XI. ELVIRA ROMERALES
Olvidé a Herminia mucho antes de lo
que yo pensara, pues ni odio ni amor sentía por ella, sino desprecio.
Huérfano, sin una persona al lado en
quien depositar mi cariño, en su defecto, compré unos canarios; mas, yo
necesitaba verme correspondido, e ignoraba si lo era por aquellos pajarillos.
Nuevamente me sentí herido por el
revoltoso bebé de las flechas[1]:
En el segundo piso de una casa, sita
en lo más céntrico de Sevilla, habitaba un señor Romerales con su esposa y dos
hijas casaderas.
Me petó una de ellas. Paseé la calle.
Una tarde que la chica estaba en el balcón, me colé en la portería y pregunté a
la portera:
— ¿Sería usted tan amable que me
dijera el nombre de esa señorita que está en el balcón del segundo?
— Hijo mío, no se lo puedo desir a
uté, porque ayer mismitamente echaron a los otros porteros y entramo nosotros,
y ésta es la hora en que todavía no sé cómo se llaman los vesinos; no sé más
sino que el señor del segundo se llama Romerale; pero ahí baja la donsella de
esos señores y ella le podrá desir.
La doncella se allanó a ver cuál de
sus dos señoritas estaba en el balcón y a decirme su nombre muy en breve, pues
sólo iba a un recado a la tienda de enfrente.
Esperé en la portería. Volvió la
doncella y me informó:
— La que está en el balcón es la
señorita Elvira. Son dos hermanas; la otra se llama Leonor y está para casarse
con un joven de Almodóvar del Río, donde el señor de Romerales, padre de esas
dos señoritas, tiene muy buenas fincas.
Como es consiguiente, gratifiqué a
portera y doncella y ambas se mostraron propicias a facilitar aquellos amores
incipientes.
Ya no estaba la chica en el balcón
cuando salí a la calle. Marché a mi casa y escribí una carta de tonos
vehementes y apasionados a Elvira
Romerales.
Elvira recibió la carta con gran
contento, según después supe, y, si bien su contestación no fué un sí completo,
en sus frases se veía la s y parte de la i.
Cruzamos dos o tres cartas más.
Quedamos en hablarnos de noche por el balcón. Así lo hicimos dos noches. Yo
estaba encantado del talento y discreción con que Elvira supo decirme que
correspondía a mi amor. Además me permitió que, desde el día siguiente, de diez
a once de la mañana, hora en que su papá no estaba en casa, subiese a hablar
con ella a través de la mirilla de la puerta. Subí y ¡oh, contrariedad! Elvira
me dijo:
— Voy a
darte una mala noticia, Claudio: dentro de dos semanas se casa mi hermana Leonor
en Almodóvar del Río y allá nos vamos a vivir.
— Lo siento muy de veras, pero eso no
impedirá que yo siga amándote.
— Y yo también,
Claudio. No dejaremos de escribirnos ni un solo día, ¿verdad?
— Te lo prometo.
— ¿Vendrás
a verme a Almodóvar?
— Siempre que pueda.
— Allí
buscaremos quien te presente a mis papás.
— No deseo otra cosa.
— Espérame
abajo en el portal; voy a salir un momento con la doncella y nos acompañarás. ¿Quieres?
— Encantado.
Esperé en el portal. A poco, bajaron
la doncella y Elvira. Ésta me dijo:
— Aunque
te he dicho que puedes acompañarnos, no te acerques mientras nos puedan ver
desde los balcones de casa.
Y salió a la calle después de
dirigirme una amorosa sonrisa, a la que me fué imposible corresponder: no era
aquélla la señorita de quien yo estaba enamorado; era de su hermana Leonor.
Elvira no me gustaba; no podía enamorar a nadie.
Inmediatamente comprendí lo que había ocurrido;
la que estaba en el balcón cuando yo entré en el portal a preguntar a la portera,
era Leonor: la que estaba en el balcón cuando salió la doncella, era Elvira. Se
conoce que, mientras estuve en el portal hablando con la portera y la doncella,
se metió Leonor y salió su hermana.
¿Qué hacer? Determiné confesar a
Elvira la equivocación. Con este propósito apresuré el paso para alcanzarla,
pero por el camino recordé que dentro de dos semanas se marchaba a Almodóvar
con su familia; así, pues, lo mejor era aguantar aquellos catorce días; la
ausencia se encargaría de poner fin a nuestras relaciones, y yo me ahorraría la
violencia de confesar a Elvira la equivocación sufrida y de herir su amor
propio.
