XIV. UNA REVISTA MINUCIOSA
Tan pronto como el nuevo y recién
llegado general gobernador [militar] se posesionó del mando, anunció a los
coroneles una visita a los respectivos cuarteles; una especie de revista de
inspección con el objeto de estudiar minuciosa y detenidamente los alojamientos
de la tropa y proponer a la Superioridad aquellas reformas que él considerase
más necesarias.
Según es práctica, tuvo la atención de
anunciar su visita para dentro de unos días, y así los jefes de los Cuerpos
tendrían tiempo de disponerlo todo en el mejor estado de presentación posible.
Mi cuartel se revolvió de arriba
abajo. Se encalaron las paredes y se les pintó un zócalo, piel de tigre, con
ocre y almagre terminado en una franja azul. Se repelló, se pintaron puertas y
ventanas, se frotó, se fregó, se baldeó, se sacudió, se limpió, y a fuerza de
andar de cabeza jefes, oficiales, clases y tropa durante dos semanas, dejamos
retocado, perfilado bruñido y con apariencia de bueno, un vetusto edificio que
había sido convento.
Nota:
durante mis años de militar observé que todo cuartel con nombre de santo es
viejo y malo.[1]
Mientras en los preparativos
mencionados se invertía buena parte de los fondos del regimiento, yo
consideraba improcedente el disfrazar y ocultar las deficiencias de un cuartel
cuando ha de ser visitado por una alta personalidad; y entendía que más
práctico y ventajoso fuera dejar al descubierto deficiencias y defectos que,
siendo vistos por la personalidad visitante, había más probabilidades de que se
nos proporcionaran mejores alojamientos. Pero detuve todo comentario, pues en
el regimiento ya empezaban a tenerme como murmurador[2]
y hasta poco militar, por haber sostenido que la tropa debía ir a misa sin
armas, donde para nada las necesitaba.
También indiqué la conveniencia de
sustituir el ros[3] por
otro cubrecabezas más práctico y menos incómodo. A ello me contestaron:
-Esa prenda
debe respetarse, porque estuvo en la victoriosa campaña de África[4].
-Por esa regla -contesté a un superior- debiéramos
seguir vistiendo la trusa[5],
porque estuvo en la victoriosa batalla de San Quintín.[6]
Otras consideraciones hice; de todas
se me burlaron; mas pasados algunos años las modificaciones indicadas por mí
las vi realizadas.
Hubo un detalle que no pudo remediarse
para la revista de inspección: los cristales rotos; faltaban muchos; el coste
de reposición era elevado pero se tuvo la buena idea de tener todas las
ventanas abiertas de par en par durante la visita del general -ya que la
estación lo permitía-, y con esta artimaña pasaría desapercibida la falta.
Llegó el día de la revista. Yo estaba
de guardia. Este servicio me fue reservado por la Fatalidad siempre que ocurría
algo extraordinario.
Antes de presentarse el general a
pasarnos revista, mis compañeros se la pasaron a él. Les oí decir que se
apellidaba Longarilles y era de la promoción de los graciosos. Éste era
el calificativo que se daba a los alféreces de gracia, niños que por
obra y gracia de una soberana gracia, estando todavía en las faldas de su mamá,
ceñían la espada de oficial sin haber pasado por colegio militar alguno y sin
más estudio que El amigo de los niños.
Esta noticia me produjo un gran
consuelo, pues yo era de la promoción de los siete meses[7],
y habiendo llegado a generales muchos oficiales de la promoción de los graciosos
o promoción de los cero meses, yo podría llegar a general con más sólida
base.
Todos los allí presentes convinimos en
la gran ventaja que reportaría el adoptar la gracia como único
procedimiento para ascender a oficial, pues de este modo podría evitarse el
gasto y la molestia de las academias militares.
Llegó el general Longarilles; joven,
fino, atildado. Formé la guardia. Me ordenó romper filas y entró en el cuarto
de banderas, que estaba inmediato a la puerta de la calle.
Teníamos en el cuartel un precioso
setter al que llamábamos Mahomet, y era el cuarto de banderas su lugar
de preferencia. Así que entró el general, acercósele el perro meneando la cola,
se puso de pie y le colocó las manos sobre la levita.
-¡Quita de ahí! -gritó el
coronel al perro, dándole con el bastón-. ¡Ordenanza! Llévese al perro.
