XII. EN EL REGIMIENTO DE SOBREDA
De nada me sirvieron las amistades de
mi tío[1].
Los mejores destinos ya habían sido adjudicados. Me fue ofrecido ir a un
regimiento de guarnición en Sobreda[2],
destino que le pareció bien a don Exuperio por estar aquel regimiento mandado
por su íntimo amigo el coronel don Sebastián Botifueros.
No puse muy buen gesto, porque Sobreda es una
población muy mediana y alejada de Madrid; pero los jefes y oficiales de la
sección me salieron al paso, asegurándome que yo debía considerarme muy
satisfecho y afortunado con ir a Sobreda, porque si bien era una población
tristona y sin vida, en cambio tenía muy buenos alrededores; que me
envidiaban el destino, y yo procedería muy cuerdamente aceptándolo en el acto,
pues había muchos golosos que lo ambicionaban; lo habían pedido interponiendo
grandes influencias, y estaba expuesto a quedarme sin aquella breva.
Me mostré agradecido a tanta bondad y
acepté el destino, hacia el que partí a los pocos días.
Mi tío me entregó una tarjeta para su
amigo el coronel y otra para el obispo de Sobreda. Mientras me abrazaba en su
despedida, me dijo:
-Nada te
aconsejo, querido Claudio: si fuiste travieso, hoy eres un chico formal, y sé
que en toda ocasión te portarás como cristiano y como caballero.
Llegué a Sobreda; fui a presentarme al coronel y el entregué la tarjeta de don Exuperio.
-Mi tío me ha encargado que le salude
en su nombre y entregue a usía[3]
esta tarjeta.
-¡Hombre!, ¡de don Exuperio Béjar!
¿Tío de usted?
-Sí, señor.
-Puede usted dejar el tratamiento.
Pero, oiga, oiga: su tío de usted no tiene que besarme el anillo; esta tarjeta
no es para mí.
-Usted perdone -contesté
azorado-;
es para el señor obispo. He confundido las tarjetas…
Y entregué la que al coronel iba
dirigida. Este me estrechó la mano efusivamente; me ponderó cuánto apreciaba a
don Exuperio, y me ofreció un cigarrillo, que fumé mientras explicaba lo mucho
que el bueno de mi tío había hecho por mí.
-Le advierto -me dijo el
coronel- que
en este cuartel tenemos pabellones para los jefes y para los oficiales que
estén casados.
Y añadió riendo:
-De modo que, si usted está casado,
ya lo sabe.
-No señor -contesté
familiarmente, ya que la broma del coronel me daba cierta confianza-; eso de casarme
de alférez no lo hace más que un majadero.
-Oiga usted -replicó el
coronel, poniéndose grave-, yo me casé de alférez y no me tengo por un majadero.
-Perdone, mi coronel; yo ignoraba…
pero, no hay regla sin excepción…; después de todo… si bien se mira… hizo usted
perfectamente, porque… preferible es casarse de alférez a cometer la majadería
de casarse de coronel y hecho un carcamal.
-Señor oficial: si le han contado a
usted que hace una semana me he casado en segundas nupcias, no tolero que lo
califique de majadería.
-Le aseguro, mi coronel, que yo no
sabía.. que nadie me ha contado… yo le ruego… que me dispense…
-¡Bien, bien!, lo creo; pero ya que
usted es sobrino de don Exuperio, le recomiendo que esto le sirva de
escarmiento, y le aconsejo que en lo sucesivo se abstenga de emitir opiniones
delante de personas cuyos antecedentes y circunstancias desconozca; porque es
imprudente hablar de gibosos, en una concurrencia, sin tener la seguridad de
que no hay giboso alguno en ella ni en las familias de los presentes.
Me despidió muy amable, al parecer:
-Vaya con Dios, y además de jefe
considéreme como buen amigo y compañero.[4]
Del despacho del coronel salí
hondamente preocupado. Referí el caso a mis compañeros en el cuarto de banderas
y rieron de lo lindo.
