VI. LA
BATALLA DEL PETARDO
Han pasado cinco años desde que salí de
mi pueblo[1].
Estamos en época de la República[2].
Eulalia y sus padres habían venido a
vivir a la ciudad. Me era muy grato pasar largas horas al lado de mi amiguita
de la niñez, estudiando o figurando que estudiaba mientras ella hacía alguna
labor casera, me bordaba un pañuelo o me confeccionaba una corbata de las de
nudo hecho, aprovechando un retal rutilante. Muchas veces estuve a punto de
desbordarme en franca relación amorosa, y siempre me contuvieron dos
consideraciones: el aspecto y maneras pueblerinas de Eulalia y -esto
principalmente- una gran cortedad que entonces yo tenía ante la mujer. Además,
frente a la tahona de Mollat, en las afueras, vivía una francesita que me tenía
trastornado. El padre de Mari
-así se llamaba la francesita- era horticultor y amigo del mío.
Ella me guardaba las primeras flores
del jardín y me obsequiaba con las primicias de los árboles frutales de la
huerta. Yo no sabía a cuál quería más, si a Eulalia o a Mari[3],
y de que las quería entrañablemente y ellas me correspondían, estábamos
seguros, aun callándolo.
El anuncio del próximo desarme de los
voluntarios de la Libertad[4]
hacía temer días de luto, y ello nos tenía muy intrigados al cojuelo y a mí,
pues sin él ni yo habíamos presenciado una revolución en debida forma.
Por fin se cumplió nuestro deseo. Una
mañana aparecieron barricadas en las calles. No era prudente salir de casa,
pero yo me escapé a la tahona de Mollat. En el camino me encontré con el mozo
de pala y al otro panadero carlista armados de fusil.
-¿A dónde vais?
-A
las barricadas.
-Pero vosotros, ¿no sois carlistas?
-Sí
que lo somos; mi abuelo fue carlista, mi padre también, y yo, hasta morir.
-Entonces, ¿por qué vais a batiros a
favor de la República?
-¿Qué
más da?
Y se fueron a las barricadas.
Transcurrió la mañana sin novedad. Por
la tarde pasé a visitar a la francesita. De cuatro a cinco de la tarde oímos
los primeros disparos de cañón, después el fuego de la fusilería. Yo volví a
casa de Mollat[5].
Éste y yo saltábamos de gozo. Ahora sí que íbamos a ver una revolución verdad.
Fuerzas de infantería vinieron a colocarse en la puerta Sur de la ciudad para
evitar que de los pueblos llegasen los muchos que se habían ofrecido venir en
defensa de los milicianos. Todavía no han venido.
Nuestra decepción fue grande: la
revolución se había armado, pero no la veíamos; la oíamos nada más. En aquel
paseo de las afueras de la ciudad todo era paz y tranquilidad.
Llegada la noche, me quedé a dormir en
el cuarto del cojuelo.
-¿Sabes cómo podríamos ver la
revolución? -me dijo
por lo bajo.
-¿Cómo?
-Saliendo a la carretera, ahora que
es de noche oscura, y tirando un tiro al aire. Verías entonces qué manera de
arrear a la tropa que está en la puerta Sur. ¿Vamos a hacerlo?
-¿Tenéis escopeta?
-Sí; pero mi padre la enterró ayer,
por si acaso.
-Entonces, a dormir.
Y apagamos la luz.
Ni él ni yo pudimos conciliar el sueño
escuchando los tiros lejanos que sonaban allá, en los barrios bajos.
-Oye -me dijo Mollat a más de media noche-, ahora me
acuerdo que cuando deshollinábamos las chimeneas de los hornos, por Pascua de
Resurrección, quedó pólvora[6]. Podríamos hacer un
petardo; saltar por la ventana; ponerlo en medio de la carretera, darle fuego;
a la cama otra vez, y adivina quién le dio.
