XVII. EN CAMPAÑA [CON LOS VOLUNTARIOS CATALANES DE 1868]

 

XVII. EN CAMPAÑA



Después de un par de semanas de permanencia en la Habana, Gala con su familia se marchó a San Miguel de Nuevitas.

Jacoba nos proporcionó ocasiones de hablarnos muchas veces, y de despedirnos; despedida larga, cariñosísima, en la que Gala mostró profundo pesar por nuestra separación. Yo también lo sentí sinceramente; notaba que con Gala se marchaba mi alegría, un pedazo de mi vida.

-No puedes imaginarte, Galita de mi alma, cuánto me apena tu partida y el pensar en la distancia que va a separarnos.

-¿Distansia, dises? Ninguna. Dos que se aman, siempre están serquita, porque para el pensamiento no hay distansias. Piensa constante en mí como yo pensaré en ti, y continuaremos juntos. ¿Pensarás siempre en mí?

-Siempre

-Mira que te propongo, amor mío: las noches de luna y la contemplaré a las dies en punto; contémplala tú a la misma hora, y el astro de la noche será nuestro intermediario, como espejo donde se conjuntan tu imagen y la mía.

-Así lo haré.

-Nos escribiremos diariamente, pero júrame que pondrás todos los medios posibles para venir a verme a San Miguel de Nuevitas.

-Te lo juro.

-Toma mi retrato; me lo hise chiquito para que puedas llevarlo en tu cartera, sobre tu corazón. Mira la dedicatoria:

-“A Claudio, mi único y eterno amor.” Yo te enviaré el mío en cuanto me los traigan de casa del fotógrafo.

También me despedí de Jacoba, que juntó las manos y me suplicó:

-Por Dios y por la Virgen del Amor Hermoso, Niño Claudio; no me olvide usté a Niña Gala; si no, se morirá de pena, y yo también.

Me destinaron a un batallón que estaba acabándose de organizar en la Habana, y con el cual salí a campaña.

Lo mandaba el teniente coronel don Nicasio Urbía, muy expeditivo y de resoluciones prontas.

Antes de salir se le hizo presente que la acémilas que habíamos de llevar para conducir municiones, alimentos y equipajes eran jóvenes y no estaban fogueadas, grave inconveniente, pues no estando acostumbradas al ruido de los disparos , a los primeros podían darnos un disgusto. Le propusieron foguearlas todos los días que nos faltaban para emprender la marcha, pero él lo solucionó más fácilmente y de una sola vez: mando encerrar las mulas y su caballo, que también estaba sin foguear, en una gran casamata de un castillo de la Habana, y largar una descarga metiendo los fusiles por la aspilleras de dicho local.

Se cumplió la orden. La descarga produjo dentro de la casamata una horrible trapatiesta de coces, mordiscos, saltos, carreras; ¡el delirio! Hubo que dar la puntilla al caballo, que resultó perniquebrado, y a seis mulas por idéntica avería. Para nuestro teniente coronel no había dificultades.

En el primer encuentro que tuvimos con los insurrectos, ocupé con mi sección una pequeña altura en el flanco derecho; allí estuvimos haciendo fuego largo rato hasta agotar las municiones. Esperándolas estábamos cuando llegó el teniente coronel:

-Señor oficial, ¿qué hace esa sección sin disparar? ¡Fuego!

-Se nos han acabado los cartuchos.

-No importa; ¡fuego, fuego!

En otra ocasión se nos acabaron los víveres. Llegó la hora de comer, hicimos alto y mandó a tocar [el cornetín de órdenes] a rancho.

-Mi teniente coronel -le advirtieron-, no han llegado los acemileros con los víveres, y no hay nada que comer.

-No importa; que toquen a rancho.

Algunos soldados entretuvieron el hambre chupando un poco de caña de azúcar. Terminado el refrigerio, un negro que venía con nosotros dijo:

-Ya comimos. Aquí al chupal se le llama comel.

Aquella noche nos acostamos extenuados. La tropa sólo había chupado caña por todo alimento. A media noche se la despertó para dar a cada soldado dos castañas pilongas[1].