-No; déjele estar -contestó el
general mientras acariciaba al setter-. Si a mí me encantan los perros. Es un setter,
¿verdad?
-Sí, señor; un setter.
-Qué hermoso es, y qué cariñoso.
-Mucho; cuando fuimos de maniobras el
año pasado, pernoctamos en Castrovera, y al amanecer del día siguiente, al
salir del pueblo, nos siguió este perro y no hubo manera de hacerle volver por
más pedradas que le tiramos; se agazapó en la cuneta del camino como diciendo: “Mátenme,
pero yo no vuelvo al pueblo; yo quiero ir con ustedes.” Y lo notable es que a la
salida de cualquier pueblo siempre vamos perseguidos de tres o cuatro perros.
-Sí, señor -continuó el general-; lo tengo observado, verdaderamente es un fenómeno de
psicología perruna que no he sabido explicarme ese afecto, ese cariño que los
perros toman a la tropa, y no puede achacarse al rancho de los soldados que
hayan podido darle en los pueblos, porque ya ve usted, este setter es de buena
casa, donde comería manjares exquisitos. Así es que yo, reflexionando sobre el
particular, he llegado a sospechar que el perro, si deja a su amo por seguir
tras de la tropa, es porque su instinto le dice:
“Esos del pantalón encarnado no viven la vida en los estrechos límites
de un villorrio como éste, sino una vida más amplia, en un ambiente de más
vastos, de más extensos horizontes.” Y el perro, que es de naturaleza aventurera, se
siente atraído por esa vida desconocida para él, y echa detrás de la tropa.
Esta es la cuestión. That is the question.
-Piensa usted muy acertadamente, mi
general; no había dado yo en ello.
El general tiró de petaca, ofreció
pitillos a los presentes y continuó:
-Yo quiero
mucho a los perros porque hay que fijarse en el instinto de estos animales,
mejor dicho, en su inteligencia y en los grandes servicios que pueden prestar a
la Humanidad en general y al Ejército en particular. En Inglaterra tienen
ustedes una Academia de perros para el Ejército.
-No sabía…
-Pues, sí,
señor; allí se hace una selección de razas y una clasificación de aptitudes.
Hay raza apropiada para la conducción de cartuchos a las avanzadas; otras, para
llevar partes; otras, para buscar heridos después de una batalla; en fin, una
cosa notable; y para acostumbrarles mejor, toda esa instrucción se les da en un
campo de tiro entre los estampidos de los cañones. Yo tuve ocasión de visitar
esa Academia, y quedé maravillado ante la prodigiosa inteligencia de aquellos
perros.
-Este nuestro conoce los toques de
trompeta tan bien como los pueda conocer el soldado más veterano. No ha visto
usted perro más inteligente.
-Mire
usted, coronel; tocante a inteligencia de perros, he visto lo más asombroso que
se puede ver: estuve yo en Francia cuando la última Exposición universal[8], y un tal mesié
Louis Lesfleures, señor inmensamente rico, muy amigo mío, me convidó a almorzar
un soberbio château de su propiedad, situado a unas dos leguas de París.
Llegué con alguna anticipación a la hora del dejouner, y mesié
Lesfleures me dijo: -Va usted a presenciar una cosa que ha de epatarle;
tengo un perro que todos los días va a París y me trae el vino para el
almuerzo. Llamó a un garsón; hizo que le
trajera el perro favorito; el colocó al perro una cesta en la boca, y dentro de
la cesta una tarjeta de mesié Lesfleures, dirigida al dueño de un
almacén de vinos, con este escrito: “Cinco botellas de vino Château
Saint Julien.” Salió el perro corriendo en
dirección a París, esperamos su vuelta. Mientras tanto, mesié Lesfleures
me enseñó la finca; recorrimos el lago, las caballerizas… etc. Vuelve el perro;
mi amigo le quita la cesta y ve que sólo ha traído tres botellas; no le
extrañó; pues tres botellas eran lo que, de ordinario, le iba a buscar el
perro. Cuelga mi amigo la cesta, y el animalito empieza a ladrar y dar saltos
como si quisiera cogerla otra vez. “Pues, señor -dijo mesié
Lesfleures-, algo raro le pasa a este bicho.” Le
vuelve a poner la cesta en la boca, y el perro sale en dirección a París otra
vez. “Vamos a seguirle”, dice mi amigo. Le
seguimos y a mitad de camino el perro se separa de la carretera; echa campo a
traviesa; se para junto a unas matas; nos mira; nos acercamos, y nos
encontramos con que allí, escondidas entre las matas, se había dejado las otras
dos botellas porque no podía con las cinco. ¿Qué les parece a ustedes?
