XV. EL CICLÓN
Cuando yo estaba de guardia, recibía
carta de Cipriana, a veces dos y, muchos días, postre del suyo. Sus cartas eran
extensas, cruzadas y llenas de amorosas trenzas. Yo contestaba lacónico,
pretextando que el servicio de guardia no me permitía más.
En una de aquellas cartas me comunicó
que sus padres se habían convencido de mi formalidad y no ponían inconveniente
en que a mi novia me acercase cuando con su mamá saliese de paseo.
Era preciso poner fin a situación tan
molesta para mí.
De nada servía dejar de acudir a
lugares donde conveníamos, ni estar a su lado largo tiempo sin dirigirle la palabra,
visiblemente aburrido, tarareando y fijándome mucho en otras chicas: pasaba por
todo. Mis silencios tarareos solía interrumpirlos con un “¿Me quieres mucho?” Yo contestaba “sí” en
un tono equivalente a lo contrario.
Durante uno de esos idilios
silenciosos, y estando en el paseo con la mamá, Cipriana y yo, pasó el teniente
Ondítegui por delante de nosotros y nos saludó con una sonrisa socarrona.
-¡El
canalla, el sinvergüenza! -exclamó la mamá, al ver pasar a Ondítegui-; estar en relaciones con la pobre Leocadia y escribirla
que se iba a meter fraile. Una chica tan bonísima, dejarla plantada y con el
equipo de boda casi hecho.
-¿El equipo de boda?
-Sí,
señor; el equipo de boda.
-Señora, no es defender a mi amigo,
pero, eso del equipo de boda hecho, perdone si le digo que no puede ser: Ondítegui se declaró por la mañana y las relaciones
terminaron el mismo día al anochecer.
-No importa: usted verá
constantemente a las chicas haciendo alguna labor en el balcón, detrás de los
visillos; ellas se lo callan, pero muchas de esas labores las dejan sin marcar
con iniciales; las van guardando, y con ellas preparan su equipo de boda, y
Leocadia, que es muy mañosa y dispuesta, tiene casi completo su equipo que no
le llega ni con mucho al de mi hija, pero es magnífico. Parece mentira, usted,
tan serio, tan formal y tan caballero, que sea amigo de ese trasto de
Ondítegui.
Por lo que se explicó la mamá, todo
joven que deja plantada a su novia es con el equipo de boda dispuesto.
Me molestaba la idea de adquirir la
fama de Ondítegui, y continué por algún tiempo dejándome arrastrar por
situación tan desagradable, hasta que la Providencia vino en mi auxilio:
Como ya indiqué, en mi cuartel
teníamos gran número de cristales rotos. Lo mismo sucedía en los demás
cuarteles, en Capitanía General y en el Gobierno Militar.
Permítaseme una digresión necesaria:
Con los cristales de los edificios militares pasa una cosa muy célebre: así
como a los zapatos de la tropa se les asigna una duración de seis meses,
análogamente al ros, al capote, al pantalón, a las monturas y a cuantos Cuerpos
y dependencias tienen a su cargo, se les asigna reglamentariamente un tiempo de
duración, excepto a los cristales de los edificios. Un jefe de Cuerpo[1]
o dependencia no puede poner en las cuentas: “Tanto
por reposición de cristales”, pues los cristales están considerados como
eternos, oficialmente. Cervantes escribió: “Las
cosas humanas no son eternas, yendo siempre en declinación de sus principios
hasta llegar a su último fin”[2];
pero se le olvidó añadir: “excepción hecha de los
cristales en los edificios militares”.
A toda rotura de un cristal sigue la
persecución del responsable para pasarle el cargo, pero hay infinidad de casos
en que no es posible, en justicia, dar con el pagano; y hoy un cristal roto de
una pedrada desde la calle, y otro mañana por un gato que saltó y dio contra
una escoba y la escoba contra el cristal, los cristales rotos acaban por sumar
cientos.
