XII. DE SEVILLA A MADRID
Para que en todo me acompañara mi mala
estrella, estaba de gobernador militar interino un coronel de la guarnición,
rígido, implacable, de un carácter tremendo.
Llegué al Gobierno militar; hablé con
el Mayor de plaza; éste pasó recado y, al salir del despacho, me previno:
— Ande
usted con cuidado, porque el gobernador interino no sé qué disgusto ha tenido hoy
con su cuñada y está de un humor como si hubiese comido tigre.
Entré temblando en el despacho y
expliqué al coronel lo sucedido mostrándome pesaroso de mi torpeza y pidiendo
mil perdones.
Contra lo que yo esperaba fui recibido
con gran amabilidad por aquel señor; ni una palabra, ni el menor asomo de
reconvención; al contrario: el coronel
me consoló diciendo que eso le pasaba a cualquiera, y yo debía estar tranquilo
y sin cuidado, pues él telegrafiaría al jefe de mi regimiento y también le
escribiría suplicándole que diese el caso por no sucedido; y acabó:
— Usted se
marcha, sin falta, esta misma tarde, con un pasaporte[1] que yo le facilitaré, y aquí
no ha pasado nada.[2]
— Muchas gracias, mi coronel; no sé
cómo expresarle mi agradecimiento.
— Nada
tiene que agradecerme; esto y mucho más merece un capitán como usted, cumplidor
de sus deberes, entendido y pundonoroso.
Salí del despacho reflexionando: «¡Cuánto nos
equivocamos al juzgar a las personas! Todos propalan que este coronel tiene un
carácter insoportable y, ahí tiene usted, no he visto señor más considerado,
atento, fino y cariñoso que este gobernador interino; mi propio tío Exuperio no
hubiese hecho más por mí.»
Coloqué mi maletín y manta de viaje en
el tren y, después de haberme bien cerciorado de que aquél era el fren de
Madrid y de que el coche donde coloqué la maleta estaba enganchado y en
perfecto estado de servicio, páseme a pasear por el andén.
Vi entrar una señorita elegantemente
indumentada de viaje y acompañada de una señora de edad. La joven me miró de
modo insistente.
Algo rápido dijo a la señora con quien
iba. Ambas me miraron y cuchichearon. Era bien notorio que hablaban de mí. Me
fijé en la joven y me pareció recordar su carita de querube y aquella naricita
ligeramente aguileña entre ojos centelleantes.
Subieron a un reservado de señoras. La
chica se asomó a la ventanilla. Pasé y repasé varias veces por delante. En una
de mis pasadas la linda viajera sonrió de modo casi imperceptible.
Visto: era una antigua conocida.
Hice intención de saludarla y me
contuve indeciso.
Ella me hizo una inclinación de cabeza
como correspondiendo a mi intención más que a mi saludo iniciado. Me acerqué:
— Usted perdone; creo recordarla a
usted y no acierto de dónde.
— De
Málaga.[3]
— Es verdad: de un baile en un Casino
de Málaga, hace dos años, por Carnaval.[4]
— Exacto.
— Iba usted de dominó de raso negro.
— Con
ribetilos blancos.
— ¿Va usted muy lejos?
— A Madrid.
— Yo también.
Se me presentaba un viaje entretenido
al lado de Rosarito, aquella mascarita que me embromó en Málaga; era muy
hermosa. ¿Por qué no perdonarla si, después de todo, me hizo pasar una noche
deliciosa?
— ¿Van ustedes solas en este
departamento?
— Hasta
ahora, sí.
— Si su mamá y usted no tuviesen
inconveniente, yo tendría mucho gusto en acompañarlas un rato.
— No es mi
mamá la señora con quien voy; es señora de compañía. Por nosotras no hay inconveniente
en que nos acompañe, mientras no suba alguna otra señora, si se lo permite el revisor.
— Muchas gracias. Vuelvo en seguida.
Hablé con el revisor, el cual, enterado
de la conformidad de Rosarito y su señora de compañía, tuvo conmigo la condescendencia
apetecida.
Mas he aquí que, al separarme del
revisor, se presentó en el andén el coronel gobernador militar interino, de
paisano y del brazo de su cuñada, una sesentona escandalosamente gruesa; un
fenómeno de feria.