-Has metido la pata.
-Las cuatro.
-Hace una semana, con motivo de su
boda, recibió el coronel una cencerrada mayúscula, y se malicia que nosotros
tomamos parte.
-Seguramente ha creído que lo dicho
por ti ha sido a sabiendas.
-No fue a sabiendas, se lo juro a
ustedes.
-Con mal pie
entra usted en el regimiento, pollo[5] -me dijo el comandante que
estaba de jefe de cuartel.
Al día siguiente hice mi primer
servicio de semana. Los compañeros me informaron del modo de hacerla, pues, si
bien me lo enseñaron en la Academia, hay pequeños detalles que varían de un
regimiento a otro:
-Ten
especial cuidado -me dijeron- de que en la
revista presenten todos los soldados los dos pares de calcetines
reglamentarios, pues procuran evitarlo, sobre todo cuando está de oficial de
semana algún oficial nuevo, como tú.
-¿Cuántos pares de calcetines son los
reglamentarios? – pregunté.
-Cuatro:
un par puesto, otro en la lavandera y dos en revista.
Subí al dormitorio de mi compañía vi
que entre las prendas puestas en revista no había calcetines.
-¿Y los calcetines? -pregunté
al sargento.
-No tienen calcetines, mi alférez.
-¡Cómo que no tienen calcetines1 ¡A
mí qué me va usted a contar!
En ese momento se presentó el capitán
en el dormitorio y le di parte:
-Novedades: entre las prendas puestas
en revista faltan los calcetines.
-¿Los
calcetines?
-Sí, señor.
-¿Quién le
ha dicho a usted que los calcetines son prenda de reglamento?
-Mis compañeros.
-Se han
guaseado[6] de usted. ¿Y usted se lo ha
creído?
-Sí, señor, me lo he creído; ¿por qué
no?
-Pero, ¿en
qué cabeza cabe que los calcetines sean prenda reglamentaria?
-En la mía, mi capitán: yo no concibo
que los soldados lleven guantes y no lleven calcetines; y entiendo que los
calcetines debían ser prenda reglamentaria con preferencia a los guantes; y
encuentro una anomalía que una persona con guantes blancos no lleve calcetines.
-No siga
usted por ese camino, porque eso es murmurar de lo dispuesto por la
superioridad y no puedo consentirlo.[7]
Mis compañeros se rieron de mí. Me
habían dado la novatada. Paciencia. Yo seguí opinando que los calcetines son
preferibles a los guantes.
Mis compañeros se rieron de mí. Me
habían dado la novatada. Paciencia. Yo seguí opinando que los calcetines son
preferibles a los guantes.
Para dentro de tres semanas después de
mi incorporación se preparaban grandes fiestas para celebrar el centenario de
la creación del Regimiento. Uno de los festejos había de ser la lidia y muerte
de dos becerretes por los oficiales. Como se habían más aspirantes a matadores
que reses figuraban en el programa, se procedió a la votación de los que
formarían las cuadrillas, así como de las señoritas presidentas, por ser
también muchas las indicadas y distintas las opiniones.
En la casa de huéspedes donde nos
alojábamos cuatro oficiales, estábamos de sobremesa cuando trajeron recado de
que fuésemos al cuartel para proceder a la elección de cuadrillas y
presidentas.
Mis tres camaradas de hospedaje
escribieron sus papeletas, y yo la mía, con los nombres de las presidentas y
diestros que ellos preferían.
Llegamos al cuarto de banderas, donde
reinaba alegría y buen humor.
Invitamos al coronel para que se
encargara de recibir los votos y de hacer el escrutinio, y tuvo la complacencia
de aceptar la comisión en medio de nuestros aplausos.
El coronel fue recibiendo las
papeletas dobladas. Yo tiré de cartera y entregué la mía. Reunidos todos se
empezó el escrutinio, y el capitán secretario fue tomando nota.