Dicho y hecho: nos medio vestimos. Con
gran sigilo recorrimos a tientas el obrador hasta llegar a un armario, de donde
sacamos como una almorzada[7]
de pólvora, que envolvimos en un papel, luego en otro y otro, atamos el
envoltorio con bramante bien apretado, el cojuelo buscó unas alpargatas de los
operarios, y, de un trozo de trencilla que de ellas arrancó, dispuso la mecha
impregnada en pólvora y saliva, quedando el conjunto como de mano de un
artificiero. Encendió mi camarada un pitillo, abrió una ventana y por ella se
deslizó al exterior. Tardó en volver unos minutos que se me hicieron una
eternidad. Volvió, entró y cerramos.
-¿Cómo has tardado tanto?
-Porque he ido a colocar el mandao
más arriba, frente a la tienda de Fulano. Así, si ocurre algo le echarán la
culpa a él.
El zambombazo no se hizo esperar.
Inmediatamente fue contestado por las tropas que estaban a unos cuatrocientos
metros, en la puerta de la ciudad. El fuego no cesó en toda la noche.
Nosotros, con la boca en la almohada
para que la familia de Mollat no oyera nuestras carcajadas.
Al amanecer, la tropa reconoció la
tahona y demás casas de la carretera, con grandes precauciones, y al mando un
alférez joven, rubio, esbelto como un mimbre, que empuñaba un revólver, apoyada
la culata en el pecho y dispuesto a pegarle un tiro a su propia sombra. Nada
encontraron. El padre de Mollat les aseguró que él respondía de la tranquilidad
del barrio. Llegó un capitán con gente de refuerzo. Después un comandante
preguntó al alférez:
-¿Qué se ha encontrado?
-Nada,
mi comandante; las fuerzas enemigas que anoche nos atacaron, han huido.
-¿Cuántos calculan ustedes que eran?
-Unos…
doscientos.
-Bastantes más -añadió el capitán-; no bajarían de
quinientos.
-¿Han tenido ustedes alguna baja?
-Sí,
señor; un contuso.
-¿De bala?
-No,
señor; con la oscuridad… tropezó con un árbol.
-Formulen ustedes una relación de los
que más se hayan distinguido.
Pasado un tiempo, vimos al alferecito
rubio con las insignias de teniente.
-A ese le hemos ascendido nosotros -me dijo Mollat.
Terminó la jornada con bajas en uno y
otro bando, pues no fue broma todo, y los militares hicieron mucho más de lo
que podían, dados los escasos elementos de los que disponían..
El mozo de pala y otro fueron los
últimos en retirarse de la lucha.
Carranza, que era teniente coronel de
milicianos, ¿qué hizo?
Ya lo refirió él mismo en la tahona de
Mollat, donde fue a esconderse huyendo de la persecución.
-Sé
que algunos me critican porque no estuve en las barricadas, y no tienen razón.
-Dicen que estuvo usted en la fábrica
de galletas, a cuatro kilómetros de aquí.
-Sí,
señor; allí estuve, a la retentiva[8],
esperando que se incorporase los de los pueblos, y desde la fábrica, proteger
la retirada de los nuestros si eran empujados hacia fuera de la ciudad.
Pasados algunos años supe que Carranza,
perseguido siempre, fue a esconder a un pueblo cercano, coincidiendo con la
época de la fruta; se pegó un atracón de higos[9]
y cometió la imprudencia de tomar aguardiente encima de ellos. Esto le produjo
un cólico cerrado que las llaves de la Ciencia no pudieron abrirlo, y murió.
Como fue un mártir de sus ideas, se trasladaron los restos mortales de Carranza
a la ciudad, y no se colocaron en el panteón de hombres ilustres por no
haberlo; pero por suscripción popular se le erigió un pequeño mausoleo con este
epitafio, en el cual alguien creyó ver una alusión al cólico cerrado[10]:
Carranza el ojo cerró;
con pistola, sable y lanza
la libertad defendió;
por la Libertad murió.
Imitemos a Carranza.
[1] Según el
capítulo II. A LA CIUDAD de esta novela: ‘En 1867 mi padre obtuvo una plaza de
médico en la capital, y a ésta nos trasladamos en diligencia’.
