SEGUNDA PARTE
I. LA HIJA DE LOS VIZCONDES
DE LODAIN
Me presenté en el Gobierno Militar de
Pamplona, población a donde fui destinado.
¿Recuerdan ustedes al teniente coronel
Urbía?[1]
Este era el general gobernador; el de las ocho víctimas en el blocaus de su
invención; el de “¡fuego!” sin municiones; el que fogueó a las acémilas dentro de
una casamata; el de saber montar [a caballo] sin saber; el que tocaba a rancho
sin haberlo; el de las disposiciones de cartuchera en el cañón; había
ascendido a general. Merecía serlo.
Si alguna vez se pusieron en duda sus
aptitudes, oí decir:
-Otros ascendieron son menos y sin
salir de Madrid; hay quién ciñó la faja de general sin más reconocida aptitud
que saber tocar el piano o ser peritísimo jugador de tresillo.
El general me reconoció en seguida.
Recordamos cuánto habíamos trabajado en Cuba. Tuve buen cuidado de no
recordarle aquellas repentinas disposiciones suyas, y menos lo del blocaus
blindado con pintura negra.
Díjome que todos los jueves tenían en
su casa reunión y baile, a los cual me invitó, y yo prometí asistir.
Si entonces me hubieras visto, estimado lector, convinieras
conmigo en que, lejos de ser un Adonis o un Narciso, yo era un tipo vulgar con
tendencia a fealdad más que a belleza, y doy gracias a Dios de que no me hiciera
guapo ni mucho menos. A pesar de esto, mientras permanecí soltero, me vi
solicitado por el bello sexo como ellas saben hacerlo: de modo indirecto,
hábilmente y sin menoscabo de su decoro y dignidad, esto es, iniciándose en
forma sutil, imperceptible, tejiendo guirnaldas de nardos y violetas en que
enredarnos. ¿Y quién no se deja enredar en lazos tan seductores?[2]
Esto me ocurrió con Irene, la hija de los vizcondes
de Lodain, a la cual conocí en las reuniones del general Urbía; una niña
de dieciocho años, candorosa, sin experiencia del amor, sin malicia alguna.
Bailé con Irene; bailaba
primorosamente; yo tampoco me daba malas trazas y con nuestra habilidad
coreográfica, poníamos el mingo en la reunión. En los intermedios buscaba mi
compañía para que yo le contara episodios de la guerra de Cuba que ella
escuchaba muy atenta y con marcado interés. Hasta le refería la historia de mis
desdichados amores con Niña Gala. Este fue el episodio que más le interesó, y
ya no hubo noche en que no derivase la conversación hacia él y me lo hiciese
referir nuevamente con sus detalles más mínimos. Y como al tratar de este
asunto hablábamos de mis pasados amores con la cubanita; y como, según muy
acertada máxima de filósofos hablar de amor es hacerlo, los repetidos relatos
de mis amores en Cuba y las observaciones y comentarios hechos por Irene acerca de ellos, fueron las
guirnaldas de nardos y violetas que esta niña supo tejer para cautivarme y
enloquecerme.
En la primera reunión fui presentado a
todas las familias concurrentes. Pronto los padres de Irene, lo mismo que su
hermano Floro, se percataron de mi inteligencia con la chica. Los padres no se
dieron por enterados y continuaron tratándome como si tales amores no
existieran. No así el joven Floro, hermano de Irene, el cual, desde que
sospechó mis amores con su hermanita, mirábame huraño y rehusaba toda
conversación conmigo.
A Martínez, comandante de mi
regimiento, procedente de la clase de tropa, hombre llano y muy simpático, se
le caía la baba de verme en amores con Irene. Una noche me agarró del brazo, me
sacó de la antesala, y me dijo:
-Mire usted, Béjar: como ya soy un
viejo, gozo lo indecible cuando veo un joven enamorado, como usted, hablando
con su novia; yo, por una parejita que se quiere tanto como ustedes dos, soy
capaz de todo, sin darme ni pizca de reparo. Recuerdo haber visto en el teatro
una función en que un caballero muy valiente y muy finchado[3],
de los de capa y espada, se pone en cuatro patas para que un joven enamorado se
le suba a las costillas y dé un beso a su novia, una tal Rosana, que está en el
balcón. Bueno; pues yo sería capaz de hacer lo propio. Digo esto al tanto de
este paso que voy a advertirle a usted que Floro, el hermano de Irene, le está
a usted poniendo chinitas en el camino; quiero decir que hace los posibles para
que los padres de la chica se opongan a estas relaciones.
-¿Por qué motivo?
