XVII. EN CAMPAÑA
Después de un par de semanas de
permanencia en la Habana, Gala con su familia se marchó a San Miguel de
Nuevitas.
Jacoba nos proporcionó ocasiones de hablarnos
muchas veces, y de despedirnos; despedida larga, cariñosísima, en la que Gala
mostró profundo pesar por nuestra separación. Yo también lo sentí sinceramente;
notaba que con Gala se marchaba mi alegría, un pedazo de mi vida.
-No puedes imaginarte, Galita de mi
alma, cuánto me apena tu partida y el pensar en la distancia que va a
separarnos.
-¿Distansia,
dises? Ninguna. Dos que se aman, siempre están serquita, porque para el
pensamiento no hay distansias. Piensa constante en mí como yo pensaré en ti, y
continuaremos juntos. ¿Pensarás siempre en mí?
-Siempre
-Mira que
te propongo, amor mío: las noches de luna y la contemplaré a las dies en punto;
contémplala tú a la misma hora, y el astro de la noche será nuestro
intermediario, como espejo donde se conjuntan tu imagen y la mía.
-Así lo haré.
-Nos
escribiremos diariamente, pero júrame que pondrás todos los medios posibles
para venir a verme a San Miguel de Nuevitas.
-Te lo juro.
-Toma mi
retrato; me lo hise chiquito para que puedas llevarlo en tu cartera, sobre tu
corazón. Mira la dedicatoria:
-“A
Claudio, mi único y eterno amor.” Yo te enviaré el mío en cuanto me los traigan de
casa del fotógrafo.
También me despedí de Jacoba, que
juntó las manos y me suplicó:
-Por Dios
y por la Virgen del Amor Hermoso, Niño Claudio; no me olvide usté a Niña Gala;
si no, se morirá de pena, y yo también.
Me destinaron a un batallón que estaba
acabándose de organizar en la Habana, y con el cual salí a campaña.
Lo mandaba el teniente coronel don Nicasio Urbía, muy
expeditivo y de resoluciones prontas.
Antes de salir se le hizo presente que
la acémilas que habíamos de llevar para conducir municiones, alimentos y
equipajes eran jóvenes y no estaban fogueadas, grave inconveniente, pues no
estando acostumbradas al ruido de los disparos , a los primeros podían darnos
un disgusto. Le propusieron foguearlas todos los días que nos faltaban para
emprender la marcha, pero él lo solucionó más fácilmente y de una sola vez:
mando encerrar las mulas y su caballo, que también estaba sin foguear, en una
gran casamata de un castillo de la Habana, y largar una descarga metiendo los
fusiles por la aspilleras de dicho local.
Se cumplió la orden. La descarga
produjo dentro de la casamata una horrible trapatiesta de coces, mordiscos,
saltos, carreras; ¡el delirio! Hubo que dar la puntilla al caballo, que resultó
perniquebrado, y a seis mulas por idéntica avería. Para nuestro teniente
coronel no había dificultades.
En el primer encuentro que tuvimos con
los insurrectos, ocupé con mi sección una pequeña altura en el flanco derecho;
allí estuvimos haciendo fuego largo rato hasta agotar las municiones.
Esperándolas estábamos cuando llegó el teniente coronel:
-Señor oficial, ¿qué hace esa sección
sin disparar? ¡Fuego!
-Se nos han acabado los cartuchos.
-No importa; ¡fuego, fuego!
En otra ocasión se nos acabaron los
víveres. Llegó la hora de comer, hicimos alto y mandó a tocar [el cornetín de
órdenes] a rancho.
-Mi
teniente coronel -le advirtieron-, no han
llegado los acemileros con los víveres, y no hay nada que comer.
-No importa; que toquen a rancho.
Algunos soldados entretuvieron el
hambre chupando un poco de caña de azúcar. Terminado el refrigerio, un negro
que venía con nosotros dijo:
-Ya
comimos. Aquí al chupal se le llama comel.
Aquella noche nos acostamos
extenuados. La tropa sólo había chupado caña por todo alimento. A media noche
se la despertó para dar a cada soldado dos castañas pilongas[1].