-Asombroso, mi general.
-Pues
oigan ustedes un caso más estupendo.
Pero al irnos a contar el otros caso
más estupendo, miró al reloj del cuarto de banderas.
-¡Caramba!
¿Va adelantado ese reloj?
-No, señor, va con el meridiano[9].
-Pues me
marcho. Hablando hablando se me ha pasado el tiempo y tengo que ir a visitar el
cuartel de Caballería. Quede con Dios, coronel. Tengo las mejores noticias de
este regimiento, y creo innecesario que yo vea nada, pues supongo que todo
estará en perfecto estado. Ponga usted en la orden de mañana que he visto con
gran satisfacción el estado de policía en todas las dependencias del cuartel,
así como el vestuario de la tropa y excelente conservación del armamento, por
todo lo cual felicito a usted; felicitación que hará usted extensiva a los
jefes, oficiales, clases y soldados a sus órdenes.
-Muchas gracias, mi general.
Y se marchó el nuevo gobernador
militar sin haber visto más que el cuarto de banderas, donde, reunidos después,
convinimos en que el nuevo gobernador militar era un señor muy agradable,
simpático, erudito y ameno.
En estas alabanzas estábamos cuando el
teniente Ondítegui se presentó en la puerta de una habitación inmediata,
destinada a comedor de oficiales, y mostrándonos una botella de vino que traía
en alto, preguntó:
-¿Conocen
ustedes esta botella?
-No.
-Es una de las
que trajo de París el perro de mesié Lesfleures.
Aquella revista tuvo su segunda parte.
Nunca segundas partes fueron buenas y tampoco lo fue ésta:
Una vez despedido el general, nuestro
primer jefe dijo al teniente coronel:
-¡Qué lástima! Tan bien como habíamos
quedado en la revista, y la hemos echado a perder por un detalle tonto: al
salir el general, en la misma puerta del cuartel, ha visto en el suelo una
cosa… poco le ha faltado para pisarla. Nada me ha dicho; ya sabe usted lo
considerado y tolerante que es, pero por eso mismo, por su tolerancia y
consideración, estamos más obligados. Averigüe y proceda.
El teniente coronel llamó al jefe de
cuartel:
-Francamente;
es muy de lamentar que después de cuando hemos trabajado todos, de lo bien que
estaba todo dispuesto… dígale usted algo al capitán de día.
El capitán acudió al llamamiento del
comandante.
-Mire usted, Jiménez, en lo
sucesivo ponga usted un poquito más de cuidado en la vigilancia de la limpieza
del cuartel.
El capitán llamó al abanderado:
-No estoy
dispuesto a sufrir de mis superiores amonestaciones por culpa de usted. Es la
última vez que se lo digo, o tomaré una providencia.
El abanderado llamó al cabo de
limpieza:
-Como me
vuelvan a chillar por culpa de usted, lo meto a usted en el calabozo hasta que
se pudra. ¿Ha visto usted lo que hay en la puerta del cuartel?
El cabo llamó a un individuo de los de
limpieza:
-¡A barrer eso! No siento más sino
que esté prohibido pegar; ahora mismo te partía la cara, so gorrino.
Oí chillar a Mohamet. Salí al
vestíbulo y vi al individuo de limpieza dándole escobazos.
-¿Por qué pegas al perro?
-Mi alférez, porque él es el que ha
hecho eso.
En efecto, Mohamet había sido.
Recapacité. En la Milicia la falta es tanto mayor
cuanto mayor es la graduación del que la comete, y si en cuanto al castigo
sucede lo contrario, así es lógico que sea, pues cuanto mayor es la graduación,
menos castigo necesita para darse por sentido y castigado.
El general Longarilles llegó al
cuartel de Caballería y no pasó del patio; donde los jefes le recibieron les
habló de los magníficos caballos que él había montado en el extranjero;
embebido de esta conversación llegó la hora de la función vermú en el teatro, y
marchóse del cuartel sin haber visto ni un dormitorio, ni una cuadra, ni un
caballo, ni más soldados que los de la guardia de prevención.