En uno de estos catorce días llegó el
nuevo Capitán general. Yo ya le conocía: el general Longarilles, aquél
procedente de la promoción de los graciosos que nos pasó revista al regimiento
desde el cuarto de banderas.[2]
Tomada posesión del mando, visitó los cuarteles,
mejor dicho, los patios de los cuarteles, donde, por disposición suya, se le
recibió con la tropa formada y las filas abiertas para pasar lentamente por
entre ellas, pues su visita, según dijo y repitió, tenía por único objeto el
que la tropa se fijase bien en sus rasgos fisonómicos y le conociera y saludase
yendo de paisano.
— Yo lo que quiero es que me conozcan —
repetía — ; que se fijen bien en mí; y usted, Coronel, aleccione bien a la tropa de
cómo son los galones y las escarapelas de los cocheros de mi coche para que los
centinelas den la voz de «a formar» tan pronto como los vean.
— Así se hará. Lo malo es que, a lo
mejor, dudan porque suelen confundir el coche de Vuecencia con el del
Gobernador civil y otros con galones y escarapelas parecidas.
— Ya convendremos en una señal que
harán los cocheros con la fusta desde lejos cuando sea mi coche; y en otra
señal, cuando el coche vaya de vacío o vaya en él la nodriza.
Una tarde estaba yo en un gabinete del
Casino. En el salón, y junto a la puerta de dicho gabinete, estaban de tertulia
varios jefes de Cuerpo de la Guarnición, comentando lo que por la mañana les
había dicho el general Longarilles.
Hube de oirlos sin pretenderlo:
— No habrá más remedio; quien manda,
manda: se empeña el General en que cada Cuerpo tenga su himno para que lo
canten los soldados.
— Dice que eso ha dado
un excelente resultado en Alemania, pues gracias a los himnos, el Ejército
alemán gana todas las batallas.
— Menos las que pierde.
— De manera que
tendremos que buscar un poeta que nos haga los cantables.
— Y un músico para que se encargue de
ponerles la música.
— Yo le
hice presente al General que la letra para un himno no se le puede encargar a
un cualquiera: se trata de una cosa seria y ha de procurarse una letra escrita
por firma acreditada.
— Y eso ha de pagarse
bien, pues nadie trabaja de balde.
— Naturalmente; pero ¿cómo pongo yo en
la cuenta de gastos del regimiento «Tanto a Fulano de Tal por unos
versos para el himno del regimiento», si no me lo aprobarán?
— Eso
mismo le advertí al General, pero ya me dió la solución; me dijo: «Usted manda un
regimiento de Caballería; tendrá algunos caballos enfermos; pues bien: va usted
beneficiando la cebada que no coman esos caballos y, con el importe, paga usted
los versos del himno.» De manera que ya
tengo el problema resuelto: pagaré al poeta con cebada.
— Para mí, hay otro problema más
peliagudo: los versos de ustedes, al fin y al cabo, son para fuerzas
combatientes, y al poeta le será fácil escribir un himno de esos de:
A la
lid, a la lid,
descendientes
del Cid;
pero, ¿me quieren ustedes decir qué himno me van a
componer a mí para los Sanitarios?
— Sí,
hombre; es muy fácil; yo le escribo a usted la letra de balde:
Marchemos,
sanitarios,
alegres
y contentos
con los
medicamentos
recetas
del doctor;
de grip
y de entripados,
de
granos y postemas,
con
píldoras y enemas
curaremos
el dolor.
Y usted, para sus
obreros de Administración militar, no se apure, que también les haré letra
apropiada:
Somos
los obreros
que al
soldado dan,
tierno y
bien cocido,
pan,
pan, pan, pan, pan.
— Usted lo
toma a broma — oí decir a mi coronel, que formaba parte de la tertulia —
; pero yo, no; ya he pensado en quién me compondrá
la letra para el himno de mi regimiento.
— ¿Quién?
— El
capitán Béjar; tengo entendido que es algo poeta.
Se tenía de mí una idea equivocada; yo
nunca fui poeta y, si de ello estuve algo inficionado, procuré ocultarlo desde
que leí esta máxima del filósofo Epicteto:
«Los poetas son como los ruiseñores:
cantan bien, pero son ignorantes.»
Y más cuando en un semanario madrileño
leí:
«El que
cante un poeta con primor
no
revela talento, no, señor:
de una
manera igual,
por no
decir mejor,
entre la
fronda canta el ruiseñor
y es un
animal.»
El coronel me llamó a su despacho y me
pidió que escribiese el himno, basándome en los hechos heroicos del regimiento
en la campaña de África del 1860.
— Mi coronel: eso es para mí una
empresa superior a mis fuerzas; desde hace días presentía que se me iba a dar
este encargo; he pensado mucho en ello y me doy por fracasado, pues no he
conseguido encontrar consonante en África ni en Rif como no sea pif.
— En
cambio, en Marruecos tiene usted rebecos, zuecos, flecos y
Huecos.
— Ya pensé en ellos, pero no se pueden
aplicar, porque rebecos no sé si los hay en el Rif.
— Se puede
preguntar.
