II. AL PASAR POR MADRID
De paso para Málaga, donde debía
embarcar, me detuve una semana en Madrid.
En la calle del Arenal me encontré a
Ondítegui[1]
ascendido a capitán.
-¿No sabes? -me
dijo-. Estoy casado y contentísimo de mi suerte, pues
conseguí mi ideal: casarme con una mujer enamorada de mí antes que yo de ella.
La conocí en Santander el verano pasado. Yo no había reparado cuán interesada
estaba por mí; pero un señor con quien hice amistad unos días antes, un tal don
Matías Zarandona, un señor de edad, muy simpático, me lo hizo observar. Una
noche se empeñó en convidarme al teatro. Allá nos fuimos, y por el camino me
iba diciendo: -Yo tengo de la mujer un
concepto elevadísimo: la venero. En el mundo no hay más que dos cosas
perfectas: la mujer y la rosa. Las mujeres son como el oro, que muchos hablan
mal de él y todos lo desean. La mujer ha nacido para ser la conservadora de la
paz y la felicidad doméstica, como las antiguas vestales lo eran del fuego
sagrado. La mayor perfección es amar; el amor es el saludo de los ángeles a los
astros. En el primer intermedio me dijo:
-Usted es un joven de talento y buen observador,
pero tiene pocos años y todavía no hace observaciones microscópicas, como hago
yo por experiencia. Yo, mi querido amigo, cuando estoy en una concurrencia como
ésta, tengo por deporte fijarme en las señoritas y estudiar a qué hombre mira
cada una con preferencia y disimulo, y acabo por saber de qué jóvenes están
enamoradas respectivamente. Esto me divierte sobremanera desde que enviudé por
segunda vez y me di de baja en escarceos amorosos; y yo acabo de observar que
aquella señorita de aquel palco, la del vestido color salmón, no le quita a
usted la vista desde que hemos entrado.
Así era, en efecto. El mismo
don Matías Zarandona buscó quien me presentase a los tíos con quienes vivía
aquella señorita huérfana de padres: a los tres meses nos casamos; soy feliz, y
bendigo a la Providencia que, sin saber cómo, me hizo amigo de don Matías
Zarandona.
-¿Y qué te trae por Madrid?
-¡Ah! Un
invento mío. Me he metido a inventor, no hay más remedio: como se han terminado
la campaña carlista y la de Cuba, estamos en la época de procurarnos ascensos
por medio de inventos, escribiendo libros y Memorias o haciendo cualquier cosa
que, aun cuando no sea de utilidad, revele aplicación, laboriosidad y amor al
servicio[2]. Te recomiendo hagas lo
mismo si no quieres verte a la cola del escalafón[3]. Ya ves, a Pérez le han
dado el grado de capitán por un pañuelo para la tropa, donde ha estampado el
escudo de España y, alrededor, toda clase de calzado llevado por los ejércitos[4], desde la abarca[5] fenicia hasta la moderna
alpargata española[6];
a Gómez, el empleo de comandante por arreglar los papeles de un archivo en el
Ministerio; a López, el empleo de teniente coronel por su fusil cafetera
lavativa; más de doscientos grados y empleos por otros tantos telémetros,
incluso el telémetro flauta; y por centenares de modelos de ollas para rancho y
de camas para la tropa; y por libros, no digamos “El arado y la bayoneta”, “La
transpiración cutánea del soldado”, “La trayectoria del proyectil en el planeta
Venus”. En fin, hasta los artículos del recluta[7] con viñetas para que se
entiendan mejor. Total: hay que hacer algo. Tú que tienes pujos de poeta, ¿por
qué no escribes los artículos del recluta en aleluyas? Tendrías un éxito:
El
quinto[8]
recién llegado
a una
escuadra es destinado.
De su
cabo aprenderá
lo que
este le enseñará.
En
oyendo tocar “Diana”
sacudirá
la galbana[9].
Y con la influencia de tu
tío el canónigo, te valdría un gradito o tal vez el empleo inmediato.