El coronel detúvose en una papeleta
que no leyó en alta voz como había hecho con las anteriores. Su semblante,
hasta entonces risueño, adquirió un gesto dramático. Guardose la papeleta, se
levantó y dijo al teniente coronel:
-Continúe usted.
Y tomó la puerta.
Todos nos miramos mutuamente como
conviniendo en que algo extraordinario le ocurría a nuestro primer jefe.
A poco rato entró un ordenanza[8]
y dijo al teniente coronel:
-De parte del señor coronel que suba usted.
El comandante continuó el escrutinio:
-Algo ocurre -comentamos.
-El coronel se ha llevado una de
las papeletas…
-Milagro será -dijo
el comandante- que en esa papeleta no se hayan
permitido ustedes alguna broma de dudoso gusto.
-No, señor -protestamos todos.
Volvió el ordenanza y me dijo:
-De parte del señor teniente coronel que pase
usted a su despacho.
Allá me fui. Pedí permiso. Entré. El
teniente coronel cerró la puerta con llave. Quedose mirándome fijamente,
atravesándome con su mirada:
-¿Usted sabe lo que ha hecho, señor
oficial?
-Mi teniente coronel, no comprendo…
-Vea usted la papeleta que ha
entregado al coronel.
Era la carta de Mari[9];
la carta que por pueril vanidad conservé dobladita en mi cartera:
-Aquí dice -continuó el jefe-:
“Estimado amigo Claudio”, y entre la
oficialidad no hay más Claudio que usted.
-Es verdad, yo he sido quién ha
entregado esa carta por una equivocación que lamento; la papeleta es ésta que
traje en la cartera, y confundí la papeleta con la carta.
-¡Buena la ha hecho usted!
-Yo creo que eso no tiene nada de
particular.
-Es que no sabe usted lo más
importante: la “Mari” que firma esta carta es la actual esposa del coronel.[10]
-¿La esposa del coronel?
-Sí, señor; calcule el horrendo
disgusto de esa pobre señora después de haberle mostrado esta carta[11]
su esposo. Ha sembrado usted la discordia en un matrimonio feliz. Y como ya en
la presentación se permitió usted censurar el casamiento del coronel, éste
sospecha que aquello y esto fue intencionado.
Tembloroso, creo que hasta con
calentura, referí al teniente coronel la historia de mis amores platónicos con
la francesita. Le juré, bajo mi palabra de honor y de caballero, y hasta por mi
fe de cristiano, que todo fue debido a la fatalidad, a mi torpeza, y estaba
dispuesto a dar al coronel cuantas explicaciones y satisfacciones fuesen
necesarias y me exigiese.
-Le creo a usted -me dijo el
teniente coronel-. Cuando usted me acaba de manifestar se lo trasladaré al
coronel, y espero que estas explicaciones le satisfagan; pero, comprenda que,
después de esto, la situación de usted en este regimiento ha de ser muy
violenta, y lo mismo la del coronel. Yo, en el caso de usted…, piénselo.
-Sé lo que debo hacer, mi teniente
coronel.
Corrí a mi casa [de huéspedes] y
escribí a mi tío contándoselo todo y rogándole que escribiera a sus amigos del
Ministerio para que, inmediatamente, me destinasen[12]
a cualquier parte, al fin del mundo.
El tiempo transcurrido hasta verme
destinado se me hizo eterno. Los compañeros me abrasaban con sus bromas, y mi
tormento era mayor, pues de ellas no salían bien parados el primer jefe y su
esposa.
Fui destinado al otro extremo de la
península.
En mi despedida del teniente coronel, éste me dijo que el coronel me dispensaba de la presentación de despedida. ¡Cuánto se lo agradecí!
