tertulia
por primera vez. Parece un señor muy fino y muy amable.
Dicho señor acudía a la tertulia todas
las noches y mostrábase extremadamente fino y atento sobre todo con Aurora, y
de ello no había yo de tomar celos pues se trataba de un viejo retocado; pero
empezó a molestarme el que alabara en demasía el proyectado casamiento de
Aurora, sin referirse a mí, y el que repitiese a mi prometida estas o parecidas
frases, con harta frecuencia:
— Permítame
felicitarla: antiguamente se consideraba ilegítimo el unirse más de una vez con
lazos de matrimonio; después, estuvo mal mirado, si bien fué consentido;
afortunadamente, las costumbres se modifican, la Humanidad evoluciona, y hoy
los hombres modernos encontramos plausibles las segundas y aun terceras
nupcias, pues la viudez y la soledad todo es uno. Esto mismo le estoy yo
predicando a mi íntimo y muy querido amigo mío el Marqués de Francalete, viudo
en la flor de su vida, figura arrogante y distinguida, muy estimado por la alta
sociedad, ilustrado, agradabilísimo... en fin, un hombre de esos que nos hacen
agradable la vida a los que tenemos la suerte de intimar con ellos.
Todas las noches encontraba don
Gonzalo pretexto para ponderarnos las bellas cualidades físicas y morales del
Marqués, la rancia nobleza de su ilustre abolengo o su destreza en todo género
de deportes.
En una de las veladas se habló de
flores, circunstancia que aprovechó don Gonzalo para preguntar a Aurora:
— ¿A usted
le agradan las flores?
— Ya lo
creo; muchísimo; todos los días me las traen a casa.
— Sin embargo,
no es lo mismo un ramo de flores cortadas, separadas de la planta que las dió
vida, a verlas en magníficos jardines como los que posee, por ejemplo, mi
querido amigo el Marqués de Francalete en su finca de Valdemoro. ¿No conoce usted
esos jardines?
— No,
señor — contestó Aurora.
— Pues son
dignos de ser visitados, no por su gran extensión, sino por la exquisitez de
las flores que contienen; de modo que si un día usted y su respetable señora de
compañía tienen gusto en ver tan selectos jardines, yo me consideraré muy
honrado acompañándolas; se va y se vuelve en el mismo día ... un viaje de
recreo...
Ya me pareció demasiado sobar con el
Marqués; diríase que la misión de don Gonzalo en aquella tertulia era la de
pintarnos a su noble amigo como un dechado de perfecciones para que Aurora
supiese que existía una proporción mejor que la mía para casarse. Esto llegó a
mortificarme; empecé a reflexionar acerca de cuáles pudieran ser los propósitos
de don Gonzalo y acabé por deducir quién era este señor: don Matías Zarandona,
el agente matrimonial que casó a Ondítegui; don Félix Alemani, que quiso
casarme a mí. Él era, sí; indudablemente venía a desbaratar mi concertado matrimonio
para casar a Aurora con el Marqués. Yo estaba bien seguro del amor de Aurora, y
decidí hacerme el desentendido y aun reirme de los inútiles trabajos de don
Gonzalo; mas, al oir yo que éste obtenía permiso de don José para presentar al
Marqués en la tertulia, no pude contenerme; me levanté y le dije delante de
todos:
— Caballero: le he reconocido a pesar
de su barba; si usted ahora se llama Gonzalo Fernández, antes se llamó Matías
Zarandona y, después, Félix Alemani; usted es agente matrimonial: me consta; y
le aconsejo que eche sus redes en otro sitio, porque aquí pierde usted el
tiempo y se expone a llevarse su merecido.
Espectación y asombro en todos menos
en don Gonzalo que no se inmutó; me escuchó sonriente y díjome con gran aplomo
y finura:
— No es
usted el primero que me confunde con mi hermano Antonio. Ese es el agente
matrimonial[1] a
que usted se refiere y cuya delicada y honrosa misión le obliga a cambiar de nombre
con alguna frecuencia. Así, pues, yo doy, como dará usted, por no dichas las
frases que me acaba de dirigir.