— Buenas
tardes, capitán — me dijo el coronel—;
aprovechando la feliz casualidad de marchar usted a Madrid, y confiando en su amabilidad,
me permito rogarle que acompañe a mi cuñada hasta la corte y la atienda durante
el viaje, pues necesita ir con una persona de confianza que cuide de ella.
— Con mucho gusto, mi coronel.
— No es
que esté delicada de salud, pero le sienta muy mal el traqueteo del tren y se
marea horriblemente.
— Sí , señor— continuó la
señora cetáceo— , solamente de pensarlo ya vengo mareada. Mire usted: para mí, un viaje es
una verdadera enfermedad, un martirio, y más que por mí, lo siento por las
personas que me acompañan, pues reconozco que soy una calamidad insoportable.
— Por Dios, señora, no diga usted eso;
estoy a su disposición incondicionalmente.
— No puede
usted imaginarse cuánto se lo agradezco, capitán — dijo el coronel — , porque me ahorra usted un viaje a Madrid.
La cuñada fué izada, más que subida,
al departamento donde yo tenía mi maleta, y, seguidamente, fueron llegando
cajas de sombreros, maletines, líos, cesto, jaula y demás impedimenta que
caracteriza el viajar a la española.
El coronel, al ver a su cufiada ya en
el tren, lanzó un resoplido de satisfacción, como diciendo: «Ahí queda eso.»
Yo hubiese ido a advertir a Rosarito
este contratiempo, pero en la estación dieron la señal de salida cuando todavía
estaba yo colocando, superponiendo y adosando los bártulos de la monstruosa
viajera.
Partió el tren. Antes de llegar a
Brenes[5],
ya mi compañera de viaje había devuelto cuanto en su estómago almacenaba, y no
era poco; y así continuó todo el camino. Fiel a la misión que se me encomendó,
yo le daba con frecuencia agua, aguardiente, limón y otras prevenciones que en
abundancia y contra el mareo traía la señora; y le preparaba de continuo alimento
para que las arcadas no le cogieran con el estómago vacío. En cada estación donde
el tiempo de parada lo permitía, hube de bajarla a pasear del brazo, y a otros
menesteres, y volverla a meter en el tren, trabajosamente, como a colchón por
ventanillo escaso.
Su angustia y mareo no le impidieron
contarme que hacía seis meses había enviudado; y practicar conmigo la muy
bonita costumbre española de colocarme minuciosamente toda la enfermedad del
difunto, desde los primeros síntomas hasta ser llevado al cementerio; y, por si
esto no fuese bastante agradable y entretenido, me confió que había quedado sin
sucesión en su matrimonio a consecuencia de un aborto cuyos detalles me explicó
y tuve que escuchar con resignación.
Ya se habrán explicado ustedes por qué
un señor de tan mal carácter como el gobernador militar interino, estuvo atento
y amable conmigo: para endosarme a su cuñada.
Mi calvario de viaje tuvo un
paréntesis: en Posadas[6]
subieron a nuestro departamento dos señoras y éstas se brindaron a cuidar de la
cuñada mientras yo iba a hablar un rato con Rosarito.
— Perdonen si no he venido
antes: el gobernador militar de Sevilla me ha reventado encajándome la comisión
de acompañar a su cuñada hasta Madrid.
— Ya le
hemos visto a usted paseando con ella por el andén.
— Menos mal que han subido
dos señoras que van a Córdoba y, hasta allí, haré a ustedes compañía.
— Permítame
le presente a mi madrina doña Petra de Arlanzón.
— Muy señora mía. Tanto gusto...
Y volviéndome a Rosarito:
— ¿Se acuerda usted de aquel
baile de Carnaval en Málaga?
— ¿No me
he de acordar?
— Fué una niñada, un capricho
que no pudimos quitárselo de la cabeza; se empeñó en ir al baile para hablar
con usted y la tuve que acompañar.
— Después
lo pensé mejor, y créame usted que me arrepentí de haber ido. ¡Qué habrá usted pensado
de mí!
— Nada, Rosarito; una bromita
de Carnaval y nada más.
— ¿Cómo,
Rosarito? ¿Ha olvidado usted cómo me llamo?
— ¿No se llama usted
Rosarito?
— No,
señor; Aurora.
— Pero, Rosarito, ¿todavía
tiene usted ganas de broma? Ya no estamos en Carnaval.[7]
— ¿Qué
está usted diciendo?
— Que es usted una actriz
admirable. Bien se burló usted de mí en el Casino de Málaga.
