XV. PARECIÓ EL MALETÍN
Por los trámites reglamentarios fui
citado por el juez de Más de Cuatro para prestar declaración en las actuaciones
seguidas por el robo del maletín.[1]
Eran las siete de la mañana cuando
bajé del tren en la estación de Más de Cuatro. La hora no era apropiada para ir
al Juzgado, y como hacía un frío glacial, creí prudente quedarme en la estación
algún tiempo. Entré a calentarme en la sala de espera. Había chimenea, pero sin
fuego ni indicios de haberlo habido. Según le oí refunfuñar a otro viajero, el
carbón que la Compañía tenía asignado para la sala de espera, el jefe de
estación de Más de Cuatro lo gastaba en su cocina y chimenea particulares.
Marché a la población a pie. Pregunté
por una fonda y en ella me acosté hasta las diez, hora en que fui a presentarme
al jefe de la Zona, comandante militar de la población.
Habitaba este señor en las afueras y
hube de soportar la ida y la vuelta por un largo camino lleno de fango, y bajo
una helada llovizna que me azotaba el rostro. Esto de las presentaciones es un
encanto, sobre todo cuando el señor a quien hay que presentarse habita donde Cristo
dió las tres voces.[2]
En el Juzgado pregunté a un viejo
portero de bigote blanco:
— ¿Ha venido el señor juez?
— No, señor.
¿Le han citado a usted?
— Sí, señor; me han citado para las
once, y son las once y cuarto.
— Eso no
le hace: a lo mejor citan para las once y se descuelga el juez a las doce y
media.
— ¿Hay algún sitio donde poder
esperar?
— Arriba;
pero va usted a helar de frío lo mismo que aquí.
— ¿No hay calefacción?
— No,
señor; ni siquiera está esterado. Esto es una miseria.
Yo estaba aterido de
frío, con los pies entumecidos. Esperé pataleando, más que paseando, sobre el
suelo húmedo de aquella lóbrega entrada. El portero hacía lo mismo, frotándose
las manos de continuo.
— Mi
capitán — me dijo — , en estas oficinas civiles
no busque usted la puntualidad que tenemos en la Milicia; entre los empleados paisanos
no hay aquello de prohibido llegar tarde a su obligación aunque sea de
minutos; aquí todo anda manga por hombro; y, como yo estoy acostumbrado a
otra cosa, no me puedo acostumbrar a estas informalidades.
— ¿Ha servido usted en el Ejército?
— Sí ,
señor, y no me pesa: cinco años día por día; y, al licenciarme, entré en la
Guardia civil hasta que me retiré por edad. De modo y manera que he corrido
mucho y he visto muchas cosas en este Mundo. Aquí, donde usted me ve, yo fui de
los que acompañaron al general Pavía cuando sacó, a estacazos, a los diputados
del Congreso.
— ¡Ah!, ¿fué usted de los del general
Pavía?[3]
— Sí,
señor, sable en mano; corrían como liebres, y a algunos los encontramos metidos
en el escusao. Yo fui a darle un mandao a uno, y el señor Castelar se abrazó a
él gritando: «Matadme a
mí antes que a mis compañeros.»
— ¿Y le dió usted a Castelar?[4]
— No,
señor, porque Castelar fué quien nos mandó ir; sí, señor; era cosa amasada
entre él y el general Pavía. En este Mundo, mi capitán, hay mucha comedia: cada
uno va a su negocio y son muchos los zorros que saben hacer be como los
corderos.[5]
— Sabe usted si pareció un maletín que
me robaron hace veinte días?
— ¿Que señas
tiene?
— De chagren negro con cerradura de
metal blanco.
— Sí, señor,
arriba esta. Le he preguntao las señas porque arriba tenemos más de una docena
de maletines robaos en el tren a la misma hora, en el mismo trayecto y
encontraos junto a la vía, lo mismo que el de usted.
Llegó el juez con el secretario. Subí
al Juzgado, y, después de prometer bajo palabra de honor decir verdad en todo
lo que supiese y fuere preguntado, me presentaron mi maletín abierto a lo largo
por un instrumento cortante:
— ¿Reconoce
usted este maletín como suyo?
— Sí, señor; este es el maletín que me
robaron en el tren.