[2] Cuando
se publicó esta novela, MEMORIAS DE UN SIETEMESINO los españoles sólo conocían
de la REPÚBLICA: el régimen político vigente en España desde su proclamación
por las Cortes, el 11 de febrero de 1873, hasta el 29 de diciembre de 1874,
cuando el pronunciamiento del general Martínez Campos que dio lugar a la
restauración de la monarquía borbónica.
[3] MARI, LA
FRANCESITA. Hija de un horticultor amigo del padre de Claudio Béjar y un año
mayor que éste, vivía en las afueras de la ciudad frente a la tahona del padre
del cojuelo Luis ‘Lino’ Mollat. Un Claudio adolescente la quería al tiempo que
a Eulalia, sin decidirse por ninguna, en cuando la República, en el capítulo
VI. LA BATALLA DEL PETARDO; y así se lo dijo a ambas cuando huérfano se marchó
a Toledo acogido por su tío el canónigo Exuperio Béjar, y posteriormente por carta cuando egresó como Alférez de la
Academia de Infantería. Al poco casó Mari con el Coronel del regimiento de
Sobreña, primer destino de Claudio, y causa de un triste malentendido que
motivó el destino de Claudio a Pandolfa.
[4] Desde la
Guerra de la Independencia, las etapas revolucionarias del siglo XIX en España
daban lugar a la formación de milicias ciudadanas. El alzamiento de septiembre
de 1868 se produjo con la colaboración de ciudadanos armados, bajo el control
de las Juntas Revolucionarias, que los organizaron bajo el nombre de VOLUNTARIOS
DE LA LIBERTAD. La exclusión de los demócratas del Gobierno, la imposición de
nuevos ayuntamientos sin mediar elecciones y sobre todo los decretos
encaminados a la reorganización de los voluntarios, llevaron a enfrentamientos
armados , que tuvo como consecuencia el desarme de las milicias ciudadanas.
[5]
Recordemos que el padre del cojuelo Mollat era tahonero, y tenía su casa en las
afueras de la ciudad. Y que por aquél entonces las poblaciones aún conservaban
sus antiguas murallas y puertas.
[6] La
novela MEMORIAS DE UN SIETEMESINO sucede en la segunda mitad del siglo XIX; con
la tecnología y combustibles de entonces. En nuestro siglo XXI ya hay cartuchos
deshollinadores exentos totalmente de pólvora y elaborados especialmente para
desintegrar el hollín, resinas y alquitrán incrustado a la chimenea y cámara de
combustión, mejorando así el rendimiento y prolongando la vida de la
instalación.
[7] ALMORZADA: AMBUESTA, Del celta
*ambŏsta, compuesto de *ambi- 'ambos' y *bosta 'hueco de la mano'; cf. irl.
medio boss, bass, gaélico bas y bretón boz: f. p. us. Porción de cosa suelta
que cabe en ambas manos juntas y puestas en forma cóncava.
[8] RETÉN: m.
Mil. Tropa que en más o menos número se pone sobre las armas, cuando las
circunstancias lo requieren, para reforzar, especialmente de noche, uno o más
puestos militares.
[9] Al ser
un fruto laxante por naturaleza, el consumo excesivo de HIGOS puede causar
indigestión. A su vez, no se recomienda comer higos en grandes cantidades si
sueles sufrir de acidez gástrica, diarrea, o en casos de personas con diabetes
y sobrepeso. un consumo exagerado de higos puede producir diarrea debido a su
alto contenido en fibra. Además, si se comen sin estar lo suficientemente
maduros, pueden ocasionar fuertes dolores estomacales y diarrea. Por ello,
debes consumirlos en su punto ideal de maduración y en temporada.
[10] CÓLICO
CERRADO: m. Med. cólico en que el estreñimiento es pertinaz y aumenta la
gravedad de la dolencia. [Aclaración: está cerrado “el
ojo del culo”; casualmente (ó no), el protagonista de una obra de don
Francisco de Quevedo: ‘Gracias y desgracias del ojo del culo, dirigidas a
Doña Juana Mucha, Montón de Carne, Mujer gorda por arrobas / escribiolos Juan
Lamas, el del camisón cagado’]