-¿Y tú que has inventado?
-La cachiporra
topográfica. No dejes de verla: está en el Ministerio, donde la tienen a
informe.
Quedé en ir a ver el invento de
Ondítegui, y nos despedimos.
En la casa de huéspedes donde fui a
parar comía a mi lado un caballero de
edad avanzada, llamado Félix Alemani, y desde el primer día buscó mi
conversación y mi amistad por la circunstancia de conocer mucho, de oídas, a mi
tío el canónigo, al cual tributaba grandes elogios.
-Su tío de
usted es un santo varón, un modelo de sacerdotes, un verdadero sabio. ¡Ah! Si
hubiera justicia en España, su tío de usted hace años que sería obispo, por
lo menos.
Y refiriéndose a mí:
-No
necesito enterarme de los hechos de armas en que tomó usted parte, mi querido
amigo; me sobra con saber que operó a las órdenes del general Escande, el más
templado, el más valiente de nuestros generales, para deducir que se batió
usted muchas veces, y bravamente cual cumple a un militar pundonoroso; pero
como en este desdichado país no se premia el verdadero mérito, hoy es usted
teniente, mereciéndose ser capitán o comandante.
Ya el primer día se empeñó en
convidarme al teatro, y acepté.
En uno de los entreactos saludó a un
matrimonio que, con una hermana de la esposa, estaba tres filas más atrás de la
nuestra. Cuando volvió a mi lado me dijo:
-Es un
matrimonio felicísimo. La señorita que está con ellos es Isidorita, la cuñada;
como es huérfana, vive con ellos; si viera usted que chica tan buena, tan
simpática y tan instruida…; a mí me gusta echar algún párrafo con ella porque
me encanta su talento. Por cierto que me ha preguntado quién era usted; se lo
he dicho, haciendo de usted los elogios que usted se merece, y, no sé, ella es
muy prudente, está muy bien educada y nada me ha indicado; pero se me figura
que se ha quedado con ganas de que lo presente a usted.
Don Félix Alemani me presentó al
matrimonio y a Isidorita, morena de tipo clásico español, de unos veinticinco
años, con unos ojazos descomunales y brillantes, y de una conversación
agradabilísima, en la cual pronto nos enfrascamos, y al empezar el acto siguiente,
a instancias del señor de Alemani, ocupé la butaca del esposo, junto a
Isidorita, y el esposo fuese a ocupar la mía al lado de mi improvisado amigo, a
fin de que la chica y yo no interrumpiéramos nuestra discusión[10]
acerca de la Literatura contemporánea.
En las demás noches que permanecí en
la corte se repitieron mis conferencias con Isidorita, en distintos teatros,
para todos los cuales el señor de Alemani disponía de localidades que las
Empresas le regalaban en atención al cargo que desempañaba en el Gobierno
civil, según me dijo.
Isidorita opinaba con gran
acierto buen sentido en todo cuanto
tratábamos. Me convencí de que era un cerebro excepcional, así de que nos
amábamos, y en mi última noche de conversación la confesé mi amor. Ella me contestó
con sencillez e ingenuidad:
-Sería
ridículo contestarle “Lo pensaré”: ésta es la costumbre; pero desde la primera
noche que nos hablamos, los dos comprendimos que nos amábamos; así, pues,
marche usted a Canarias llevándose la seguridad de que es correspondido.
-Me hace usted feliz. Mañana me voy a
Málaga; antes iré a despedirme de ustedes, a su casa. Nos escribiremos con
frecuencia.
-Todos los
días.
Al marcharme a casa con el señor de
Alemani le confié mis amores con Isidorita y mi deseo de casarme con ella, por
lo cual me felicitó efusivamente, asegurándome que no había de encontrar esposa
mejor; y, ya en la puerta de mi cuarto de la casa de huéspedes, me dijo en tono
sentencioso:
-Yo
tengo de la mujer un concepto elevadísimo: la venero. En el mundo no hay más
que dos cosas perfectas: la mujer y la rosa. Las mujeres son como el oro, que
muchos hablan mal de él y todos lo desean. La mujer ha nacido para ser la
conservadora de la paz y la felicidad doméstica, como las antiguas vestales lo
eran del fuego sagrado. La mayor perfección es amar; el amor es el saludo de
los ángeles a los astros.