— ¿Sospecha
usted de alguna persona?
— Ni sospecho ni dejo de sospechar. Si
el señor juez me lo permite yo hare algunas consideraciones para que de ellas
deduzca quien o quienes pudieron robarme.
— Diga
usted.
— Este maletín, como otros robados
anteriormente, fue encontrado junto a la vía. Usted vea que los rateros se llevaron
mi reloj, mis gemelos de oro y los otros objetos de valor, y dejaron estos
gemelos de hueso y demás objetos de precio insignificante; esta selección para
quedarse con lo precioso y dejar lo despreciable, no puede hacerse al tacto; quiero
decir que no puede realizarse de noche y sin luz; por lo tanto, no es
presumible que se hiciera en el campo junto a la vía, sino dentro del tren, con
luz, con todo detenimiento y comodidad.
— No opino
como usted: de hacerse esa operación en un coche del tren se hubieran enterado
los viajeros de ese coche.
— Pudo hacerse en un vagón; en los
vagones no van viajeros.
— Por lo visto sospecha
usted de los empleados del tren.
Adoptando actitud seráfica y expresión
candorosa contesté:
— Ya he dicho que no sospecho de
nadie: puntualizo hechos para que el señor juez deduzca. Dios me libre de poner
en duda la honorabilidad de los empleados del tren, desde el revisor a los
mozos del furgón de cola, que prestaron servicio en la fecha en que fui robado;
como me guardaré muy bien de pensar en complicidades del inspector de Policía
de Más de Cuatro.
El juez quedóse mirándome largo rato,
hizo un mohín imperceptible y me preguntó:
— ¿Quiere
usted mostrarse parte en la causa?
Solté la carcajada, guiñé un ojo y exclamé:
— ¡Quiá![6]
Al salir del Juzgado, me despedí del
portero.
Estreché con gusto la diestra de aquel
simpático veterano. No volví a saber del maletín.
Fui a la fonda. No almorcé; el frío se
había cebado en mí; sentía fuerte opresión en el pecho. Estaba enfermo.
Cuando llegué a la estación, me
abrasaba la calentura; apenas podía valerme.
Trabajosamente subí a un departamento
de primera; a su mortecina luz, distinguí cuatro o cinco viajeros ocultos bajo
montones de mantas y abrigos, y un asiento libre en el que me dejé caer;
recliné la cabeza y cerré los ojos; quedé aletargado y, en el sopor de la calentura,
soñé: tuve la visión de Aurora y hasta escuché su voz.
El albor del nuevo día dejaba ver la
campiña cubierta de nieve cuando lancé un quejumbroso suspiro acompañado de un ¡ay!
Entonces sentí unos golpecitos,
discretamente dados en mis rodillas, y una voz que me preguntaba:
— ¿Qué le
pasa a usted, Béjar?
Abrí los ojos. ¿Era realidad o efecto
de mi fiebre?
Frente a mí estaba sentada Aurora con
su madrina. Les tendí la mano, que estrecharon afectuosas.
— Ha
venido usted delirando todo el camino — me dijo Aurora mirándome
compasiva.
— Sí . . . no me extraña. . . me
encuentro muy mal. . .
Fatigosamente, y en muy pocas
palabras, les conté el motivo de mi viaje.
— En
Málaga recibí carta de doña Sixta — dijo Aurora, visiblemente contenta.
— ¿Sí? ¿Recibió usted. . . carta. . .
de doña Sixta?
— Una
carta muy extensa, explicándome cuanto usted le confió.
— Ya se habrá usted convencido de que...
mi comportamiento c o n ... con su prima ... fué debido a...
— Convencida;
pero ahora le cuesta a usted mucho hablar; necesita reposo; acuéstese en estos
dos asientos libres, que tiempo nos queda de hablar en Madrid.
En efecto, me costaba gran trabajo
coordinar y expresar las ideas.
Me hicieron acostar en los dos asientos
vacíos; y mientras Aurora colocaba bajo mi cabeza su almohada de viaje y su
manía perfumada, le dije quedo, muy quedo:
— ¿Somos amigos?
— Lo mismo
que antes.
— Quisiera serlo más.
— Lo
seremos.