Siempre
ignoré el objetivo militar que se nos tenía encomendado. Sospecho que también
lo ignoraba nuestro jefe, así como ignoraban, probablemente, el suyo cuantos
jefes mandaban columna o guerrilla. A cada jefe se le asignaba una zona donde
operar, y allá se iba, como va el cazador a un determinado coto, sin plan ni
concierto, a lo que saliere, dejándolo todo a su criterio, capricho y no pocas
veces las extravagancias de algunos.
Por
eso las muchas penalidades y privaciones sobrellevadas son sólida disciplina y
patriótica resignación, y el valor y heroísmo de que dimos pruebas tan
continuas y patentes, de nada práctico sirvieron.
Salíamos del pueblo B; llegábamos al
pueblo C; volvíamos a B; tornábamos a C, y así un mes, dos, tres… Los soldados
se daban cuenta de la falta de finalidad de nuestros trabajos, y menos mal que,
por única protesta, se limitaban a alguna cuchufleta que cantaban mientras
bailaban el tango:
De Cácarajícara a Cácarajúcaro,
de Cácarajúcaro a Cácarajícara
así no se acaba
la campaña pícara.
Mi correspondencia con Galita
continuaba sin interrupción, y en ella habíamos apurado ya todo el repertorio
de frases tiernas y amorosas.
Según una orden recibida, la gente del
teniente coronel Urbía abandonamos la zona de B y C para irnos a reunir con las
fuerzas mandadas por el brigadier don Félix Escande: Antes de partir, el señor
de Urbía dispuso que se quedase un destacamento de ocho hombres en el campo,
solos, entre los poblados de B y C. Le hicimos presente el peligro que
correrían aquellos hombres, y nos contestó:
-Que se metan en un blocaus.[2]
-No hay materiales ni herramientas,
ni personal para construirlo.
-Se hace de cualquier manera, sea
como sea; en seguida, antes de dos horas ha de estar hecho.
-Aquí hemos encontrado unas pocas
tablas de pino.
-Sobra con eso; se clavan de punta en
el suelo, y ya está.
-Es que no tienen más que un
centímetro de espesor: eso lo pasa una pedrada.
-Se blindan con chapa de acero.
-No hay chapa de acero ni de hierro
-Se pintan las tablas de negro; desde
lejos parecerán blindadas. No pongan ustedes dificultades.
Anticipo que, a los pocos días, fueron
macheteados por los insurrectos aquellos ocho hombres metidos en el blocaus[3]
tipo Urbía.[4]
Por el camino encontramos una
guerrilla compuesta de voluntarios, catalanes en su mayor parte. Estos se
alistaron en Barcelona para el tiempo que durase la guerra. Llevaban ya cinco
años de campaña. Los pocos que quedaban vivos tenían más de fiera que de seres
humanos, y les importaba muy poco de una vida tan pródiga en penalidades.[5]
En aquella jornada nos llovió, si
puede llamarse llover al no caer agua a gotas ni a hilos, sino a sábanas
y mantas, según las gastan las nubes en aquella isla.
Tan pronto se presintió el aguacero
los voluntarios se desnudaron por completo, metieron el traje de rayadillo,
hecha apretada pelota, dentro del sombrero piji, y éste bajo el sobaco. De este
modo quedaba el traje seco para cuando el chubasco terminase.
Marchábamos por la manigua, bajo aquel
diluvio, abatidos y silenciosos, cuando oí la voz de un voluntario catalán que
desde la vanguardia gritaba a sus compañeros:
-¿Estáis
contentos?
-¡Sí! -contestaron
los demás voluntarios.
Y continuó el otro:
-Eso quiero
yo: Allí tendréis jefes que os cuidarán como padres; allí encontraréis
oficiales que os tratarán como hermanos…
No se les había olvidado lo que el
General Córdoba (1) les dijo en las Atarazanas.
(1)Creo que fue el general Córdoba; no tengo
seguridad.
Estos diálogos entre los de la
vanguardia y retaguardia eran bastante frecuentes:
-¡Pep!
-¿Qué vols?
-¿Cuán
s’acaba la campaña de Cuba?
-Cuan te
clavin una bala al cap.