Mas como todo tiene remedio en el
mundo si no es la muerte, remedio se procuró encontrar para reponer los
cristales sin recurrir a los fondos de los regimientos, de Capitanía y de
Gobierno militar, sino largando el mochuelo al Material de Ingenieros.
Reuniéronse autoridades y coroneles y
convinieron en formar un expediente en Capitanía, otro en Gobierno militar y
otro en cada cuartel, declarando, con las formalidades de ritual, que a las dos
horas, once minutos y tres segundos de la madrugada del día 14 del presente
año, se había declarado un furioso ciclón que duró seis minutos y rompió tantos
cristales, a pesar de estar echadas las fallebas de las ventanas cerradas, y
puestas las retenidas en las abiertas, según las declaraciones del coronel,
jefe de cuartel, capitán de día, oficial de guardia y soldados imaginarias en
los cuarteles; y del capitán general, gobernador militar, oficiales de servicio
y ordenanzas de los respectivos edificios.
Instruyéronse los expedientes, y
debiendo en ellos aparecer también los testimonios de dos vecinos paisanos, en
el expediente de mi cuartel firmaron, después de jurar decir verdad y hecha la
señal de la cruz, dos provisionistas del regimiento: el de las patatas y el de
la carne.
Casi es ocioso decir que yo estaba de
guardia[3]
precisamente en la fecha del supuesto ciclón.
Fui llamado por el capitán ayudante. Me
presentó el expediente instruido por él, y me dijo, como la cosa más natural:
-Firme usted aquí.
-¿Dónde?
-Aquí, en el expediente.
-¿Qué expediente es éste? -pregunté,
pues era la primera noticia que yo tenía.
-El del ciclón.
-¿Qué ciclón?
-El desencadenado en la madrugada del
14 de Marzo, estando usted de guardia, y rompió los cristales que faltan en el
cuartel. Ya está la declaración del coronel, jefe de semana, capitán de día y
demás; sólo falta la firma de usted para dar el expediente por concluso y
enviarlo a la superior resolución. Firme: aquí.
-Debo advertirle a usted, mi capitán,
que en la madrugada que usted cita no hubo ningún ciclón, sino calma completa.
-Ya lo sé; esto no es más que una
fórmula para salir del paso evitarnos pagar los cristales con fondos del
regimiento. Firme usted.
-Mi capitán, yo… francamente…
-¡Ah!, pero, ¿es que no va usted a
firmar?
-Usted me perdone, pero me es muy
violento firmar bajo mi palabra de honor una declaración falsa.
-Me parece muy bien, y a mí me
sucedería lo mismo si se tratase de cualquier otro asunto; pero éste es
diferente: aquí se trata de un formulismo que no va en perjuicio de nadie, sólo
es para beneficiar al regimiento; plan acordado entre todos nosotros, hasta con
la aquiescencia y beneplácito del capitán general; valor entendido; de modo
que… haga usted el favor de firmar.
-Lo siento mucho, mi capitán, pero mi
conciencia no lo permite.
-Quiere decirse que se niega usted a
firmar…
-Sí, señor.
-Pues me ha reventado usted; ahora
tendré que empezar un nuevo expediente poniendo que el ciclón se desencadenó en
la madrugada del 13 o la del 15, y lo mismo tendrán que hacer los otros
cuarteles, en Capitanía y en el Gobierno Militar. Nos ha hecho usted un flaco
servicio con su puritanismo. Vaya usted bendito de Dios.
No tardé en ser llamado por el
coronel.
-El capitán ayudante me ha informado
de la decisión de usted; decisión que yo respeto; así, pues, no le llamo para
rogarle que firme el expediente; le llamo para advertirle que su actitud es
exagerada. ¿Usted ha visto cómo hemos firmado los demás?
-Sí, señor.
-Y, sin embargo, tenemos del honor un
concepto tan elevado como pueda tenerlo el que más. Es usted muy joven; cuando
lleve más tiempo de servicio y, sobre todo, si llega usted a mandar un
regimiento, verá que existe un artículo todavía ignorado por usted: el artículo
“hacerse cargo de las cosas”, artículo no escrito y de cual es preciso valerse
en muchas ocasiones para solucionar deficiencias u olvidos en las leyes y en
los reglamentos, y a este artículo nos hemos atenido al poner nuestra firma en
el expediente.