-A eso voy; tocante a los padres, las
relaciones de usted, ni fu ni fa: neutrales; porque ha de saber usted que,
aunque son títulos, ese título es de los que el Papa hace una carretada en un paternostri;
las pocas fincas que les quedan las van malvendiendo y tururú, Manuela; de modo
que en cuanto a dinero, adiós, que te vaya bien. Floro, de usted para mí, es un
señorito sin carrera ni profesión; no es más que un maestrante de la Orden de San Cerení del Monte[4],
que es como quién tiene un tío en Alcalá, que ni es tío ni es ná; y me
presumo que se le ha metido entre ceja y ceja vivir a expensas de su hermana,
que es muy requetebonita, casándola con un ricachón de aquí. Bueno; yo he
hablado con la chica; la he metido los dedos en la boca y me ha confesado que
está por usted hasta los tuétanos. ¿Usted está decidido a casarse con ella?
-Sí, señor; así se lo he prometido y
así lo cumpliré.
-Pues, se acabó la comisión; se
casarán ustedes por encima del hijo del Sol, y si el Floro ese cerda y hay que
darle cuatro morradas, se le dan, y a vivir. Cuente usted conmigo para todo lo
que se tercie, y no dé usted un paso sin contar conmigo; yo sé de matemáticas,
pero el año que viene me dan el retiro por cumplir la edad; tengo experiencia,
y más sabe el diablo por viejo que por diablo.
Estas reuniones crónicas suelen acabar
de mala manera.
Un asiduo concurrente a las veladas
aquellas era el presidente de la Audiencia, el cual estaba viudo y sin más
familia que una hijastra de bastante edad, pero, como era solterona, se reunía
y alternaba con las jóvenes solteras.
A la puerta de la sala, y a fin de
hacerlo todo con arreglo a las prescripciones de la etiqueta, se tenía colocado
un soldado ordenanza, convenientemente instruído, encargado de anunciar a los
concurrentes a medida que íbamos llegando. El hombre desempeñaba su cometido a
la perfección, pues ya en su cuartel había sido cuartelero de la puerta[5]
en el dormitorio de su compañía y estaba entrenado en dar las voces de
“Compañía, el capitán", “Compañía, el coronel”.
Presentóse en la antesala el
presidente de la Audiencia con su hijastra.
-¿A quién
tengo el honor de anunciar? - preguntó el ordenanza.
-Al
presidente de la Audiencia.
Y el ordenanza voceó:
-¡El señor presidente
de la Audiencia y su señora!
Contuvimos la risa. La hijastra se
molestó de oírse anunciar como esposa de su padrastro, y fue en queja a la
señora de la casa.
-Demasiado
sé que no soy ninguna joven, pero usted comprenderá mi disgusto al verme
anunciada casada siendo soltera.
-Tiene
usted muchísima razón; dispense usted la torpeza de ese ordenanza; será
reprendido y, para el jueves próximo, yo le prometo a usted que será anunciada
como es debido.
El ordenanza fue amonestado, y
advertido de que la reclamante era una señorita soltera, hijastra del
presidente de la Audiencia, y no una señora casada, y que como señorita debía
anunciarla.
Llegó el jueves siguiente. Presentóse
el presidente y su hijastra. Todos estábamos pendientes de cómo serían
anunciados. El ordenanza[6]
voceó:
-¡El señor
presidente de la Audiencia y su señorita!
Algunos no pudimos contener la risa.
Por más que el general y su esposa se
deshicieron en explicaciones y excusas, el presidente y su hijastra no
volvieron.
Otro señor que no solía faltar a las
reuniones era un rico propietario con su mujer y dos hijas. Este señor estaba
calvo como plato de porcelana y usaba peluca. Comentábase que usaba tres: una
de pelo muy corto, como recién salido de cortárselo en la peluquería; otra de pelo
un poco más largo, y la tercera con pelo de mayor longitud. Alternaba las tres
pelucas, mínima, media y máxima, para figurar que el pelo era natural e iba
creciendo y que, al llegar al máximo crecimiento tolerable, se lo cortaba.
Teníamos un capitán que tocaba muy
bien el piano, buen músico y regular compositor de bailables. Una noche le
aplaudimos y celebramos un vals-polka compuesto por él.
-Precioso;
muy bonito -dijo el señor calvo desde su asiento-. ¿Piensa usted editar ese vals-polka?
-Sí, señor; ya está en la litografía.[7]
-¿Y qué
título piensa usted ponerle?
-“Las tres pelucas.”
Hubo un silencio de tirantez: aquel
señor comprendió que lo de las tres pelucas era tomarle el pelo, y no
volvió a las reuniones.