Cada frase de estos diálogos iba
adornada con alguna interjección rabiosa, refinada y candente. A pesar de la
desesperación de aquellos infelices, así que llegamos a un poblado, se
vistieron y, alegres y retozones, formaron corro, improvisaron un orfeón y
rompieron a cantar:
Tres butifarras
grasas, grasas, grasas,
tres llangunisas
frisas, frisas, frisas;
tres cunills de la barba d’or
que cuatre son los peus del porch.
A los dos días nos reunimos con el
brigadier Escande.
-Mi brigadier -dio parte el
teniente coronel Umbría-, he dejado los poblados B y C convenientemente
vigilados por un destacamento de ocho hombres dentro de un blocaus.
El brigadier Escande es una figura magna
que merece capítulo aparte.
[1] Las
castañas pilongas son castañas a las que se le has aplicado un método de secado
y ahumado tradicional que permite conservarlas durante todo el año. Aunque su
rictus es duro, tras ablandar durante el proceso de cocina terminarán
deshaciéndose en la boca. El secado de las castañas era uno de los métodos
utilizado tradicionalmente para conservarlas durante todo el año, manteniendo
sus propiedades nutricionales y gustativas. Este tipo de castañas, son
conocidas como “pilongas”.
El remojo es indispensable para reblandecer las
castañas y para mejorar su digestibilidad (ya que nos ayuda a disminuir las
flatulencias asociadas a este fruto seco), y debe hacerse el día anterior
durante unas 12-14 horas. Pasado este tiempo, ya están listas para ser cocidas.
[2] BLOCAUT.
s . m. Blockaus . BLOCKAUS . s.
m. Palabra Alemana compuesta de las voces block, tronco de árbol , y haus,
casa. Es una especie de reducto ó pequeño fortín de madera clavado en tierra,
sin salida exterior y comunicándose por caminos subterráneos con la plaza ó
fortificación á la cual sirva de obra avanzada . Su altura es de seis ó mas
piés . La parte superior suele ser saliente ó volada, para defender la base de
la obra. Algunas veces es un palenque ó cielo raso con fosos, troneras y aun
empalizadas . Los ingleses dan particularmente el nombre de blockaus á
una especie de fortines que acostumbran construir á la entrada y parte exterior
de los puertos
.
[3] El
mito de los ‘blocaos’: fortines «caros e inútiles» que llevaron al desastre al
Imperio español. En 1921, el periodista de ABC Antonio Azpeítua hizo un
análisis del sistema de fuertes establecido en el Rif por el ejército.
Mil y una veces rubricaron los redactores y
corresponsales de ABC la palabra ‘ blocao’ en las páginas de este diario. Raro
era amanecer entre 1909 y 1925 y no desayunarse con una noticia en la que los
citaban. Que si se ha levantado uno por aquí; que si se ha atacado otro por
allá. Nada raro ya que, a principios del siglo XX, estos pequeños fuertes
vertebraban los sistemas defensivos españoles en el norte de África. Eficientes
y fáciles de construir a base de piedras y sacos terreros, ayudaron al Ejército
a mantener los últimos reductos de nuestro maltrecho Imperio español en el Rif,
que ya es decir bastante.
Sin embargo, tan cierto como que los ‘blocaos’ podían
construirse a la velocidad del rayo en mitad del Rif, también lo es que
adolecían de una serie de problemas que los convertían, en ocasiones, en una
trampa mortal.
El mismo ABC así lo confirmó en un artículo publicado
en 1921 bajo un titular tan claro como doloroso: «El caro e inútil ‘blocao’».
En él, el famoso enviado especial Antonio Azpeítua confirmaba que su precio
oscilaba entre las 30.000 y las 40.000 pesetas (una cantidad considerable para
la época) y que impedía a los soldados en su interior «salir sin correr
verdadero peligro para llevar a cabo tareas tan sencillas como hacer la aguada.
Origen y construcción
Pero vayamos por partes. ¿Qué era, allá por los
inicios del siglo XX, un ‘blocao’? ABC también respondió a esta pregunta en un
reportaje publicado el 26 de agosto de 1909. En el mismo se especificaba que el
término provenía de la fusión de dos palabras germanas: ‘block’ –pedrusco o
tronco– y ‘hause’ –casa–. Aunque su origen último es español, pues fue
Bernardino de Mendoza quien presentó a Felipe III «una forma de ingenios de
madera y ciertos tornillos con los que se podía armar en muy breve espacio de tiempo
un [fuerte], siendo fabricado por maderos pequeños que se pueden llevar en
cualquier bestia y no de mucho volumen y embarazo al armarse y desarmarse».