-Entonces, si a usted le parece,
firmaré.
-No, no; de ningún modo; ya le he
dicho que respeto su decisión, y sepa que no me causado ninguna contrariedad.
Puede usted retirarse.
En el cuarto de banderas había gran
revuelo. Se comentaba y discutía acaloradamente mi comportamiento.
En este regimiento, como en algunos
otros, teníamos un teniente cuya opinión solía prevalecer en todo, o por lo
menos, así lo intentaba. Era el encargado de analizar los actos ajenos y
ponerles nota: una especie de fiel contraste , cargo que, entre los oficiales
de un regimiento, no suele apropiárselo el más cumplidor de sus obligaciones.
Este opinó en contra de mi actitud, me tildó de díscolo, perturbador y mal
compañero, y propuso que me expulsaran del regimiento o, por lo menos, se me
hiciera el vacío.
Sabedor de esto el coronel -que era un
excelente jefe- les llamó al orden y les previno que mi actitud, si bien
exagerada, era digna de todo respeto.
Sin embargo, yo ya no era bien mirado[4];
se me tenía por díscolo y temía represalias, si no del coronel, de algún otro, escribí
a mi buen tío refiriéndole lo ocurrido y mostrándole mi deseo de ser destinado
a la campaña del Norte[5]
o, mejor todavía, a la de Cuba[6].
A esta isla fui destinado.
Mucho lloró Cipriana al enterarse.
-Voy a campaña -le dije-; si en mucho
tiempo no recibes noticias mías, no te extrañe: allá, en la manigua, no hay
vías de comunicación, ni telégrafo, ni nada; pasarán meses, tal vez años sin
carta mía, y ¿quién sabe?, probablemente no volveré, porque, ya ves tú: el
vómito, las calenturas, los constantes peligros…; por eso yo, a fin de no
perjudicarte en tu porvenir con un casamiento tan problemático y a tan larga
fecha como el mío, para darte una prueba más de mi cariño, casi me atrevería a
proponerte que diésemos por terminadas nuestras relaciones.
No le convencieron mis argumentos a
Cipriana, y quedamos en continuar y escribirnos, después de subrayarle que si
en el plazo de un año no tenía carta me diese por fallecido.
Antes de embarcar, fui a despedirme de
don Exuperio.
En el mismo departamento del tren que
me llevó a Madrid subió un capitán de Ingenieros, secretario del comandante
general de Ingenieros de la Región, tipo escuálido, imberbe por constitución
física, gran miopía, hablar pausado, vocecita de enfermo convaleciente y con
aspecto de seminarista.
Entramos en conversación.
-¿Ha sido
usted destinado al ejército de Cuba?
-Sí, señor.
-¿Ha
pedido usted ir voluntario?
-Sí, señor, a petición propia; pero,
hasta cierto punto, obligado por las circunstancias.
Le referí lo ocurrido en el expediente
de los cristales, y me mostré un tanto pesaroso de no haberlo firmado en vista
de las atinadas observaciones de mi coronel.
-No; no se
arrepienta usted de lo hecho. ¡Qué bien hizo usted en no firmar!¡Si supiera
usted cómo acabaron aquellos expedientes! ¿Qué? ¿No se lo han contado?
-No, señor.
-Oiga,
oiga: Formaron otros expedientes demostrativos de un ciclón habido el día 15 en
vez del 14; el capitán general los pasó a la Comandancia[7] [de Ingenieros] para que mi
general los informase: “Ya
ve usted -me dijo mi general-, no tendremos más remedio que pagar
esto; son muchos los que afirman el desencadenamiento de un ciclón, yo no soy
más que uno, y de nada servirá el informe mío en contra.” “Mi general -contesté-: su informe prevalecerá si
me deja usted hacer a mí.” En efecto, puse una comunicación al Padre prior del
convento de franceses que tenemos en Pandolfa, y divinamente.
