VIII. HERMINIA COLLANTES
Salí del cuartel en dirección a mi
casa.
En una callejuela vi un mócete sentado
sobre un baúl mundo; cerca del mocete, una señora y una señorita ataviadas con
lo más modesto e indispensable para tener derecho a ser clasificadas como
señora y señorita. Llevaban en las manos algunos pequeños bártulos propios para
viaje.
Como la calleja era de las más
estrechas de Sevilla, las dos mujeres hubieron de moverse para dejarme paso; me
fijé en la señora y reconocí en ella a doña Severa, esposa de uno de los
clientes que mi padre tenía en la capital de mi pueblo, cuando yo estudiaba en
el Instituto.
El gesto de ambas mujeres era mezcla
de contrariedad y de tristeza que contrastaba con el buen humor del mocete, el cual,
sentado sobre el baúl, canturreaba:
Tu mare.. .
dice que come pescao
y lo que come es potaje.
Volví sobre mis pasos y dije a la señora:
— Usted perdone; si mal no recuerdo,
usted es la esposa del señor de Collantes.
— Servidora
de usted.
— Yo, para servir a ustedes, soy hijo
del doctor Béjar, el médico que tenían ustedes.
— ¡Ah!,
¿usted es hijo del doctor Béjar?
— Sí, señora. Las he visto aquí
paradas; supongo que vienen ustedes de viaje; y si de algo puedo servirlas,
estoy a su disposición.
— Muchas
gracias. El cielo le envía a usted.
— Pues, ¿qué les pasa?
— Que
hemos estado en dos casas de huéspedes y no nos han querido admitir.
— ¿No tenían sitio para ustedes?
— Sí ,
tenían; pero como somos cómicas, no nos admiten si no responde alguna persona por
nosotras. Ahora pensábamos ir a casa del empresario para que saliese fiador.
¿Le parece a usted, qué situación, la nuestra?
— Por lo visto, pertenecen ustedes a
la Compañía de José Alberite, que debuta mañana con el Tenorio.[1]
— Sí,
señor; pero mi hija nada más.
— Pues, nada; no se apuren ustedes:
vénganse a la casa de huéspedes donde yo estoy, y responderé por ustedes si la
patrona exige fiador.
— No sabe
usted cuánto se lo agradecemos.
Echamos a andar.
Herminia, la hija de aquella señora,
era una jovencita cuya palidez, pronunciadas ojeras y mirada triste la hacían
muy interesante.
Por el camino, la mamá fué contándome
sus cuitas:
— Ya ve
usted, al morir mi esposo quedamos solas en el Mundo, y sin recursos. Gracias a
que Herminia tiene alguna disposición para las tablas, y este verano, cuando
pasó por allá la Compañía de José Alberite, a fuerza de recomendaciones,
pudimos conseguir un puesto para mi hija.
— ¿Esta es la primera turné que
hacen ustedes?
— La
primera, sí, señor; lo sensible es que no sea la última.
— ¿Tan mal les va a ustedes?
— Malísimamente:
ni Herminia ni yo podemos acostumbrarnos a esta vida de teatro, porque ya sabe
usted que estamos acostumbradas a tratar con otra clase de personas; pero ¿qué
le vamos a hacer? Paciencia; las circunstancias nos obligan.
— Menos mal que van ustedes con un
buen director, José Alberite, una eminencia; además, tengo entendido que es muy
buena persona...
— Regular
nada más: tiene a su esposa, con dos hijos, medio abandonados en Madrid, hace
muchos años, y él gastando y triunfando como un duque.
— Yo tenía entendido que su esposa era
La Bertóldez, la primera actriz de la Compañía.
— Eso
creen muchos, porque paran en la misma fonda y se visten en su mismo cuarto en
el teatro; pero La Bertóldez no es la esposa de Alberite.
Herminia estaba violenta oyendo a su
mamá.
Para atajar a la señora, pregunté a
Herminia:
— ¿Ha tomado usted parte en muchas
obras?
— Sí,
señor; he trabajado ya en Murcia y en Cartagena, pero en papeles de poca
importancia; y aunque muchas personas entendidas me aseguran que tengo madera
de primera actriz, ni ambiciono serlo, ni creo que podré acostumbrarme a esas
miserias e intrigas de bastidores. La necesidad me obliga, pero yo no he nacido
para esto.
— La
Humanidad es muy egoísta — continuó la mamá — ,
y el egoísmo del teatro es de un refinamiento tal que a ningún otro se parece:
ya ve usted, La Berlóldez, gordota como está y hecha un vejestorio, pues tiene
sus cuarenta cumplidos, no cede su papel de doña Inés a ninguna de las jóvenes
de la Compañía; y usted la verá hacer una novicia que está para profesar,
cuando para lo que está es para salir de su cuidado de un momento para otro.
— En todas las compañías pasa algo de eso.