Siempre ignoré el objetivo militar que se nos tenía encomendado. Sospecho que también lo ignoraba nuestro jefe, así como ignoraban, probablemente, el suyo cuantos jefes mandaban columna o guerrilla. A cada jefe se le asignaba una zona donde operar, y allá se iba, como va el cazador a un determinado coto, sin plan ni concierto, a lo que saliere, dejándolo todo a su criterio, capricho y no pocas veces las extravagancias de algunos.

Por eso las muchas penalidades y privaciones sobrellevadas son sólida disciplina y patriótica resignación, y el valor y heroísmo de que dimos pruebas tan continuas y patentes, de nada práctico sirvieron.

Salíamos del pueblo B; llegábamos al pueblo C; volvíamos a B; tornábamos a C, y así un mes, dos, tres… Los soldados se daban cuenta de la falta de finalidad de nuestros trabajos, y menos mal que, por única protesta, se limitaban a alguna cuchufleta que cantaban mientras bailaban el tango:

 

De Cácarajícara a Cácarajúcaro,

de Cácarajúcaro a Cácarajícara

así no se acaba

la campaña pícara.

 

Mi correspondencia con Galita continuaba sin interrupción, y en ella habíamos apurado ya todo el repertorio de frases tiernas y amorosas.

Según una orden recibida, la gente del teniente coronel Urbía abandonamos la zona de B y C para irnos a reunir con las fuerzas mandadas por el brigadier don Félix Escande: Antes de partir, el señor de Urbía dispuso que se quedase un destacamento de ocho hombres en el campo, solos, entre los poblados de B y C. Le hicimos presente el peligro que correrían aquellos hombres, y nos contestó:

-Que se metan en un blocaus.[2]

-No hay materiales ni herramientas, ni personal para construirlo.

-Se hace de cualquier manera, sea como sea; en seguida, antes de dos horas ha de estar hecho.

-Aquí hemos encontrado unas pocas tablas de pino.

-Sobra con eso; se clavan de punta en el suelo, y ya está.

-Es que no tienen más que un centímetro de espesor: eso lo pasa una pedrada.

-Se blindan con chapa de acero.

-No hay chapa de acero ni de hierro

-Se pintan las tablas de negro; desde lejos parecerán blindadas. No pongan ustedes dificultades.

Anticipo que, a los pocos días, fueron macheteados por los insurrectos aquellos ocho hombres metidos en el blocaus[3] tipo Urbía.[4]

Por el camino encontramos una guerrilla compuesta de voluntarios, catalanes en su mayor parte. Estos se alistaron en Barcelona para el tiempo que durase la guerra. Llevaban ya cinco años de campaña. Los pocos que quedaban vivos tenían más de fiera que de seres humanos, y les importaba muy poco de una vida tan pródiga en penalidades.[5]

En aquella jornada nos llovió, si puede llamarse llover al no caer agua a gotas ni a hilos, sino a sábanas y mantas, según las gastan las nubes en aquella isla.

Tan pronto se presintió el aguacero los voluntarios se desnudaron por completo, metieron el traje de rayadillo, hecha apretada pelota, dentro del sombrero piji, y éste bajo el sobaco. De este modo quedaba el traje seco para cuando el chubasco terminase.

Marchábamos por la manigua, bajo aquel diluvio, abatidos y silenciosos, cuando oí la voz de un voluntario catalán que desde la vanguardia gritaba a sus compañeros:

-¿Estáis contentos?

-¡Sí! -contestaron los demás voluntarios.

Y continuó el otro:

-Eso quiero yo: Allí tendréis jefes que os cuidarán como padres; allí encontraréis oficiales que os tratarán como hermanos…

No se les había olvidado lo que el General Córdoba (1) les dijo en las Atarazanas.

(1)Creo que fue el general Córdoba; no tengo seguridad.

Estos diálogos entre los de la vanguardia y retaguardia eran bastante frecuentes:

-¡Pep!

-¿Qué vols?

-¿Cuán s’acaba la campaña de Cuba?

-Cuan te clavin una bala al cap.