Los autores de ambos reportajes coincidieron en
definir los ‘blocaos’ como una caseta de madera, con tejado de chapa ondulada,
cuyas paredes se revestían de sacos terreros capaces de detener el fuego de
fusilería enemigo. Aunque fue el periodista de 1909 quien más se prodigó al
indicar que solían tener un único piso y que, cuando en casos extraños, se
añadía un segundo, era con el objetivo de que la unidad destinada en su
interior hiciese fuego desde un punto elevado. «Según el lugar que este ocupe y
las armas de que disponga el enemigo, se construye con más o menos solidez,
aunque siempre superior a la penetración de las bajas de fusil», añadía el
periodista en el texto.
Tan solo se les olvidó indicar algo que recalcan Juan
García del Río y Carlos González Rosado en ‘Blocaos. Vida y muerte en Marrueco’
(Almena): en principio, la pared de la mayoría de los blocaos se reforzaba en
su parte más baja con varias hileras de piedras. Sin embargo, esa práctica dejó
de llevarse a cabo por lo engorroso que era y el tiempo que retrasaba la
construcción. Estos divulgadores españoles recalcan también que se necesitaban
75 sacos terreros por metro lineal de parapeto para fortificar las posiciones
más comunes, mientras que esta cantidad aumentaba hasta el centenar en los
‘blocaos’. «En la práctica, los más pequeños, de 4 por 4 metros, exigían
1.600», completan.
Aunque los ‘blocaos’ más humildes apenas contaban con
una sala, los de mayores dimensiones podían contar con tambores para
ametralladoras, pozos de agua, cocina o una pequeña cabaña dedicada a las
comunicaciones y a guardar vituallas. En la mayoría, sin embargo, el líquido
elemento brillaba por su ausencia y era necesario hacer a diario la ‘aguada’ o
búsqueda de agua en las fuentes cercanas. La máxima, con todo, era valerse del
ingenio. Eso hizo que se empezara a dejar una pequeña abertura en los tejados
de chapa para recoger la lluvia. Y es que, en el desierto cualquier idea era
válida para aprovechar los recursos naturales.
Una vez levantado el edificio principal, la guarnición
–entre doce y veinte hombres– se dedicaba a excavar letrinas en la parte
posterior y a levantar una pequeña alambrada. Según Azpeítua, esta apenas
servía «para colgar la ropa», pero lo cierto es que podía evitar más de un
disgusto a los militares españoles. Así lo corroboran los autores españoles en
su obra, donde remarcan su utilidad a la hora de frenar los avances enemigos.
En lo que sí están de acuerdo con el periodista es en la gran cantidad de material
que era necesario para construirlas: «Para la construcción de un ‘blocao’ de 4
por 4, se necesitaban 1.500 metros de alambrada, 60 estaciones y 4 kilos de
grapas».
Problemas peligrosos
Durante años, los ‘blocaos’ fueron ubicados en zonas
clave para el avance español en el Rif. Desde las afueras de kábilas amigas a
las que se pretendía proteger, hasta caminos por los que transitaban convoyes.
A bote pronto parecían baratos de fabricar –solo hacía falta arena y sacos para
construirlos–, rápidos de levantar y ofrecían una posición de relativa
seguridad desde la que hacer fuego. ¿Por qué, entonces, el reportero de ABC
cargó contra ellos? Por varias causas. La primera, que solo contaban con una
puerta. «La guarnición no puede salir sin correr grave peligro, pues nada es
más fácil para los moros que tener enfilada la única puerta de la que
disponen».
