IX. EN TOLEDO
¡Quién poseyera galanura de pluma y
exuberancia de inspiración suficientes para cantar un himno a Toledo! La
Imperial ciudad; la de históricos recuerdos; la Roma española; la preferida de
poetas, artistas y demás espíritus soñadores y amantes de las Reliquias
patrias.
He recorrido España entera. He vivido
muchos años en algunas de sus ciudades. Toledo es la única que se me aparece
cuando el sueño cierra mis párpados; entonces la veo y recorro con el alma:
salgo de la Posada de la Sangre. Paso por debajo el arco del mismo nombre.
Llego al Zocodover. Saludo al Alcázar. Subo por la calle de la Plata y
contemplo sus antiguas y señoriales portades. Entro a recrearme en los encajes
murales del salón de la Mesa. Me interno en el dédalo de callejas y pasadizos
evocadores de románticas leyendas. Me extasío en los pintorescos detalles de
las rejas: en los clavos, bisagras y llamadores de las puertas; en las
tracerías de los campanarios mudéjares. Aquí unos azulejos árabes; allí, otros
de Talavera. Me asomo a los patios de casas modestas, donde suelo hallar algún
detalle interesante: un brocal de pozo con arabescos, un capitel estilo
Renacimiento, medio embutido en la pared, un ajimez, unos canecillos, una
gárgola, un inscripción gótica recién descubierta… Llego a San Juan de los Reyes;
a la casa del Greco; a la Catedral, atlas de figuras corpóreas donde estudiar
un curso completo de Arquitectura… y despierto realmente contristado por no
encontrarme realmente ante tanta belleza.
No digáis que visteis Toledo si
estuvisteis unas horas unos días, unas semanas… Para conocer y saborear cuanto
atesora, se necesitan años.
En esta ciudad me despedí de
travesuras, cometiendo las últimas mientras me preparaba para ingresar en la
Academia [de Infantería].
Con motivo de ser el santo de otro
canónigo llamado Agapito, confesor de las monjas de un convento, éstas le
enviaron una gran fuente de natillas con una cenefa de grajea y el letrero “San
Agapito” escrito con pasta de merengue. Una verdadera obra de arte.
La demandadera que las llevaba pasó por
frente de casa en ocasión de que yo salía.
-¿Vive
aquí don Agapito el canónigo? - me preguntó.
-Aquí
vive. ¿Qué desea usted?
-Le
traigo estas natillas de parte de las monjitas.
-Y
¿qué tal están?
-Todas,
bien de salud, gracias a Dios.
-El
cómo están las monjas de salud me importa un rábano; pregunto si están buenas
las natillas.
Y así diciendo, como banderillero
poniendo un par de frente, metí ambos índices en el centro de las natillas y me
los llevé a la boca, habiendo dejado el “San Agapito” hecho un garabato
indescifrable.
La vieja demandadera no pudo evitarlo,
pues ambas manos tenía ocupadas, y más ocupara si tuviera, en sostener la
fuente, que era de las grandes.
-¡Atrevido,
sinvergüenza!- gritó la mujer-. ¡Meter los dedos
en las natillas! ¿Con qué cara se las presento ahora a don Agapito?
-Con
ésta- Contesté.
Y seguidamente chapucé ambas manos en
la fuente y refroté las natillas en la cara de la demandadera. Ésta, para
defenderse, dejó caer la fuente sobre el empedrado. Yo apreté a correr. La
pobre mujer quedó gimoteando en medio de la calle y haciendo reflexiones acerca
del disgusto de las monjas cuando se enterasen de lo ocurrido.
En Toledo había entonces una costumbre
prohibida en algunas épocas por la autoridad eclesiástica: las quínolas[1].
Con motivo de la festividad de algún
santo, las cofradías solían colocar una mesa en el vestíbulo de la iglesia,
donde se rifaban aves, conejos, frutas, algún objeto de arte y también dinero
en pasta. La rifa se hacía por medio de una baraja: cada postor, previo pago de
una perra gorda[2],
recibía tres cartas, y aquel de los jugadores cuyas cartas formaban una
determinada combinación llamada quínola, tenía opción a llevarse algo de
lo que se rifaba.