---
[1] En el
capítulo X. CADETE. ALFÉREZ, el alférez de Infantería “sietemesino”, recién
egresado de la Academia de Infantería en Toledo, se desplazó en FFCC a Madrid
con su tío, el canónigo don Exuperio: “Mi tío contaba con valiosas
influencias: en Toledo había hecho amistad con jefes que ascendieron a
generales y con otros muchos personajes cuando vinieron a visitar la Imperial
ciudad, pues casi todos trajeron recomendación para que el ilustrado
bibliotecario de la Catedral le sirviera de Cicerone. Quiso aprovechar estas
influencias para procurarme un buen destino, y no fiándose de cartas, tomamos
el tren y nos trasladamos a Madrid.”
[2] SOBREDA es
una parroquia y una aldea española del municipio de Saviñao, en la provincia
de Lugo, Galicia. Nunca tuvo guarnición. Posiblemente, el autor de esta novela
quiere darnos a entender que Claudio fue destinado a un lugar triste, simple y
lejano.
[3] Usía
y vuecencia prácticamente sólo se usan en el ámbito militar español; el
pronombre usía (vuestra señoría) se emplea para el empleo de
Coronel y vuecencia (vuestra excelencia) para el de General.
Además, el pronombre usía también se emplea a veces con altos cargos
como jueces.
[4] Siendo
ésta la presentación en 1873 de un alférez recién egresado, y considerando cómo
le recibe el jefe de su Regimiento, invito al lector a recrearse con ‘LA
PRESENTACIÓN DEL CORONEL’, por Melitón
González, en la Revista semanal BLANCO
Y NEGRO, MADRID, 10-02-1894 página 16
[5] POLLO: 7 m. coloq. p. us. Hombre joven. U. t.
en sent. despect. Sin.: chico, muchacho, joven, mozo, señorito, chaval.
[6] GUASEARSE: prnl. Usar de guasas
o chanzas. Sin.: bromear, burlarse, mofarse, reírse, pitorrearse, cachondearse.
[7] En esta
novela a menudo me viene a la memoria lo siguiente: “Algunos militares son
sospechosos de sentido común; y el sentido común siempre ha parecido debilidad
en todos los ejércitos del mundo. Por eso los militares cometen,
brillantemente, tantas tonterías.” JEAN LARTÉGUY (1920
– 2011).
[8]
ORDENANZA: El soldado que se nombra diariamente para que lleve las órdenes y
comunicaciones oficiales del jefe del cuerpo al cuartel y á las autoridades de
la plaza.
[9] Claudio,
al egresar en Toledo de la Academia de Infantería, recibió una carta de Mari
“La Francesita”, un año mayor que él, según se cuenta en el capítulo X. CADETE.
ALFÉREZ.
[10] MARI,
LA FRANCESITA. Hija de un horticultor amigo del padre de Claudio Béjar y un año
mayor que éste, vivía en las afueras de la ciudad frente a la tahona del padre
del cojuelo Luis ‘Lino’ Mollat. Un Claudio adolescente la quería al tiempo que
a Eulalia, sin decidirse por ninguna, en cuando la República, en el capítulo
VI. LA BATALLA DEL PETARDO; y así se lo dijo a ambas cuando huérfano se marchó
a Toledo acogido por su tío el canónigo Exuperio Béjar, y posteriormente por carta cuando egresó como Alférez de la
Academia de Infantería. Al poco casó Mari con el Coronel del regimiento de
Sobreña, primer destino de Claudio, y causa de un triste malentendido que
motivó el destino de Claudio a Pandolfa.
[11] El
texto de la carta de Mari dirigida a Claudio que llegó a manos del coronel, es:
“Estimado amigo Claudio: acabo de ser solicitada para casarme. He pedido una
semana para pensar mi respuesta definitiva. Antes de darla, te ruego que con
toda franqueza me digas tu opinión acerca de lo que debo contestar. Hará lo que
tú me digas. De tu caballerosidad espero que guardes el secreto de esta carta.
Tu afma. amiga que tanto te quiere,-Mari.”
[12] El
alférez Claudio Béjar podía ser destinado a unidades en LA PENÍNSULA (e islas
adyacentes), o en las provincias de ULTRAMAR (Cuba, Puerto-Rico, y Filipinas).