La segunda pega que reseñó Azpeítua fue su alto coste,
entre 30.000 y 40.000 pesetas. Un dinero que, unido a la escasez de material y
a la falta de tropas, hizo que se construyeran muy separados unos de otros. En
la práctica, y tal como quedó demostrado durante el desastre de Annual en 1921,
eso permitía al enemigo rodear la posición y esperar hasta que la guarnición se
rindiera de hambre y sed al no poder llevar a cabo la ‘aguada’. El periodista
de ABC incidió sobre ello en su texto:
«Desde luego que el sistema de ‘blocaos’
garantizará la tranquilidad de Marruecos. Ei día que tengamos un ‘blocao’
pegadíto al otro cubriendo la llanura, y el monte, y la ladera, y el valle, la
zona estará totalmente segura. A ello sólo se opone una cuestión de números:
los cientos, los millares de blocaos que tenemos hoy, consumen tres cuartas
partes del Ejército de ocupación, y ocupan el resto en su aprovisionamiento.
Ahora bien; como todavía queda más del 60 por 100 del territorio sin ocupar,
necesitaremos triplicar el número de soldados y la cantidad de millones para
llegar a ese ideal de pacificación, que poco se diferencia del proyecto que
consiste en vigilar cada moro con una pareja de la Guardia Civil».
El reportero fue más que tajante. Además de vaticinar
lo que ocurriría tras el ascenso de Abd el-Krim, confirmó que los ‘blocaos’ tan
solo servían para inmovilizar a las escasas fuerzas con las que contaba España
–pues condenaban a la retaguardia a cientos de hombres– y multiplicaban el
número de caravanas que había que organizar desde los campamentos centrales.
«El papel que le asignaron al ‘blocao’ era la protección de caminos entre
posición y posición. Pero todos los días salen de las posiciones fuerzas de
Infantería y Caballería para garantizar la propia comunicación con el ‘blocao’.
Es decir, un guardián que necesita que le guarden», añadió. Y volvió a acertar.
Azpeítua también criticó el pésimo planteamiento
estratégico de los ‘blocaos’. Y es que, al estar tan alejados unos de otros,
resultaba imposible al ejército español socorrer a aquellos que hubieran sido
cercados: «Cuando una partida enemiga, que nunca baja de sesenta hombres, ataca
a un ‘blocao’, es milagroso que sus defensores puedan resistir hasta que la
columna que sale de la posición más próxima llega a socorrerles». El final del
artículo era igual de claro: «Por lo expuesto queda demostrada la inutilidad
del caro ‘blocao’. No obstante, todos los días se ponen nuevos y, cuando
escribimos esta carta, los ingenieros, protegidos por Regulares, están
levantando otro». No se le puede negar su capacidad analítica, pues poco
después este sistema de fortines demostró su inutilidad palmaria durante el
avance rifeño tras el Desastre de Annual.
[4] Volverá
Urbía a ser protagonista al comienzo de la segunda parte de esta novela: cuando
el teniente Claudio Béjar sea destinado a un regimiento en Pamplona, será
recibido por el general Urbía, gobernador militar de la plaza, quién le
invitará a las veladas de los jueves en su domicilio, en donde conocerá a
Irene, la hija de los vizcondes de Lodain.
[5] El
8-I-1869 se reunieron en Barcelona ciento veintiocho hombres de negocios de la
ciudad, los cuales “alarmados por las noticias que se recibían de Cuba, y
que consideraban comprometidos los grandes intereses de Cataluña en Cuba, las
vidas de nuestros hermanos y a la vez, que la honra de nuestro pabellón”,
acordaron exigir a la Diputación de Barcelona que impulsase rápidamente
iniciativas concretas en contra de la insurrección que había estallado en el
oriente cubano hacía unos meses.
En total, el número de voluntarios
catalanes que salieron en 1869 de Barcelona rumbo a Cuba fue de unos 3.600.
Esa cifra multiplicaba por siete el número de los 475 voluntarios embarcados
nueve años antes para la guerra de África.
De hecho, el
contingente de los voluntarios catalanes de 1869 triplicó el número de
jóvenes que correspondía enviar a la isla por los municipios de la provincia de
Barcelona en la quinta de ese año (1.164 soldados) y sumaba el equivalente al
15% de los jóvenes quintados en el conjunto de España. Es más, los 3.600 voluntarios
alistados en Barcelona representaron el 10,4% del total de efectivos militares
que se enviaron desde la península, entre noviembre de 1868 y diciembre de
1869, para sofocar la rebelión cubana”