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[1] En 2012,
don José María Pérez ‘PERIDIS’, en uno de sus libros, nos hace saber: “(…)
Lo que salvó el viejo ábside mudéjar y la pequeña iglesia de *** fue que eran
de utilidad para alguien. Lo que ha ayudado a muchos edificios que he conocido
como *** o un sinnúmero de colegios en *** o la catedral *** era que tenían
robustos muros y espaciosas estancias organizadas alrededor de claustros
luminosos y por eso sirvieron durante muchos siglos como acuartelamientos.
Gracias a las penurias de las arcas públicas que obligaba a autoridades
militares a utilizar viejos conventos desamortizados, se salvaron muchos de
estos ante la imposibilidad de edificar cuarteles modernos (…)
[2] El mismo
proceder que un superior jerárquico que en el capítulo XII. EN EL REGIMIENTO DE
SOBREDA, cuando al alférez Claudio Béjar le advirtió su capitán: “No siga
usted por ese camino, porque eso es murmurar de lo dispuesto por la
superioridad y no puedo consentirlo”. O recién llegado a este Regimiento en
Pandolfa, en el capítulo XIII. EN OTRO REGIMIENTO, cuando un comandante
advierte a Claudio: “Veo que es usted amigo de poner peros a lo que hacen
los superiores…”
[3] ROS:
Prenda cubrecabezas, especie de chacó pequeño, de fieltro y más alto por
delante que por detrás.
[4] La guerra de África,
primera guerra de Marruecos o guerra hispano-marroquí fue un conflicto bélico
que enfrentó a España con el sultanato de Marruecos entre 1859 y 1860, durante
el período de los Gobiernos de la Unión Liberal del reinado de Isabel II. La
guerra finalizó con el Tratado de Wad-Ras, firmado el 26 de abril de 1860, que
declaraba a España como vencedora e imponía a Marruecos una serie de cesiones e
indemnizaciones.
[5] TRUSA:
Gregüescos con cuchilladas que se sujetaban a mitad del muslo. Usado más en
plural.
[6] BATALLA
DE SAN QUINTÍN. En tierras francesas, las armas españolas obtuvieron uno de sus
más famosos triunfos. El 10 de agosto de 1557, se libró la batalla de San
Quintín, entre los ejércitos de Felipe II, a las órdenes del Duque de Saboya, y
las fuerzas francesas, mandadas por el Almirante Coligni y el Mariscal
Montmorency. El triunfo español fue debido esencialmente a la dirección de la
batalla por parte del Duque de Saboya y a la extraordinaria actuación de la
caballería del Conde de Egmont. El joven ejército francés fue arrollado. El
número de bajas causadas a los galos se cifró en unos quince mil hombres.
Cogieron 4.000 prisioneros y se capturó gran cantidad de banderas y
estandartes. Las pérdidas españolas fueron mínimas, gracias a la magnífica
táctica desplegada por el Duque de Saboya. De esta batalla escribió un
historiador que "jamás se vio a un ejército más bien gobernado,
obediente, disciplinado y unido". Para conmemorar esta victoria se
ordenó construir el monasterio de San Lorenzo de El Escorial, una de las
grandes obras arquitectónicas de la humanidad.
[7] “Poco
duraron mis estudios. Habíase encendido la guerra civil carlista. Faltaban
oficiales y se dispuso que ascendiéramos a alféreces los que tan solo
llevábamos siete meses en la Academia. Por eso nos llamaron la promoción de los
sietemesinos. He aquí por qué me adjetivo sietemesino en el título de
este libro.” Del capítulo X. CADETE Y ALFÉREZ de esta novela.
[8] La EXPOSICIÓN
UNIVERSAL en PARÍS se inauguró oficialmente el 1 de abril de 1867 y se clausuró
el 31 de octubre. El emperador Napoleón III fue quien decretó la construcción
de este proyecto para demostrar la grandeza del Segundo Imperio francés. La
siguiente lo fue en 1878.
[9] La
tierra está dividida en 24 husos horarios, que son 12 hacia el Este y otros 12
hacia el Oeste. Cada huso horario comprende 15º de longitud, ya que el sol
recorre precisamente ese ángulo horizontal en una hora y por ello cada 15º de
longitud habrá un huso diferente. A esa hora le llamamos «hora legal» u «hora
de zona» (HZ). Además, la hora varía también según el meridiano en el que
estemos, ya que el tiempo que tarde el sol en recorrer la longitud indicada,
también provocará un cambio de hora. A esta hora se le llama «hora civil de
lugar» (Hcl).