— Desde luego las retiro; usted dispense.
— De nada.
Seguramente, la actitud de usted está justificada por algún disgusto habido con
mi hermano Antonio.
— Sí, señor: en cierta ocasión se fijó
en mí para hacerme víctima de la Agencia.
— Perdone
si, en vez de víctima, yo digo protegido de la Agencia.
— ¿Protegido?
— ¡Ah! sí,
señor; no es porque se trate de mi hermano, pero yo opino que las gestiones de
la Agencia son altamente plausibles, de agradecer y dignas de todo encomio, y
conmigo coincidirá toda persona de miras elevadas y altruistas. Por desgracia,
en España todavía se habla con mofa de las Agencias matrimoniales, cuando en el
extranjero son miradas con el mayor respeto y hasta se las considera beneméritas
de la patria.
— ¡Canastos!
— exclamó el general Escande—. ¿Beneméritas,
las Agencias de changas?[2]
— Perdone,
mi general: no son changas, como usted dice humorísticamente, lo que hace la
Agencia; es facilitar el conocimiento mutuo de personas de ambos sexos entre
las cuales presienten afinidad o conveniencia. Vean ustedes uno de los muchos
casos que podría citarles: Presentóse en la Agencia una señorita — muy linda,
por cierto — pero bastante sorda. ¿Quién iba a casarse con aquella desdichada?
Pues bien; mi hermano encontró para ella un esposo ideal; lo que a ella
correspondía.
— ¿Un
sordo?
— Ca; no,
señor: un joven con carrera, bien parecido, pero cegato, muy cegato; es decir, el
complemento de una sorda.
— ¿El
complemento?
— Sí ,
señor; la sorda y el cegato se casaron, y es una delicia contemplarlos en el
teatro: ella explica a su esposo lo que ve, y él cuenta a su esposa lo que oye.
Y, no pudiendo vivir el uno sin el otro, van siempre juntos como dos tórtolos.
Digan ustedes ahora si la Agencia de mi hermano no es merecedora de ser
subvencionada por el Estado, y sus agentes dignos de todo respeto y
consideración social.
A los pocos días me encontré a
Ondítegui, que había venido destinado a Madrid, y le pregunté:
— ¿Has vuelto a ver a don Matías
Zarandona, aquel amigo tuyo a quien conociste en Santander?
— Hombre, sí; por cierto que me costó
algo el reconocerle, porque se ha dejado la barba; sigue tan fino y cariñoso
conmigo...
Don Gonzalo Fernández era el Zarandona
y el Alemani; y como su concurrencia a la tertulia de don José no tenía otro
objeto que el de pescar a Aurora y la fortuna de ésta para el entrampado
Marqués de Francalete, fui a casa del agente matrimonial con ánimo de decirle cuatro
frescas y hasta de cruzarle la cara a fin de que no volviera por la tertulia;
pero ya se había mudado de casa sin que la portera pudiera decirme dónde. No
volví a saber de él.
Para nuestro viaje de boda propuse a
Aurora irnos a Suiza. Parecióle muy bien y añadió:
— ¿Sabes
lo que debíamos hacer? Llevarnos una maquinita fotográfica y sacar instantáneas
de aquellos paisajes tan poéticos. Traeríamos una colección con la cual
recordaríamos nuestro viaje de novios.
— La idea es admirable, como tuya,
pero es el caso que yo no entiendo de eso; no he tocado una máquina fotográfica
en mi vida.
— Yo
tampoco, pero eso no importa; compramos nuestra maquinita y cien o doscientas placas;
allí las impresionamos y luego, a la vuelta, las damos a un fotógrafo para que
las revele y saque las positivas. Nosotros no tendremos más que ponernos
delante de lo que pretendamos impresionar, oprimir el botoncito de la máquina,
y ya está.
— Dices bien.
[1] En el
capítulo II de la segunda parte de esta novela, cuando el Teniente Claudio
Béjar estaba de paso por Madrid para embarcar en Málaga para incorporarse en su
nuevo destino en las Palmas de Gran Canaria, este agente matrimonial estuvo a
punto de cazar a Claudio con Isidorita.