Me acosté pensando en aquellas tan
bonitas frases del señor de Alemani, frases que me parecía haberlas oído otra
vez y no podía yo precisar dónde; pero al apagar la luz y concentrar mi
imaginación sobre la misma idea, recordé las palabras que otro señor, aquel don
Matías Zarandona, amigo de Ondítegui, le había dicho a éste en Santander: eran
las mismas, idénticas. No me explicaba
yo aquella coincidencia. Dormí intranquilo. Una sospecha mortificó mi
sueño. A la mañana siguiente llamé a la patrona:
-Oiga usted, señora; ¿quién es ese
señor Alemani? Creo ver en él un hombre misterioso, y me tiene escamado.
-Lo mismo
me sucedió a mí en un principio, y más cuando supe que cada mes, o así, muda de
hospedaje y se cambia de nombre. No vaya a ser algún criminal, me dije; con que
entré en averiguaciones y resulta que… -pero por Dios, no me descubra usted,
señorito-, resulta que es agente de una Agencia Matrimonial, pero no de esas
agencias donde emparejan a los hombres y a las mujeres sin conocerse y como si
fueran bestias; verá usted lo que hacen: Va allí una señorita que le corre
prisa el casarse; este señor, que ahora se llama Alemani, u otro de los
agentes, busca un joven fácil de enamoriscarse y que tenga cara de primo, le da
coba, lo presenta a la sujeta, y si hay changa, es decir, si se casan, el
agente tiene un tanto por ciento de lo que cobra la agencia por el arreglo.
Visto: yo, para el señor de Alemani,
era fácil de enamorar y tenía cara de primo; Isidorita había encargado un
marido a la Agencia, o quizá el encargo fuese hecho por el cuñado para zafarse
de la cuñada.
Pregunté por el señor de Alemani, con intención
de decirle cuatro frescas; pero el agente matrimonial se había marchado muy
temprano, dejándome una tarjeta en la cual me decía que un asunto urgente le
obligaba a salir urgentemente para Bilbao.
Como es consiguiente, no fui a
despedirme de Isidorita. Todo había terminado entre ella y yo. ¡Otro desengaño!
Me llegué al Ministerio a ver el
invento de Ondítegui. Allí estaba el inventor y me hizo explicación minuciosa
del invento, merecedor de recompensa, porque no es poco ingenio meter dentro de
un gran bastón o cachiporra todos los objetos y aparatos necesarios para
levantar planos en campaña. Claro está que el bastón no era macizo: la caña
estaba formada por un tubo de palastro como el de las estufas, y el puño
semejaba un puchero de regulares dimensiones; dentro del tubo y del puño se
encerraba una brújula, una cinta métrica, un telémetro, un heliógrafo, un
trípode hecho con tres varillas de paraguas, papel, lápiz, goma y una porción
de cosas más. Había de llevarse al hombro. Se desarmaba en menos de media hora
y se volvía a armar en poco más de una si se había tenido cuidado de ir
recogiendo el sinfín de tornillos en una espuerta. Además, tenía la ventaja de
poderse meter en la cachiporra topográfica cuantos aparatos fuesen menester:
todo se reducía a aumentar el diámetro del tubo y el volumen de puño. Algunos
meses después, estando yo en Canarias, supe que, por la cachiporra topográfica,
la habían dado a Ondítegui el grado de comandante. De lo que no volví a saber
ni se habló más fue del invento.
Felicité al inventor y, al separarnos,
le pregunté:
-Aquel señor amigo tuyo a
quién conociste en Santander, que se llama Matías Zarandona, ¿es un señor como
de cincuenta años, todo afeitado, de ojos azules y saltones?...