Y como rara era la noche en que no
surgía un incidente desagradable, los señores de la casa dieron por terminadas
las soirées, con gran sentimiento de Irene y mío, pues ello nos privaba de hablarnos
los jueves, única ocasión que teníamos de hacerlo.
No había que pensar en ser presentado
en casa de Irene; desde que terminaron las reuniones en casa del general, sus
padres estaban más serios y tiesos conmigo. Algunas veces hablábamos Irene y yo
por el balcón; momentos, nada más, pues sus padres y hermano estaban ojo avizor
para impedirlo.
Nos escribíamos por medio de su
doncella y mi asistente[8],
que habían hecho muy buenas migas; cartas rebosantes de amor eran las de Irene,
tanto o más que las mías. Yo estaba contento y bendecía mi suerte de haber
encontrado una chica que amaba con verdadera pasión, y estaba dispuesta a
despreciar a otro con más bienes de fortuna que yo: el ricachón del que me
habló el comandante Martínez.
Estaba yo de guardia cuando llegó mi
asistente con el almuerzo y me entregó la anhelada carta que mi adorada Irene
me escribía diariamente. Como en todas las suyas, me hacía mil protestas de
amor, y además me ponía este párrafo:
“Yo me
consideraré muy dichosa y mi felicidad será completa si llegas a ser mi esposo;
mas esto, comprenderás que es cosa muy seria, debo meditarlo mucho y muy
despacio, y no dejarme arrastrar locamente por el gran amor que te profeso.
Así, pues, antes de dar un paso más en nuestras relaciones, es necesario que,
franca y sinceramente, me digas cuánto aportas al matrimonio.”
-Quedé anonadado. La pregunta era
bien trasparente: Irene deseaba ser mi esposa si yo aportaba al
matrimonio algo más que mi paga.
Terminada de leer la carta, entró el comandante
Martínez y le di parte:
-No hay novedad en el cuartel.
Y volviéndome a mi asistente:
-Llévate todo eso.
-¿No almuerza
usted, señorito?
-¿Qué le pasa a usted? -me
preguntó el comandante.
-Lea usted esta carta que acabo de
recibir.
Terminado que hubo la lectura, decía
el comandante cogiéndose la cabeza con ambas manos:
-¡Señores! ¡Señores! Aunque me lo
hubiesen jurado no hubiera creído semejante frescura, tan grande atrevimiento
en una señorita “¡Cuánto aportas al
matrimonio!” Vaya una preguntita la que le hace a
usted esa… esa…
No encontraba adjetivo bastante
contundente, y continuó:
-¡Y eso lo escribe la hija de un
título! ¡Y en papel timbrado con el escudo de su padre! ¡Vaya una nobleza de
cuerno! Por supuesto que, con esa preguntita, la niña se ha quitado la careta,
y debe usted de alegrarse. Olvídela, pues no merece más que el desprecio;
conque no se me ponga usted triste, y almuerce.
-Imposible; acabo de sufrir un
desencanto, un golpe terrible, cruel. No sé qué hacer. ¿Qué le parece que debo
hacer, mi comandante?
-Lo primero, contestar ahora mismo a
esa carta como se merece; tome usted papel y pluma. No; en papel de cartas, no;
en papel de barbas.
-¡En papel de barbas!
-Sí, señor; esa frase “cuánto aportas” es de curial, de leguleyo, y hay
que contestarla de oficio; sí, señor, de oficio.[9]
-Me parece un poco fuerte…
-¡Qué fuerte ni qué calabazas! ¿Ella
se ha reído de usted? Pues ahora nos vamos a reír de ella, y pata. Doble usted
el papel por la mitad. Así. Ponga, arriba del todo: “Señorita.” Ahora, el
oficio: “En contestación a la pregunta que se digna hacerme en su respetable
escrito, fecha de hoy, relativo a cuánto aporto al matrimonio además de mi
reducido sueldo de teniente…” El cuánto aporto, subrayado. “… debo
informarla que sólo aporto una cantidad negativa, pues carezco de bienes de
fortuna y tengo contraídas muchas deudas.” Punto y aparte. “Lo que tengo el
honor de poner en el superior conocimiento de vuecencia, cuya vida guarde Dios
muchos años.” Fecha y firma. Y, ahora, abajo y a todo lo ancho del
papel: “Excelentísima señorita Irene, Hija de los excelentísimos señores vizcondes
de Lodain.” Póngale sobre del mismo papel, pegado con obleas[10]
de las encarnadas; y Finisterre. ¡Ordenanza! Escapado: lleve usted este
pliego donde dice el sobre, y lo entrega sin esperar contestación. ¡Aire!