— Como en
ésta, en ninguna: ni La Bertóldez ni Alberite consienten que alguno de sus compañeros
tenga un éxito, y desgraciado del que se gane un aplauso, porque me le ponen la
proa o lo echan a la calle. En Murcia les llevaron una obra de un autor local,
de un periodista que les daba bombos; hubo que estrenarla, naturalmente; en el
reparto había dos papeles de dama, importantes y de lucimiento los dos; pues,
amigo mío, obligaron al autor a que de los dos personajes hiciera uno solo para
La Bertóldez; y claro está, como las dos damas figuraban ser dos rivales
enamoradas del galán, al quedar reducidas a una sola, desapareció el argumento,
la obra se convirtió en un ciempiés y fué al foso; pero La Bertóldez consiguió
su objeto: que no se luciera también otra. Pues, en Cartagena, no quiera usted saber:
se le metió en la cabeza debutar con un papel de niña tobillera, con las
patazas que ella tiene; una visión; la medio zumbaron, pero ella todo lo da por
bien empleado mientras otra no se luzca.
— ¿Van a estar ustedes mucho tiempo en
Sevilla?
— Toda la
temporada de invierno.
— ¿De qué hace usted en el Tenorio,
señorita?
— Doblo:
hago la Lucía y la Tornera.
— Tendré el gusto de ir a aplaudirla.
Llegamos a la casa de huéspedes, donde
presenté a las forasteras.
La patrona se encampanó un tanto al
enterarse de que eran del teatro, pero, con mi fianza, fueron admitidas en un
cuartito interior.
En la misma casa de huéspedes se
alojaba el capitán Salaverri, compañero mío de promoción, y ayudante del
Capitán general.
Al sentarnos a la mesa para almorzar,
le dije a mi compañero:
— Tenemos dos huéspedes nuevos: la
actriz Herminia Collantes y su madre; verás qué chiquilla más hermosa. ¡Me dan
una lástima! Ya ves tú: han estado en una posición muy desahogada, son personas
muy finas y muy bien educadas, y ahora tienen que andar por los escenarios
haciendo comedias.
Yo me hubiese alegrado de almorzar al
lado de Herminia o, por lo menos, tenerla sentada delante de mí, en el comedor,
y contemplarla; pero observé que el número de cubiertos era el mismo de los
días anteriores. Pregunté a la patrona:
— ¿No almuerzan esa señorita y su
mamá?
— Sí, señor.
— ¿Cómo no ha puesto usted cubiertos para
ellas?
— Quieren comer solas en su cuarto.
— ¿Lo ves? — dije a Salaverri —
; les es violento
comer en mesa redonda, con gente desconocida. Solamente con esto demuestran que
son unas verdaderas señoras.
— De
acuerdo: el comer es un acto que sólo deberíamos realizar junios personas de la
familia o de una gran intimidad; y día ha de llegar en que se considere
indecoroso el comer en una misma mesa personas que se ven por primera vez o se tratan
con cumplido.
La patrona aprovechó la ocasión de
colocar un frutero en la mesa, para decirme al oído:
— No pueden pagar lo que usted; por
eso comen aparte las pobrecitas.
Aquella noticia me amargó el almuerzo.
Salaverri y yo hubiésemos sentido gran
bienestar aliviando, a medida de nuestros escasos recursos, la situación de
aquellas dos infelices; mas, ¿cómo hacerlo sin excitar su sonrojo?
Por la tarde, Salaverri y yo nos
colamos en el teatro y, desde la obscuridad de una platea proscenio,
presenciamos el ensayo.
La Bertóldez estaba sentada, a un lado
del escenario; repantigada en un sillón; apoyados los pies en una pequeña
alfombra; en la mano tenía un ejemplar arrollado, a manera de cetro.
Daba la sensación de una soberana en
el trono.
Los actores y actrices, según iban
llegando, se acercaban a saludarla y a interesarse por la salud de su
directora; a rendirle vasallaje.
Los jovenzuelos de la Compañía
ronroneaban alrededor de Herminia, la más joven y más hermosa de las actrices;
a ella dedicaban ingeniosos donaires y chistes de los que ella no se reía, y la
hacían blanco de atenciones y galanterías que escuchaba con marcada
indiferencia.
Terminado el ensayo, un galancete con
botines salió con Herminia y su madre, con intención de acompañarlas. Nos
acercamos mi compañero y yo. Herminia despidió discretamente al de los botines,
y yo la acompañé a casa mientras Salaverri me complacía formando pareja con la
mamá.
Este acompañamiento se repitió al día
siguiente, y en ambos Herminia continuó doliéndose de verse obligada a tratar
con aquellas gentes, y más con José Alberite, por el cual sentía verdadera
repugnancia.
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[1] El autor,
Pablo Parellada, fue entre otras facetas un autor teatral de éxito. En estos
capítulos VIII, IX y X de la segunda parte de esta novela, el autor describe circunstancias
de los cómicos, empresas y público de
entonces, mediante la viuda Collantes y su hija Herminia, y la representación
del Tenorio.