Dos amigotes y yo nos concertamos para
hacer una que fuera sonada: llegamos, ya anochecido, al vestíbulo de una
pequeña iglesia donde el sacristán, a la luz de dos velas, barajaba y repartía
cartas a un buen número de puntos de ambos sexos. Con disimulo deslicé bajo la
mesa un petardo con la mecha encendida; me coloqué junto al sacristán de la
baraja y pedí cartas. Así que se oyó el estampido tiré del tapete, rodaron los
candeleros, se apagaron las luces, quedó el vestíbulo a oscuras, al mismo
tiempo que uno de mis compañeros de fechoría le metía una sonora bofetada al
sacristán. Los tres emprendimos la fuga.
-¿Qué
ha sido eso?- nos
preguntó una vieja que iba hacia la iglesia aquella.
Y contestamos: -Un cura que ha perdido dos reales en las quínolas y se
pegado un tiro.
La última: Pedí permiso para ir al
teatro, y me fue concedido. El espectáculo era de prestidigitación. Al final,
un taumaturgo italiano figuró cortar una cabeza y la colocó sobre una mesa.
Después invitó al público a subir al escenario y tocar la cabeza para que los
espectadores se convencieran de que era de carne y hueso y no de cartón ni de
cera. Humana era, en efecto, pues el truco, ya entonces desacreditado,
consistía en un hombre metido bajo la mesa y sacando la cabeza por un agujero.
Formose una fila de gente que subía por un lado del escenario y bajaba por el
otro. Nos llegó el turno a un amigo y a mí; mi compañero tocó con el dedo un
carrillo de la cabeza; yo el otro, pero fue metiéndole un alfiler de los
negros. El sujeto a quién la cabeza pertenecía soltó una interjección horrenda
y se puso de pie con la mesa sobre los hombros. Se armó el cisco consiguiente.
Por fortuna, la diablura cayó en gracia y el público se puso de nuestra parte,
nos facilitó la fuga y celebró, una vez más, las cosas del sobrino de don
Exuperio el canónigo.
Conocedor de estas chiquilladas, mi
buen tío me amonestaba de continuo con dulzura y cariño.
Llegaron los exámenes de ingreso. Yo
confiaba en obtener plaza, pues, travesuras aparte, no había dejado de
estudiar. Yo era de los amarrados.[3]
Los aspirantes a ingreso en las
Academias se clasifican a sí mismos en limpios o peces y amarrados o apistonados[4], según el grado de suficiencia. En el
argot del aspirante y del cadete, limpio significa carencia de conocimientos,
cerebro en que, como en el papel en blanco, nada se escribió todavía; amarrado, indica todo lo contrario. Unos y otros tienen
características tan precisas que se les distingue antes de que abran boca en el
examen.[5]
El limpio toma la papeleta que le cupo en suerte; marcha
lentamente al encerado, donde la lee, vuelve a leer y de da más vueltas que un
perro a un hueso. Por fin, alza la cabeza; mira al encerado y no le parece
suficientemente limpio. Toma la esponja o bayeta y, frota que te frotarás, lo
deja bruñido. Empieza a escribir, con muy buena letra, el cálculo a la altura
de su nariz. Borra el rengloncito escrito y lo vuelve a escribir con mejor
letra, si cabe. El limpio es extremadamente pulcro: ninguna
línea recta queda hecha de primera intención; la traza despacio, la borra, la
vuelve a trazar más larga, más corta, más ancha, más delgada o con otra
inclinación. Se le viene a las mientes el inevitable batacazo, el disgusto a
sus padres, la vergüenza de presentarse sin el uniforme ante la novia, el limpio desmaya: descansa sobre una pierna; tiene metida la mano
izquierda en el bolsillo del pantalón; rasca con el índice el yeso, que
conserva entre los otros dedos de la derecha, mientras mira las partículas que
desprende. La silueta del limpio recuerda al pájaro enfermo, al sauce.