— No, señor;
yo no me burlé de usted.
— Es inútil que quiera usted
continuar la güasita; al día siguiente, por la mañana, me enteraron de todo.
— ¿Le
enteraron de todo?
— Sí, un joven de Málaga
llamado Paco Laínez: ¿le conoce usted?
— Ya lo
creo, por desgracia; ¿quién no conoce en Málaga a Paco Laínez? ¿Y qué le dijo a
usted Paco Laínez?
— Lo que usted ya sabe.
— Cuénteme,
a ver.
— Bien; la regalaré a usted
el oído refiriéndole lo que sabe mejor que yo: La tarde de aquella noche de
Carnaval, al volver Paco Laínez de su dehesa...
— Un
momento: ¿Paco Laínez le dijo que era propietario de una dehesa?
— Sí.
— Primer
embuste.
— Y que tenía una jaca
preciosa y seiscientos cochinos... y...
— Y con
él, seiscientos uno. Todo eso que le contó es mentira: ni Paco Laínez tiene
dehesa, ni jaca, ni borregos, ni cochinos.
— No tiene
más que unos zafones y una chaqueta con coderas para presumir de ganadero
— añadió doña Petra.
— Bien, sea como fuere;
Laínez me vió salir del cementerio de los ingleses; fué a casa de una familia
amiga suya; a la mamá y a las dos niñas de esa familia les contó mi
extraordinario parecido con el difunto Miguel Brigthon; y como, según me
aseguró, las tres son las más guasonas de Málaga, se les antojó tomarme el pelo,
y Rosarito, que es usted, fué la encargada de escribirme la carta y de darme la
noche en el Casino, fingiéndose la viuda de Miguel Brigthon. Con que ya lo sabe
usted, Rosarito.
— ¡Y dale
con Rosarito! Le he dicho a usted que me llamo Aurora, y soy la viuda de Miguel
Brigthon.
— ¿Es posible?
— Vamos
despacio, amigo mío: ¿Cuándo Laínez le contó a usted ese cuento chino, sabía él
lo ocurrido a usted en el baile?
— Sí , se lo había confiado
un amigo mío: el teniente Andoaga.
— ¿y usted
tuvo la candidez de creer cuanto Paco Laínez le dijo?
— ¿Por qué no, Rosarito?
— Haga usted
el favor de no volverme a llamar Rosarito; se lo suplico.
— Pero, ¿es posible que
insista usted en aquella comedia?
— Comedia
fué cuanto le dijo a usted Paco Laínez. Sepa usted que ese trasto, desde que enviudé,
pretendió casarse conmigo; no cesó de pasearme la calle y de asediarme a cartas.
Enterado de lo ocurrido en el baile, y creyendo ver en usted un rival, un obstáculo
a sus inútiles pretensiones, inventó la patraña de la Rosarito para evitar que
pensara usted en mí si por mí se había interesado.
— Puede usted
creerlo, señor capitán— afirmó doña Petra — ;
lo dicho por Aurora es la pura verdad: ella es la viuda de Miguel Brigthon, y
yo, una de las máscaras que la acompañamos al baile vestidas de dominó negro con
ribetes blancos, ¿recuerda usted?
— Como si lo estuviese
viendo...
— ¿Se ha
convencido usted? — me preguntó Aurora.
— Convencido; ahora comprendo
la argucia de aquel trapalón de Paco Laínez. Aseguro a ustedes que si un día me
lo encuentro he de cruzarle la cara.
— Déjelo;
es un desdichado. Y usted olvide lo del baile y no lo achaque a ligereza mía, sino
a una ceguera, a un arrebato de amor por mi desventurado Miguel. Después
reflexioné y comprendí que hice mal.
Doña Petra afirmó:
— No sabe
usted la impresión que le causó a Aurora verle a usted en el cementerio
precisamente la tarde en que salió de casa por primera vez desde que ocurrió el
triste accidente del tren; creímos que se nos volvía loca, y no hubo manera de
hacerla desistir de la cartita, que yo misma llevé, y de ir al baile del Casino.
— Quisiera hacer a usted una
pregunta, Aurora, pero temo ser indiscreto.
— Voy a
contestarle sin necesidad que me pregunte: Sí, señor; continúo viuda.
— ¿Y cómo adivinó usted la
pregunta?
— Porque
es la que me hacen todos.