-Lo malo será que los padres de Irene
cojan mi contestación y se enteren…
-Mejor; así verán quién es su hija y
que de usted no se ríe nadie. “¡Cuánto
aportas!” ¡Vaya una preguntita: “Cuánto aportas”!
El comandante Martínez fue la trompeta
de la Fama, y no perdió ocasión de pregonar aquella frasecita, y de poner a
Irene, a su familia y al blasón de la nobleza de ésta como palo de gallinero;
mas esto no era suficiente para satisfacción de mi amor propio ultrajado ni
para ponerme a cubierto de hablillas y de que todos me miraran como
pretendiente desairado por plebeyo. Esto me molestaba grandemente; escribí a mi
tío, para que otra vez me cambiaran de destino, y fui destinado a Las Palmas de
Gran Canaria.
---
[1] En la primera parte de esta novela, en el capítulo XVII el alférez Claudio Béjar nos contó que: “Me destinaron a un batallón que estaba acabándose de organizar en la Habana, y con el cual salí a campaña. Lo mandaba el teniente coronel don Nicasio Urbía, muy expeditivo y de resoluciones prontas.”
[2]
Recordemos que en el capítulo X de esta novela, recién egresado Claudio de la
Academia de Infantería en Toledo, y presto a incorporarse al Regimiento de
Sobreda, su primer destino como Alférerez… su tío, el canónigo don Exuperio, le
dio esta conseja: “Sírvate de lección- me dijo-. No te acerques mucho
a una mujer hermosa si no te quieres quedar enredado y prendido entre sus
trenzas que cuelgan a manera de rizos El medio más seguro de no ser herido por
el amor, es huir de él.”
[4]
Posiblemente aquí el autor de la novela hace un juego de palabras. En
Vascongadas. “San Serenín del monte” es un juego de niñas; y para el joven
Floro, hijo de los vizcondes de Lodain, en Pamplona, Parellada instituye la ‘Orden
de San Cerení del Monte’.
[5] CUARTELEROS,
se da el nombre de cuarteleros a los soldados que diariamente se nombran en las
Compañías, Escuadrones o Baterías para atender tanto a la vigilancia de las
mismas como a la limpieza de los dormitorios. Cada Compañía nombrará,
normalmente, dos cuarteleros por cada dormitorio; cuartelero de puerta y
cuartelero de centro. Dependen del Cabo de Cuartel respectivo, de quien cada
uno recibirá las ordenes correspondientes que han de cumplir, y a él, darán
cuenta de cuantas novedades ocurran. El servicio de cuartelero dura
veinticuatro horas, y normalmente, se efectúa el relevo al toque de “asamblea”,
salvo que en el horario vigente en el Cuartel se disponga otra cosa. El
servicio de cuartelero comienza al toque de “diana”, y termina al toque de
“silencio”, en cuyo momento y en presencia del Cabo de Cuartel, harán entrega
de su cargo al primer Imaginaria.
[6] En el
ámbito militar, se llama ORDENANZA
al soldado que se nombra diariamente para que lleve las órdenes y
comunicaciones oficiales del jefe del cuerpo al cuartel y las autoridades de la
plaza.
También es un soldado perteneciente a un cuerpo de
guardia que estando exento de hacer labores de centinela o cualquier otro
servicio de vigilancia y que está a las órdenes de aquel puesto. Se emplea para
realizar labores mecánicas como traer agua, barrer, ir en busca de utensilios,
encender las luces y la lumbre, etc.
[7] LITOGRAFÍA: 1 f. Arte de dibujar o grabar en piedra
preparada al efecto, para reproducir, mediante impresión, lo dibujado o
grabado. Sin.: impresión. 2 f. Ejemplar obtenido por el procedimiento de la
litografía. Sin.: impresión. 3 f. Taller de litografía.
[8] ASISTENTE
. Soldado empleado en el servicio
doméstico de los oficiales.
En el siglo XV y XVI los soldados pobres cuidaban las armas y asistían á los oficiales y aun á los soldados nobles y ricos ; no era permitido este servicio, pero tampoco podía prohibirse puesto quele practicaban en los momentos de descanso . Federico II de Prusia fué el primero que concedió esta gracia á sus oficiales, y aunque los asistentes prestaban juramento de fidelidad y cobraban el haber de soldado , pertenecían á un cuerpo especial, destinándose en número de nueve por compañía, pero con orden terminante de no encargarse del cuidado de los caballos .
En España no estaba permitido á los oficiales el tener
soldados para su asistencia particular, mas no pudiendo luchar contra la
costumbre, el rey Carlos IV los autorizó por Real Orden de 25 de Enero de 1801
.
[9] OFICIALMENTE:
adv. De oficio = de manera oficial.