De su inmovilidad le saca la voz de uno de los examinadores:
-Señor de Tal. ¿se siente usted
indispuesto? ¿Quiere sentarse un rato y meditar mientras descansa?
-No…
no recuerdo esta teoría- contesta el examinando.
-Puede usted retirarse.
El amarrado
ya es muy
distinto: en un periquete se entera del contenido de la papeleta. Sin fijarse
en las nebulosas del negro encerado, empieza a escribir el cálculo arriba, muy
arriba, para lo cual estira su cuerpo cuanto puede y hasta se pone de
puntillas. Ya le falta poco para rellenar la pizarra. Se arrodilla en el suelo.
¿Qué le importa si el traje se ensucia? Se levanta con yeso en los labios,
rodillas, manos y cejas y, encarándose con el tribunal, dice con aire de
triunfo:
-Me
falta encerado.
-Bien; puede usted ir explicando lo
que tiene puesto.
El amarrado empieza a explicar y llama la atención de los vocales,
que le escuchan complacientes de ver un chiquitín que desarrolla el binomio de
Newton en una edad en que sólo se concibe el desarrollo del cordel para bailar
la peonza.
-Muy
bien, muy bien- me dijeron los examinadores.
Respiré con toda la fuerza de mis pulmones; me engallé y acabé por
contestar con cierta familiaridad científica, como de igual a igual.
Hasta tres veces dijéronme: “Puede usted retirarse” sin oírlo yo: tan
engolfado me encontraba con Euler, Descartes y Pitágoras.
Salí de clase, tiré el sombrero por el aire y mis compañeros me
estrujaron con sus efusiones.
¡Qué alegría la de don Exuperio!
-Toma, toma, hijo mío: esta tarde debes
obsequiar a tus amigos con horchata y barquillos.
Y me dio tres pesetas.
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[1] QUÍNOLA: 1 f. coloq. Rareza,
extravagancia. 2 f. Lance principal del juego de las quínolas. 3 f. pl. Juego
de naipes cuyo lance principal era la quínola y consistía en reunir cuatro
cartas de un palo, ganando, cuando había más de un jugador que la conseguía, aquel
que sumaba más puntos.
[2] PERRA
GORDA: La perra gorda
era el nombre con el que se denominaba a la moneda española de 10 céntimos de
peseta de 1870.
[3] Esta
crónica de cómo fue el examen para ingreso en la Academia de Infantería del
joven Claudio la tomó el novelista de un artículo anterior suyo, “LIMPIOS
Y AMARRADOS”; relato publicado en 1896, en
‘The Patent
London Superfin González Melitón’, Colección de artículos del chispeante
escritor Pablo Parellada (Melitón
González) con multitud de ilustraciones del mismo, siendo capitán profesor
de Física en la Academia General Militar en su I Época, en Toledo. Recomendamos al lector que compare los textos
y así pase un buen rato.
[4] Un
entremés en un Acto y en prosa de Pablo Parellada, estrenado en el Teatro Lara
en 1913: REPASO
DE EXAMEN. Ambientado en Toledo, un alumno de Infantería, perdigón de
tercero, se aloja en una casa de huéspedes, y el sereno lo despierta por
encargo a las tres de la madrugada porque hay que amarrar (como dicen los
cadetes), empollar y apistonarse para el examen.
[5] Mientras
los aspirantes se examinan ante el Tribunal, en el exterior aguardan los
padres. Acuda el lector a la crónica “LOS
COEFICIENTES”, por MELITÓN
GONZÁLEZ, publicado en Blanco
y Negro 19-06-1909, página 9, donde dos coroneles acompañan a sus hijos al
examen para el ingreso en la Academia “Yo he recorrido toda España, sus
colonias y sus islas, y me he batido cien veces, y te aseguro, García, que no
he visto un polinomio al batirme en la península, ni en la costa de Marruecos
ni en Cuba ni en Filipinas.”