Cada frase de estos diálogos iba adornada con alguna interjección rabiosa, refinada y candente. A pesar de la desesperación de aquellos infelices, así que llegamos a un poblado, se vistieron y, alegres y retozones, formaron corro, improvisaron un orfeón y rompieron a cantar:

 

Tres butifarras

grasas, grasas, grasas,

tres llangunisas

frisas, frisas, frisas;

tres cunills de la barba d’or

que cuatre son los peus del porch.

 

A los dos días nos reunimos con el brigadier Escande.

-Mi brigadier -dio parte el teniente coronel Umbría-, he dejado los poblados B y C convenientemente vigilados por un destacamento de ocho hombres dentro de un blocaus.

El brigadier Escande es una figura magna que merece capítulo aparte.



[1] Las castañas pilongas son castañas a las que se le has aplicado un método de secado y ahumado tradicional que permite conservarlas durante todo el año. Aunque su rictus es duro, tras ablandar durante el proceso de cocina terminarán deshaciéndose en la boca. El secado de las castañas era uno de los métodos utilizado tradicionalmente para conservarlas durante todo el año, manteniendo sus propiedades nutricionales y gustativas. Este tipo de castañas, son conocidas como “pilongas”.

El remojo es indispensable para reblandecer las castañas y para mejorar su digestibilidad (ya que nos ayuda a disminuir las flatulencias asociadas a este fruto seco), y debe hacerse el día anterior durante unas 12-14 horas. Pasado este tiempo, ya están listas para ser cocidas.

[2] BLOCAUT. s . m. Blockaus .  BLOCKAUS . s. m. Palabra Alemana compuesta de las voces block, tronco de árbol , y haus, casa. Es una especie de reducto ó pequeño fortín de madera clavado en tierra, sin salida exterior y comunicándose por caminos subterráneos con la plaza ó fortificación á la cual sirva de obra avanzada . Su altura es de seis ó mas piés . La parte superior suele ser saliente ó volada, para defender la base de la obra. Algunas veces es un palenque ó cielo raso con fosos, troneras y aun empalizadas . Los ingleses dan particularmente el nombre de blockaus á una especie de fortines que acostumbran construir á la entrada y parte exterior de los puertos

.

[3] El mito de los ‘blocaos’: fortines «caros e inútiles» que llevaron al desastre al Imperio español. En 1921, el periodista de ABC Antonio Azpeítua hizo un análisis del sistema de fuertes establecido en el Rif por el ejército.

Mil y una veces rubricaron los redactores y corresponsales de ABC la palabra ‘ blocao’ en las páginas de este diario. Raro era amanecer entre 1909 y 1925 y no desayunarse con una noticia en la que los citaban. Que si se ha levantado uno por aquí; que si se ha atacado otro por allá. Nada raro ya que, a principios del siglo XX, estos pequeños fuertes vertebraban los sistemas defensivos españoles en el norte de África. Eficientes y fáciles de construir a base de piedras y sacos terreros, ayudaron al Ejército a mantener los últimos reductos de nuestro maltrecho Imperio español en el Rif, que ya es decir bastante.

Sin embargo, tan cierto como que los ‘blocaos’ podían construirse a la velocidad del rayo en mitad del Rif, también lo es que adolecían de una serie de problemas que los convertían, en ocasiones, en una trampa mortal.

El mismo ABC así lo confirmó en un artículo publicado en 1921 bajo un titular tan claro como doloroso: «El caro e inútil ‘blocao’». En él, el famoso enviado especial Antonio Azpeítua confirmaba que su precio oscilaba entre las 30.000 y las 40.000 pesetas (una cantidad considerable para la época) y que impedía a los soldados en su interior «salir sin correr verdadero peligro para llevar a cabo tareas tan sencillas como hacer la aguada.

Origen y construcción

Pero vayamos por partes. ¿Qué era, allá por los inicios del siglo XX, un ‘blocao’? ABC también respondió a esta pregunta en un reportaje publicado el 26 de agosto de 1909. En el mismo se especificaba que el término provenía de la fusión de dos palabras germanas: ‘block’ –pedrusco o tronco– y ‘hause’ –casa–. Aunque su origen último es español, pues fue Bernardino de Mendoza quien presentó a Felipe III «una forma de ingenios de madera y ciertos tornillos con los que se podía armar en muy breve espacio de tiempo un [fuerte], siendo fabricado por maderos pequeños que se pueden llevar en cualquier bestia y no de mucho volumen y embarazo al armarse y desarmarse».