— Los zuecos no es calzado que
usase la tropa ni los moros durante aquella campaña; las flecos no sé
dónde meterlos; y lluecos no los hay, sino lluecas.
— Nada,
nada; usted me escribe el himno, aunque sea diciendo:
«Los
hombres de Marruecos
están
por dentro huecos»;
y, en último caso,
prescinde usted de la historia del regimiento, y escriba lo que le dicte su inspiración.
No hubo más remedio, y escribí esto:
«Luce el
alba sus destellos;
hacia
arriba sale el sol;
tocan
diana en Paracuellos,
en
Madrid y en Castropol.
Despierta,
soldado,
despierta
ligero,
que ya
el cuartelero
te viene
a llamar;
al loque
de diana
se lava
el soldado
y ropa y
calzado
se pone
a limpiar.
De
Marruecos, terror,
empuñando
el fusil,
con
frenético ardor,
mata
moros, dos mil.»
Enterado de este eructo poético, el
pitorreo de mis compañeros fué formidable. Sin embargo, con el chinchín que le
puso el músico mayor del regimiento, el estruendo de cornetas y tambores, y no
fijándose en la letra, hacía buen efecto; y en una función nocturna donde se
cantó adornado de cohetes y bengalas, fui felicitado, y aun hubo quien opinó que
por peores himnos se habían concedido cruces del mérito militar a músicos y
poetas paisanos.
Marchó Elvira a Almodóvar. Al
despedirla en la estación, me presentó a su familia, inopinadamente. Lo sentí.
Me escribió. No la contesté. Me volvió
a escribir. Mi contestación fué: «Estoy enfermo.» Recibí muchas cartas suyas interesándose por
mi salud, y, cansado ya de ser víctima de mis contemplaciones y miramientos con
las mujeres, apelé al recurso de mi amigo Ondítegui[3]
y puse a Elvira esta carta, de la que más tarde hube de arrepentirme:
«Estimada Elvira: La
enfermedad que he padecido puso mi vida en grave peligro. Creyéndome llegado el
término de mi existencia, reclamé los auxilios de la Santa Religión. Recibidos éstos,
una revelación divina me hizo anhelar la paz y tranquilidad de la vida
monástica y, firme en mi propósito, cuando recibas ésta, habré cambiado el uniforme
por el humilde hábito de cartujo. Pido al cielo sobrelleves mi propósito con
santa resignación. Tu hermano en Jesucristo — Claudio.»
Elvira no me creyó y me envió una
carta llena de improperios. A mí, plin.
También escribí a mi tío una extensa
carta refiriéndole cuán desgraciado era yo en todo lo que ponía mano. Aquel
santo varón me contestó:
«Ten
presente, mi querido Claudio, que sólo debes preocuparte de aquellas
contrariedades que afectan a tu honor; las demás considéralas adversidades, y
por ellas da gracias a Dios, pues la Adversidad es gran maestra de la vida,
porque es enseñanza y sus golpes, aunque amargos, nunca son estériles; y
llévalos con paciencia, que es señal de sabiduría y preferible al valor. Tú
eres bueno y, tarde o temprano, llegarás a ser feliz, porque la Felicidad es
hermana inseparable de la Virtud.»
Meditando estaba yo acerca de estas
sabias advertencias cuando entró mi asistente y me dijo:
— Señorito, nos vamos a
Madrid.
— ¿Que nos vamos a Madrid?
— Sí, señor; con el
regimiento. Me lo ha dicho el asistente del coronel: que trasladan el regimiento
a Madrid.
Mi asistente estaba en lo cierto. Con
actividad febril se dispuso todo para la marcha. Como de costumbre, el mayor
trabajo recayó sobre mí, pues yo era el capitán de almacén, y no descansé ni
dormí en cuarenta y ocho horas, empaquetando, encajonando y trasladándolo todo
a la estación para no quedarme rezagado y poderme marchar en el mismo tren que
el regimiento.
Llegó el regimiento a la estación, ya
de noche. Yo estaba fatigadísimo, muerto de cansancio y de sueño; dos noches
sin dormir, y me esperaba un viaje largo y molesto, pues en el coche de los
oficiales íbamos al completo, y éstos ya habían empezado sus bromas acerca del
himno compuesto por mí y de la belleza de mi novia Elvira.
Mi asistente[4]
me llamó aparte y, sin que nadie se enterase, me advirtió que en la cola del tren
había un coche de primera, desocupado, donde podría ir yo solo y con toda
comodidad.
¡Qué alegría! Poco faltó para darle un
abrazo a mi asistente. Metíme en aquel magnífico coche; me quité espada, ros,
revólver y botas; hice almohada de mi manta de viaje; me acosté tan ricamente,
y pronto quedé profundamente dormido.
Tales eran mi cansancio y necesidad de
dormir, que pasé durmiendo toda la noche.