— Se comprende: una viuda tan
joven y tan bonita como usted, tendrá muchos pretendientes.
— Algunos,
pero sigo luchando con el recuerdo de mi pobre Miguel.
Y clavó sus hermosos ojos en mí.
Palpitó mi corazón con violencia. El destino me colocaba otra vez junto a la
mujer enamorada de mí y, aunque fuese en representación de otro, éste ya no
existía y ella merecía ser amada.
Me hizo saber que había perdido a sus
padres y a su suegro, míster Brigthon, y vivía con doña Petra, madrina suya, a
la cual consideraba como a una segunda madre.
La presencia de esta señora que
alternaba en la conversación, detuvo el que yo declarase mi amor a Aurora y el
deseo vehemente de casarme cuanto antes; pero continué allí esperando ocasión
propicia para decirle a Aurora el afecto que por ella sentía.
— ¿Piensan ustedes estar
mucho tiempo en Madrid?
— No
sabemos; eso depende de cómo se presenten nuestros asuntos.
— Si en algo puedo ser
útil...
— Estoy en
tratos para traspasar la fábrica de alcoholes de Málaga; ahora la tengo en manos
de un administrador, y ya sabe usted lo que son los administradores.
— Administrador que administra y
enfermo que enjuaga, algo traga.
— Usted lo
ha dicho — convino doña Petra.
— Si
conseguimos traspasar la fábrica, tal vez me decida a fijar mi residencia en la
corte.
— ¡Cuánto me alegraría,
Aurorita, si se quedase usted en Madrid!
— Veremos
a ver.
Hubo un largo silencio durante el cual
nuestros ojos se dijeron pensamientos adorables. Nos habíamos comprendido.
El tren detúvose en una estación. Se
abrió la portezuela.
— ¡Malo! — dije yo — ;
si vienen señoras, tendré que ahuecar.
— Tal vez no tengan inconveniente en que
venga usted un rato más con nosotras; diremos que es usted un pariente nuestro.
Estábamos en Almodóvar del Río[8].
Al pie de la portezuela aparecieron una mamá[9]
con sus dos hijas: Leonor y Elvira, la fea Elvira, la novia que tuve en
Sevilla. ¡Horror!
Abrí la portezuela opuesta y, sin
despedirme de Aurora ni de su madrina, salté del coche y me fui a cuidar de la
cuñada del coronel.
No sé, pero, al saltar del coche, me
pareció oír a la mamá de Elvira, que decía: «¡El fraile!»
En Córdoba bajaron las otras señoras
que en Posadas subieron, y quedé otra vez a solas con la voluminosa cuñada.
Esta, medio tumbada, dormía y roncaba sibilante.
Corrí la pantalla de la luz del techo
y el departamento quedó casi a obscuras. Me tumbé a la larga, cerré los ojos e
hice examen de conciencia, diciéndome a mí mismo: «Vamos a ver, Claudio; tú te has
portado siempre correctamente, pero con Elvira diste un mal paso y se te fué la
burra al sembrado; la carta que le escribiste dando por terminados nuestros amores
por haberte metido a fraile de la Trapa[10],
fué una gatada propia de un fresco, como tu amigo Ondítegui[11],
pero no de una persona de tu formalidad y de tu respeto con el bello sexo. Debiste
desengañar a Elvira franca y lealmente y, si por mal entendida consideración no
lo hiciste desde el primer momento, obligación tenías de hacerlo en tu última
carta sin unir, como uniste, la burla al desengaño. Hoy, esta falta de
corrección acaba de separarte del lado de Aurora, quitándote ocasión de
declararle tu amor y de averiguar cuál será su paradero en Madrid. Ella y
Elvira te han visto salir del coche, como lo hiciera un malhechor fugitivo; lo
probable será que comenten tu huida, la viudita llegue a conocer tu mal comportamiento
con Elvira, y forme de ti un concepto desdichado. Arrepiéntete de aquella carta
escrita en mal hora, pues no hay falta ni aun pecado que con el arrepentimiento
no se borre, y ello sírvate de escarmiento; y ten presente que cuanto malo se
hace en esta vida es arma de dos filos y contra nosotros vuelve el más temible
y peligroso.»[12]
Y, haciéndome estas reflexiones, quedé
profundamente dormido.
Los primeros albores de la mañana
iluminaban el horizonte; el paisaje empezaba a tomar forma y color cuando fui
despertado por la señora cuñada:
— Tengo un gran desconsuelo en el
estómago. ¿Sabe usted en qué estación podré bajar a tomar algo caliente que me
entone?