-¿Y cómo lo arregló el Padre prior?
-Verá
usted: en ese convento tienen un magnífico observatorio astronómico y nos
enviaron una relación de los vientos reinantes durante aquel mes, y en ella
figuraba la madrugada del día 15 con “ligera brisa”;
pusimos copia de aquella relación en cada uno de los expedientes: en Capitanía
general ya no se atrevieron a enviarlos a Madrid para la superior aprobación;
los archivaron, y ellos son una prueba documentada de que usted procedió muy
cuerdamente al no querer firmar el suyo.
---
[2] Vid EL
QUIJOTE, Segunda parte > Capítulo LXXIIII De cómo don Quijote cayó
malo y del testamento
que hizo y su muerte. “Como las cosas humanas
no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a
su último fin, especialmente las vidas de los hombres , y como la de don
Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó
su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba; (…)”
[3] En el XIV.
UNA REVISTA MINUCIOSA [DEL GENERAL GOBERNADOR MILITAR], el alférez Claudio
Béjar nos contó que: “Llegó el día de la revista. Yo estaba de guardia. Este
servicio me fue reservado por la Fatalidad siempre que ocurría algo
extraordinario.”
[4] El mismo
proceder que un superior jerárquico que en el capítulo XII. EN EL REGIMIENTO DE
SOBREDA, cuando al alférez Claudio Béjar le advirtió su capitán: “No siga
usted por ese camino, porque eso es murmurar de lo dispuesto por la
superioridad y no puedo consentirlo”. O recién llegado a este Regimiento en
Pandolfa, en el capítulo XIII. EN OTRO REGIMIENTO, cuando un comandante
advierte a Claudio: “Veo que es usted amigo de poner peros a lo que hacen
los superiores…”.
[5] CAMPAÑA
DEL NORTE: La tercera guerra carlista fue una guerra civil que tuvo lugar en
España de 1872 a 1876, entre los partidarios de Carlos, duque de Madrid,
pretendiente carlista al trono, y los gobiernos de Amadeo I, de la I República
y de Alfonso XII.
[6] La
Guerra de los Diez Años, Guerra del 68 o Guerra Grande (1868-1878), también
conocida en España como GUERRA DE CUBA, fue la primera de las tres guerras
cubanas de independencia, insurrectas contra las fuerzas provinciales
españolas. La guerra comenzó con el Grito de Yara, en la noche del 9 al 10 de
octubre de 1868, en la finca La Demajagua, en Manzanillo, que pertenecía a
Carlos Manuel de Céspedes.
Terminó diez años más tarde con la Paz de Zanjón o
Pacto de Zanjón, donde se establece la capitulación del Ejército
Independentista Cubano o Mambises frente a las tropas españolas. Reina Alfonso
XII desde diciembre de 1874. Sin embargo, grupos dispersos de patriotas cubanos
continuaron luchando durante la mayor parte del año 1878 e intentarían
reiniciar la lucha durante la llamada Guerra Chiquita (1879-1880).
Según el informe presentado por el presidente del
gobierno español Antonio Cánovas del Castillo ante las Cortes la guerra había
causado unos cien mil muertos y había costado doscientos cincuenta millones de
pesetas.
[7]
Subordinadas a una Capitanía general, la Comandancia de Ingenieros designaba un
‘Ingeniero comandante’ a cada guarnición, responsable de las obras en los
acuartelamientos. En su popular monólogo en verso LAS CHIMENEAS, conocido
como LA
RAZÓN OFICIAL, Pablo Parellada cuenta las vicisitudes de los coroneles
SAVIRÓN (Ingeniero Comandante de la plaza de Gijón) y PALAREAS ( en Valencia); quienes, al igual que con el
coronel TIRABEQUE
en esta novela, nos recuerdan que “En cuestiones de criterio huelga toda
discusión; siempre tiene la razón el que está en el Ministerio.”