Desperté ya de día y noté que el tren
marchaba con gran lentitud.
Me levanté y asomé a la ventanilla.
Unos hombres iban empujando el coche por una vía de maniobra.
— ¿Qué hacen ustedes? — les
pregunté.
— Llevar
este coche donde nos han mandao.
— ¿En qué estación estamos?
— En cuál
vamo a etar? En la de siempre: en Sevilla.
— ¿En Sevilla? No puede ser.
— Pue
etaremo en Córdoba, si a ulé le párese.
— ¿Y el tren en que salió mi
regimiento?
— Ya debe
etar serquita de Madrí, si no ha descarrilao.
— Pero, este coche, ¿no formaba parte
del tren?
— Sí ,
señó, y no señó; quiere desirse que este coche estaba a la cola, pero se
desenganchó al ir a salir el tren porque se vió que tenía un muelle roto. ¿Se
entera uté?
Mi desesperación fué grande. ¡Qué diría mi coronel! ¡Qué de cuchufletas no se les ocurrirían a mis compañeros! Hubo momento en que pensé en mi revólver; gracias a los recientes consejos de mi tío no hice un disparate, y determiné presentarme al gobernador militar, confesarle franca y noblemente mi imprevisión, y acatar resignado la reprimenda o el castigo a que yo me hubiese hecho acreedor.
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[1] CUPIDO: Es
el homólogo del dios griego Eros y equivalente de Amor en la poesía latina.
Representado normalmente como un niño alado, Cupido es símbolo del romanticismo
y a menudo se lo asocia con el Día de San Valentín, que se celebra el 14 de
febrero.
[2] El
general Longarilles, como Gobernador Militar de Pandolfa, es protagonista en la
primera parte de esta novela del
capítulo XIV.
UNA REVISTA MINUCIOSA:
“ Llegó el
día de la revista. Yo estaba de guardia. Este servicio me fue reservado por la
Fatalidad siempre que ocurría algo extraordinario.
Antes de presentarse el general a pasarnos revista,
mis compañeros se la pasaron a él. Les oí decir que se apellidaba Longarilles y
era de la promoción de los graciosos. Éste era el calificativo que se
daba a los alféreces de gracia, niños que por obra y gracia de una soberana
gracia, estando todavía en las faldas de su mamá, ceñían la espada de oficial
sin haber pasado por colegio militar alguno y sin más estudio que El amigo de
los niños.
Esta noticia me produjo un gran consuelo, pues yo
era de la promoción de los siete meses, y habiendo llegado a generales
muchos oficiales de la promoción de los graciosos o promoción de los cero
meses, yo podría llegar a general con más sólida base.
Todos los allí presentes convinimos en la gran
ventaja que reportaría el adoptar la gracia como único procedimiento para
ascender a oficial, pues de este modo podría evitarse el gasto y la molestia de
las academias militares.
Llegó el general Longarilles; joven, fino,
atildado. Formé la guardia. Me ordenó romper filas y entró en el cuarto de
banderas, que estaba inmediato a la puerta de la calle. (…)”
[3] En la primera parte de
esta novela, se cuenta en el capítulo XIII A OTRO REGIMIENTO, cuando el alférez
Claudio Béjar llega destinado el regimiento de Pandolfa, en la enésima región
militar que “El teniente Pepe Ondítegui, compañero mío de hospedaje, y gran
enredador…”; es quién lió a Claudio con la señorita Cipriana.
Posteriormente, ya en la segunda parte, se narra el viaje del teniente Claudio Béjar de Pamplona a Madrid (donde permaneció una semana), donde tomó el tren de Málaga para embarcar en el vapor “Celedonio Gómez” rumbo a Las Palmas de Gran Canaria para incorporarse a su nuevo destino, duró menos de veinte días. En el capítulo II AL PASAR POR MADRID se encontraron en la calle del Arenal, siendo Ondítegui ya capitán y recién casado, e inventor de una ‘cachiporra topográfica’ por la que le galardonaron con el grado de comandante.
[4] ASISTENTE
. Soldado empleado en el servicio
doméstico de los oficiales.
En el siglo XV y XVI los soldados pobres cuidaban las armas y asistían á los oficiales y aun á los soldados nobles y ricos ; no era permitido este servicio, pero tampoco podía prohibirse puesto que le practicaban en los momentos de descanso . Federico II de Prusia fué el primero que concedió esta gracia á sus oficiales, y aunque los asistentes prestaban juramento de fidelidad y cobraban el haber de soldado , pertenecían á un cuerpo especial, destinándose en número de nueve por compañía, pero con orden terminante de no encargarse del cuidado de los caballos .
En España no estaba permitido á los oficiales el tener
soldados para su asistencia particular, mas no pudiendo luchar contra la
costumbre, el rey Carlos IV los autorizó por Real Orden de 25 de Enero de 1801
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