Los autores de ambos reportajes coincidieron en definir los ‘blocaos’ como una caseta de madera, con tejado de chapa ondulada, cuyas paredes se revestían de sacos terreros capaces de detener el fuego de fusilería enemigo. Aunque fue el periodista de 1909 quien más se prodigó al indicar que solían tener un único piso y que, cuando en casos extraños, se añadía un segundo, era con el objetivo de que la unidad destinada en su interior hiciese fuego desde un punto elevado. «Según el lugar que este ocupe y las armas de que disponga el enemigo, se construye con más o menos solidez, aunque siempre superior a la penetración de las bajas de fusil», añadía el periodista en el texto.

Tan solo se les olvidó indicar algo que recalcan Juan García del Río y Carlos González Rosado en ‘Blocaos. Vida y muerte en Marrueco’ (Almena): en principio, la pared de la mayoría de los blocaos se reforzaba en su parte más baja con varias hileras de piedras. Sin embargo, esa práctica dejó de llevarse a cabo por lo engorroso que era y el tiempo que retrasaba la construcción. Estos divulgadores españoles recalcan también que se necesitaban 75 sacos terreros por metro lineal de parapeto para fortificar las posiciones más comunes, mientras que esta cantidad aumentaba hasta el centenar en los ‘blocaos’. «En la práctica, los más pequeños, de 4 por 4 metros, exigían 1.600», completan.

Aunque los ‘blocaos’ más humildes apenas contaban con una sala, los de mayores dimensiones podían contar con tambores para ametralladoras, pozos de agua, cocina o una pequeña cabaña dedicada a las comunicaciones y a guardar vituallas. En la mayoría, sin embargo, el líquido elemento brillaba por su ausencia y era necesario hacer a diario la ‘aguada’ o búsqueda de agua en las fuentes cercanas. La máxima, con todo, era valerse del ingenio. Eso hizo que se empezara a dejar una pequeña abertura en los tejados de chapa para recoger la lluvia. Y es que, en el desierto cualquier idea era válida para aprovechar los recursos naturales.

Una vez levantado el edificio principal, la guarnición –entre doce y veinte hombres– se dedicaba a excavar letrinas en la parte posterior y a levantar una pequeña alambrada. Según Azpeítua, esta apenas servía «para colgar la ropa», pero lo cierto es que podía evitar más de un disgusto a los militares españoles. Así lo corroboran los autores españoles en su obra, donde remarcan su utilidad a la hora de frenar los avances enemigos. En lo que sí están de acuerdo con el periodista es en la gran cantidad de material que era necesario para construirlas: «Para la construcción de un ‘blocao’ de 4 por 4, se necesitaban 1.500 metros de alambrada, 60 estaciones y 4 kilos de grapas».

Problemas peligrosos

Durante años, los ‘blocaos’ fueron ubicados en zonas clave para el avance español en el Rif. Desde las afueras de kábilas amigas a las que se pretendía proteger, hasta caminos por los que transitaban convoyes. A bote pronto parecían baratos de fabricar –solo hacía falta arena y sacos para construirlos–, rápidos de levantar y ofrecían una posición de relativa seguridad desde la que hacer fuego. ¿Por qué, entonces, el reportero de ABC cargó contra ellos? Por varias causas. La primera, que solo contaban con una puerta. «La guarnición no puede salir sin correr grave peligro, pues nada es más fácil para los moros que tener enfilada la única puerta de la que disponen».