En no sé qué estación me hicieron
traer y tomar una copa de leche caliente, y en todo el trayecto cuidaron de mí
con gran solicitud aquellas dos mujeres.
Al llegar a Madrid, hicieron que un
mozo me bajase del tren, me colocase en un coche de punto y no me abandonase
hasta dejarme en mi domicilio.
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[1] MÁS DE
CUATRO: recordemos el capítulo
XII. DE SEVILLA A MADRID [UN VIAJE EN FFCC PARA ALCANZAR EL REGIMIENTO, Y
ENCUENTROS INESPERADOS CON DAMAS CONOCIDAS]:
“Callo el nombre de la estación, perteneciente a una
población de alguna importancia, pues cuanto en esta población me ocurrió,
suele repetirse en más de cuatro de las que figuran en la Guía de ferrocarriles
españoles, y no quiero colgarle a determinada población lo que a más de cuatro
comprende; mas, como en mi relato he de referirme a ella, la llamaré Más de
Cuatro para condensar en una lo que a más de cuatro corresponde.”
[2] Donde
Cristo dio las tres voces: Locución adverbial, En un lugar lejano, de difícil
acceso y remoto.
Ámbito: España. Sinónimos: donde el diablo perdió el
poncho (Argentina, Chile, Perú, Uruguay), donde Cristo perdió la sandalia, en
el quinto pino (España). Etimología: De origen bíblico, en referencia a las
tres veces en las que el demonio tentó a Jesucristo en el desierto (Mateo 4,
1-11).
[3] Siendo
Emilio Castelar el Presidente del Poder Ejecutivo de la República Española. El
inicio de las sesiones parlamentarias el 2 de enero de 1874 hizo prever que la
mayoría federal sería hostil a Castelar. Este solicitó a la cámara una
ampliación de los poderes concedidos y presentó una moción de confianza que se
votó la madrugada entre el 2 y el 3 de enero. Castelar perdió la votación 120
contra 100 y se comenzó a negociar el nombramiento del federal moderado
antiesclavista Eduardo Palanca.[12] Sin embargo, durante la votación
parlamentaria el
capitán general de Madrid, Manuel Pavía, ocupó las calles de la capital con
sus tropas y se dirigió al palacio de las Cortes. Castelar, aún presidente,
destituyó a Pavía, pero este hizo entrar a los soldados al salón de plenos
entre disparos disolviendo la sesión por la fuerza. El general ofreció a
Castelar un gobierno de alianza con el conservador Cánovas y el radical Martos,
opción que este rechazó. Al fin los republicanos unitarios, los conservadores y
los radicales se unieron en un gabinete presidido por el general Serrano.
[4] Emilio Castelar y Ripoll
(Cádiz, 7 de septiembre de 1832-San Pedro del Pinatar, 25 de mayo de 1899) fue
un político, historiador, periodista y escritor español, presidente del Poder
Ejecutivo de la Primera República entre 1873 y 1874.
[5] Golpe de
Estado de Pavía. El golpe de Estado de Pavía, o simplemente golpe de Pavía,
fue un golpe de Estado que se produjo en España el 3 de enero de 1874, durante
la Primera República y que estuvo encabezado por el general Manuel Pavía,
capitán general de Castilla la Nueva cuya jurisdicción incluía Madrid.
Consistió en la ocupación del edificio del Congreso de los Diputados por
guardias civiles y soldados que desalojaron del mismo a los diputados cuando se
estaba procediendo a la votación de un nuevo presidente del poder ejecutivo de
la República en sustitución de Emilio Castelar que acababa de perder la moción
de censura presentada por Francisco Pi y Margall, Estanislao Figueras y Nicolás
Salmerón, líderes del sector del Partido Republicano Federal opuesto a la
política «fuera de la órbita republicana» del republicano federal derechista
Castelar. Precisamente el objetivo del golpe era impedir que Castelar fuera
desalojado del gobierno, aunque como este tras el golpe no aceptó seguir en el
poder por medios antidemocráticos, el general Pavía tuvo que reunir a los
partidos contrarios a la república federal que decidieron poner al frente del
gobierno nacional que promovía Pavía al líder del conservador Partido
Constitucional, el general Francisco Serrano.