-Sí.
-¿Alto y delgado, de hablar
pausado y meloso, siempre con la sonrisa en los labios?
-El mismo, el
mismo. ¿Qué, le conoces?
-Sí; me lo presentaron hace unos
días.
-Caramba, desearía
verle y darle un abrazo. ¿Dónde está?
-No le busques; está en
Bilbao.
El señor Zarandona y el señor Alemani
eran una misma persona. No quise decírselo a Ondítegui: hubiera sido una crueldad;
le dejé ignorante de que había sido casado por encargo a una Agencia
Matrimonial.
---
[1] En la
primera parte de esta novela, se cuenta en el capítulo XIII, cuando el alférez
Claudio Béjar llega destinado el regimiento de Pandolfa, en la enésima región
militar que “El teniente Pepe Ondítegui, compañero mío de hospedaje, y gran
enredador…”; es quién lió a Claudio con la señorita Cipriana.
[2]
Estimamos que el teniente graduado Claudio Béjar dejó su destino en Pamplona
avanzado el segundo semestre de 1878 , pasando por Madrid para ir a Málaga,
puerto de tránsito donde embarcar a su nuevo destino en las Palmas de Gran Canaria. En Cuba, finalizó
la Guerra de los Diez Años (1868 – 1878), y en la Península llegó la paz tras
la Tercera Guerra Carlista (1872 – 1876).
[3]
ANTIGÜEDAD . f. El tiempo de servicio que se cuenta en cualquiera graduación.
La antigüedad da derecho al mando ; así es , que en todas las ocasiones que se
reúnan varios oficiales de un mismo empleo para cualquiera operación militar,
aunque alguno de ellos tenga grado superior al más antiguo, le corresponde à
este mandar á los demás. En tiempo de Cárlos III era al contrario; el mas
graduado tomaba el mando de las armas , aunque fuera el más moderno de todos
los oficiales allí presentes .
[4] CALZADO
MILITAR . Bajo este nombre se comprende el que reciben los soldados de las
diferentes armas , como los zapatos, botines , alpargatas , borceguíes y botas
de montar.
[5] ABARCA: f.
Calzado de cuero o de caucho que cubre solo la planta de los pies y se asegura
con cuerdas o correas sobre el empeine y el tobillo.
[6]
ALPARGATA . s . f. Calzado ligero hecho de cáñamo , muy parecido á las antiguas
sandalias. Le usa hoy la infantería española como de reglamento , para las
marchas , en vista de la adopción voluntaria que de él ha hecho el soldado .
[7] RECLUTA
. Soldado nuevo que tiene ingreso en las filas por medio de sorteo ó enganche
voluntario . En el primer caso, la edad del recluta es desde la de 20 años en
adelante; en el segundo se admiten de alguna menos, siempre que reúnan la
robustez y aptitud necesarias para el servicio.
[8] QUINTO .
El mozo que por suerte tiene que servir de soldado . Dado de alta en el cuerpo
á que se le destina, toma el nombre de recluta .
[9] GALBANA: De or. inc. f. coloq.
Pereza, desidia o poca gana de hacer algo. Sin.: pereza, desidia, desgana,
indolencia, flojera, vagancia, boludez, zangarriana. Ant.: diligencia,
laboriosidad.
[10] DISCUTIR: Del lat. discutĕre 'disipar', 'resolver'. 1 tr. Dicho de dos o más personas: Examinar atenta y particularmente una materia. Sin.: analizar, examinar, estudiar, tratar, deliberar1, razonar. 2 tr. Contender y alegar razones contra el parecer de alguien. Todos discutían sus decisiones. U. m. c. intr. Discutieron con el contratista sobre el precio de la obra. Sin.: debatir, argumentar, argüir, disputar, controvertir, polemizar, contender, pelear, acalorarse, litigar, regañar, reñir, chocar, alegar. Ant.: aceptar, acatar, concordar, convenir.