La segunda pega que reseñó Azpeítua fue su alto coste, entre 30.000 y 40.000 pesetas. Un dinero que, unido a la escasez de material y a la falta de tropas, hizo que se construyeran muy separados unos de otros. En la práctica, y tal como quedó demostrado durante el desastre de Annual en 1921, eso permitía al enemigo rodear la posición y esperar hasta que la guarnición se rindiera de hambre y sed al no poder llevar a cabo la ‘aguada’. El periodista de ABC incidió sobre ello en su texto:

«Desde luego que el sistema de ‘blocaos’ garantizará la tranquilidad de Marruecos. Ei día que tengamos un ‘blocao’ pegadíto al otro cubriendo la llanura, y el monte, y la ladera, y el valle, la zona estará totalmente segura. A ello sólo se opone una cuestión de números: los cientos, los millares de blocaos que tenemos hoy, consumen tres cuartas partes del Ejército de ocupación, y ocupan el resto en su aprovisionamiento. Ahora bien; como todavía queda más del 60 por 100 del territorio sin ocupar, necesitaremos triplicar el número de soldados y la cantidad de millones para llegar a ese ideal de pacificación, que poco se diferencia del proyecto que consiste en vigilar cada moro con una pareja de la Guardia Civil».

El reportero fue más que tajante. Además de vaticinar lo que ocurriría tras el ascenso de Abd el-Krim, confirmó que los ‘blocaos’ tan solo servían para inmovilizar a las escasas fuerzas con las que contaba España –pues condenaban a la retaguardia a cientos de hombres– y multiplicaban el número de caravanas que había que organizar desde los campamentos centrales. «El papel que le asignaron al ‘blocao’ era la protección de caminos entre posición y posición. Pero todos los días salen de las posiciones fuerzas de Infantería y Caballería para garantizar la propia comunicación con el ‘blocao’. Es decir, un guardián que necesita que le guarden», añadió. Y volvió a acertar.

Azpeítua también criticó el pésimo planteamiento estratégico de los ‘blocaos’. Y es que, al estar tan alejados unos de otros, resultaba imposible al ejército español socorrer a aquellos que hubieran sido cercados: «Cuando una partida enemiga, que nunca baja de sesenta hombres, ataca a un ‘blocao’, es milagroso que sus defensores puedan resistir hasta que la columna que sale de la posición más próxima llega a socorrerles». El final del artículo era igual de claro: «Por lo expuesto queda demostrada la inutilidad del caro ‘blocao’. No obstante, todos los días se ponen nuevos y, cuando escribimos esta carta, los ingenieros, protegidos por Regulares, están levantando otro». No se le puede negar su capacidad analítica, pues poco después este sistema de fortines demostró su inutilidad palmaria durante el avance rifeño tras el Desastre de Annual.

[4] Volverá Urbía a ser protagonista al comienzo de la segunda parte de esta novela: cuando el teniente Claudio Béjar sea destinado a un regimiento en Pamplona, será recibido por el general Urbía, gobernador militar de la plaza, quién le invitará a las veladas de los jueves en su domicilio, en donde conocerá a Irene, la hija de los vizcondes de Lodain. 

[5] El 8-I-1869 se reunieron en Barcelona ciento veintiocho hombres de negocios de la ciudad, los cuales “alarmados por las noticias que se recibían de Cuba, y que consideraban comprometidos los grandes intereses de Cataluña en Cuba, las vidas de nuestros hermanos y a la vez, que la honra de nuestro pabellón”, acordaron exigir a la Diputación de Barcelona que impulsase rápidamente iniciativas concretas en contra de la insurrección que había estallado en el oriente cubano hacía unos meses.

En total, el número de voluntarios catalanes que salieron en 1869 de Barcelona rumbo a Cuba fue de unos 3.600. Esa cifra multiplicaba por siete el número de los 475 voluntarios embarcados nueve años antes para la guerra de África.

De hecho, el contingente de los voluntarios catalanes de 1869 triplicó el número de jóvenes que correspondía enviar a la isla por los municipios de la provincia de Barcelona en la quinta de ese año (1.164 soldados) y sumaba el equivalente al 15% de los jóvenes quintados en el conjunto de España. Es más, los 3.600 voluntarios alistados en Barcelona representaron el 10,4% del total de efectivos militares que se enviaron desde la península, entre noviembre de 1868 y diciembre de 1869, para sofocar la rebelión cubana”