— No sé; voy a mirarlo en la
Guía de ferrocarriles.
La Guía la llevaba yo en el maletín
que, con mi manta de viaje, puse en la rejilla. Busqué el maletín; el maletín
no estaba: me lo habían robado.
— ¿Le han robado el maletín?
— Por lo visto, mientras
estábamos dormidos, pues cuando volví del otro coche metí la Guía en el
maletín; lo recuerdo bien.
— ¡Jesús, qué maldición de viajes!
También me lo robaron a mí hace un año entre Pozaldez y Medina del Campo; y a
estas señoras que han bajado en Córdoba, según me han contado, hace cosa de un
mes también les robaron un maletín entre Manzanares y Alcázar de San Juan. Se
conoce que el robo de maletines en los trenes es nuestro pan de cada día, mejor
dicho: nuestro pan de cada noche.
— Pero, digo yo: A los
rateros de tren, ¿quién les informa durante el viaje de los departamentos donde
hay viajeros durmiendo y maletines fáciles de quitar?
— Alguno que esté bien enterado.
— Naturalmente; pero, ¿quién
es?
— Ese es el busilis que convendría
poner en claro.
En la estación siguiente bajé a dar
parte del robo.
Callo el nombre de la estación,
perteneciente a una población de alguna importancia, pues cuanto en esta
población me ocurrió, suele repetirse en más de cuatro de las que figuran en la
Guía de ferrocarriles españoles, y no quiero colgarle a determinada población
lo que a más de cuatro comprende; mas, como en mi relato he de referirme a
ella, la llamaré Más de Cuatro para condensar en una lo que a más de
cuatro corresponde.
Entré en el despacho del jefe de
estación, donde concurrieron la pareja de la Guardia civil, el conductor del
tren, y un sujeto chiquitín, enclenque y con cara de aguilucho hambriento que
dijo ser el inspector de Policía de Más de Cuatro, el cual anotó mi nombre, el
de mi regimiento y los objetos contenidos en el maletín, mostrándome tanto
sentimiento por el percance como si él fuese el propietario del maletín, y más
todavía porque en aquel mismo trayecto venía repitiéndose el robo de maletines
con una frecuencia que le tenía desesperado.
— Vaya
usted tranquilo — me despidió el inspector — ;
yo también he servido en la Milicia y estuve en el Norte y, basta que sea usted
militar, yo le prometo buscar su maletín y encontrarlo, así esté metido bajo
siete estados de tierra.
Llegamos a Madrid. La obesa cuñada me rogó
que la acompañase del brazo a su domicilio, pues el andar a pie la sentaría
como mano de santo contra el mareo que aún le duraba.
Doña Petra y Aurora salieron de la
estación juntas con Leonor, Elvira y su mamá. Esto me escamó y no sin motivo,
como se verá más adelante.
Completé mi cometido dejando a la
colosal cuñada en su tercer piso, con entresuelo, al final del barrio de
Argüelles.
---
[1] PASAPORTE.
s . m . Documento que se da á un militar suelto , partida de tropa, compañía ,
batallón, etc., cuando pasan de un
distrito á otro , en el cual se anotan la ruta que han de llevar, auxilios que
corresponden , etc.
[2] Recapitule
el lector: estamos en la Segunda parte de las 'Memorias de un sietemesino'. En
el capítulo precedente XI. ELVIRA
ROMERALES, el capitán Claudio Béjar entra en relaciones con la señorita Romerales, por equívoco, y tiene que
desfacer su compromiso; afortunadamente para él, su regimiento se traslada con apremio
de Sevilla a Madrid. Pero por una fatal circunstancia, ya en el tren, éste se
va con el regimiento y el coche del capitán Béjar queda averiado en Sevilla. Por
lo que el capitán Béjar ha de solucionar su viaje a la Corte…
[3] El capitán
Béjar se encuentra en el tren con una protagonista importante de la novela, y
que aparece en la portada. La conocimos en la segunda parte, cuando Claudio se
trasladaba de Pamplona a Las Palmas de Gran Canaria, parando en Málaga para
embarcar en un vapor. Recordemos los capítulos III. EN MÁLAGA
[DURANTE EL CARNAVAL, DOS DÍAS ANTES DE EMBARCAR PARA IR A CANARIAS] y IV. [EL
BAILE DE MÁSCARAS EN EL CASINO DE MÁLAGA] ¡POBRE AURORITA!
[4] El
redactor de estas anotaciones a la novela, opina que en la segunda parte el
autor, don Pablo Parellada, tiene algún traspiés con la cronología. El teniente
Béjar fue repatriado a la Península, desde Cuba, a principio de 1878, tras la
Paz de Zanjón; y matrimonia en primavera de 1879, poco antes de pedir su
retiro. Hay poco tiempo, bastante menos de dos años, para los cambios de
guarnición que se suceden.
[5] Brenes
es un municipio y localidad de la provincia de Sevilla. La extensión
superficial de su municipio es de 22 km² . Se encuentra situada a una altitud
de 18 metros y a 22 kilómetros de la capital de provincia, Sevilla.
[6] Posadas
es un municipio español de la provincia de Córdoba. Se encuentra situada a una
altitud de 88 metros y a 32 kilómetros de la capital de provincia.
[7] Estos
equívocos entre Aurora y Claudio se explican por lo sucedido en el capítulo
V. PACO LAÍNEZ [DOS HORAS ANTES DE EMBARCAR EN EL VAPOR A CANARIAS]
[8] Almodóvar
del Río es un municipio español de la provincia de Córdoba, ubicado en la
comarca del Valle Medio del Guadalquivir.
[9] La
señora Romerales y sus dos hijas. Ved el capítulo XI.
ELVIRA ROMERALES [UN ROMANCE CON EQUÍVOCO SIENDO CAPITÁN EN EL REGIMIENTO DE
SEVILLA]
[10] Recordemos
del capítulo precedente:
Me escribió. No la contesté. Me volvió a escribir. Mi
contestación fué: «Estoy enfermo.» Recibí muchas cartas suyas
interesándose por mi salud, y, cansado ya de ser víctima de mis contemplaciones
y miramientos con las mujeres, apelé al recurso de mi amigo Ondítegui y puse a Elvira esta carta, de la que más
tarde hube de arrepentirme:
«Estimada Elvira: La enfermedad que he padecido
puso mi vida en grave peligro. Creyéndome llegado el término de mi existencia,
reclamé los auxilios de la Santa Religión. Recibidos éstos, una revelación
divina me hizo anhelar la paz y tranquilidad de la vida monástica y, firme en
mi propósito, cuando recibas ésta, habré cambiado el uniforme por el humilde
hábito de cartujo. Pido al cielo sobrelleves mi propósito con santa
resignación. Tu hermano en Jesucristo — Claudio.»
Elvira no me creyó y me envió una carta llena de
improperios. A mí, plin.
[11] En
la primera parte de esta novela, se cuenta en el capítulo XIII A
OTRO REGIMIENTO, cuando el alférez Claudio Béjar llega
destinado el regimiento de Pandolfa, en la enésima región militar que “El
teniente Pepe Ondítegui, compañero mío de hospedaje, y gran enredador…”; es
quién lió a Claudio con la señorita Cipriana.
Posteriormente, ya en la segunda parte, se narra el viaje
del teniente Claudio Béjar de Pamplona a Madrid (donde permaneció una semana),
donde tomó el tren de Málaga para embarcar en el vapor “Celedonio Gómez” rumbo
a Las Palmas de Gran Canaria para
incorporarse a su nuevo destino, duró menos de veinte días. En el capítulo
II AL PASAR POR MADRID se encontraron en la
calle del Arenal, siendo Ondítegui ya capitán y recién casado, e inventor de una ‘cachiporra topográfica’
por la que le galardonaron con el grado de comandante.
[12] Recordemos
del capítulo precedente:
También escribí a mi tío una extensa carta
refiriéndole cuán desgraciado era yo en todo lo que ponía mano. Aquel santo
varón me contestó: «Ten presente, mi querido Claudio, que sólo debes
preocuparte de aquellas contrariedades que afectan a tu honor; las demás
considéralas adversidades, y por ellas da gracias a Dios, pues la Adversidad es
gran maestra de la vida, porque es enseñanza y sus golpes, aunque amargos,
nunca son estériles; y llévalos con paciencia, que es señal de sabiduría y
preferible al valor. Tú eres bueno y, tarde o temprano, llegarás a ser feliz,
porque la Felicidad es hermana inseparable de la Virtud.»