XIV. LA TERTULIA DE DON JOSÉ [CORONEL RETIRADO, GRAN AMIGO DE DON EXPUERIO BÉJAR]

 

XIV. LA TERTULIA DE DON JOSÉ


 

Era don José un viejo solterón, coronel de Infantería, retirado y habilitado de los generales en situación de cuartel. Vivía con doña Sixta, anciana de bastante ilustración y talento, que así cuidaba de la casa como ayudaba en los asuntos de la Habilitación. Todas las noches congregábanse en casa del coronel habilitado algunos compañeros suyos, de armas, casi todos retirados.

Huyendo yo de concurrencias donde hubiese peligros de chicas jóvenes que me encalabrinasen de nuevo, fui a dar en la tertulia de don José, gran amigo de mi tío Exuperio[1], pero de nada me sirvió: el Amor es inseparable de la juventud, y como nuestra propia sombra nos sigue.

Una noche, doña Sixta estaba más contenta y expansiva que de costumbre. El general Escande[2], que era uno de los asiduos concurrentes, le preguntó:

¿Con que la hermana de usted viene a vivir a Madrid?

Sí, señor.

¿Sola o con la viudita?

Con la viudita, que por fin ha conseguido traspasar la fábrica de alcoholes.

¿De Málaga? — pregunté.

Sí , de Málaga — respondió doña Sixta —. ¿Acaso conoce usted a Aurora?

No; no señora.. . es que. . . no sé dónde he oído hablar de una fábrica de alcoholes que estaba a la venta en Málaga; no recuerdo el nombre; me parece que dijeron «de la viuda de. . . de Milton».

Brigthon.

Eso es, Brigthon.

Los veteranos se enfrascaron en discusión acerca de si existe o no existe alguna disposición que prohíba afeitarse el bigote a los militares. Unos opinaban que todo buen militar debe llevar bigote.

Pero, ¿qué tiene que ver la peluquería con la guerra? — gritaba el general Escande, que llevaba el bigote afeitado — . Nadie tiene derecho a disponer de la cara de los demás. ¿Acaso el bigote influye en el éxito de las batallas? Julio César, los generales Castaños, Ricardos, Wellington, Napoleón Bonaparte y muchos más, no llevaban bigote, y no me negarán ustedes que fueron excelentes militares. Puesto el asunto a discusión, yo votaría que en el Ejército se suprimiese el bigote, porque es una porquería, como dijo muy bien cierto escritor:

No cabe ninguna duda

que el bigote, señor conde,

es el basurero donde

vuestra nariz estornuda.

Mientras continuaba esta peliaguda polémica, díjome doña Sixta confidencialmente:

¡Si viera usted qué bonita es la viudita de Brigthon!. . .

— ¿Sí?

Preciosa; y además dueña de una fortuna muy saneada; sólo por la fábrica de alcoholes le han dado veinticinco mil duros.

— ¡Caramba, caramba! . . .

Usted que está en estado de merecer, ahí tiene una buena proporción: Aurorita.

Callé.

Cuando llegue a Madrid, ya se la presentaré  a usted.

¡No, por Dios; no me la presente usted, ni le diga que me conoce!

Pues ¿y eso? ¡Si es tan buena chica! Yo le aseguro que le encantará.

No hubo más remedio: confié a doña Sixta absolutamente todo cuanto con Aurora me había ocurrido, desde aquella noche de Carnaval[3]; mis sospechas de que Elvira Romerales hubiese influido en el ánimo de Aurora contándole mi mal comportamiento y lo de la carta de «Fray Claudio»[4]; y, por último, mis desdichados amores con Mari[5], Cipriana[6], Niña Gala[7], Irene[8], Isidora[9], Herminia[10] y la inglesita Elsie[11], y que desesperado, al recordarlos[12], escribí a Elvira aquella carta de mis pecados[13]. Y terminé:

Créame usted, señora; he amado con exceso; he sido mártir del respeto y veneración que por las mujeres he sentido; me han engañado, se han burlado de mí, y he decidido poner término a mis sufrimientos, echando siete llaves a mi corazón.

Doña Sixta, después de escuchar mi relato con suma atención, me dijo:

Todo está perfectamente explicado: ha de saber usted que Elvira Romerales es prima hermana de Aurora.

¿Elvira, prima de Aurora?

Sí; y como las mujeres o amamos o aborrecemos, Elvira le contó horrores de usted para que le odiase; también, como si lo viera.

Y lo ha conseguido: Aurora me odia.

A medias nada más; por lo que usted me ha contado, Aurora le ama a usted.

¿Que Aurora me ama?

Con toda su alma.

¿En qué funda esa afirmación?

En que las mujeres tenemos ojos de lince para comprender a las demás. Lo que sucede es que ella ahora está indecisa, contrariada, por la serie de disparates y exageraciones que Elvira le habrá colgado a usted; pero esa indecisión romperá en favor del amigo Béjar si atiende usted y sigue mi consejo.

Se lo agradezco, señora, pero es inútil; ya le he dicho que cerré mi corazón con siete llaves.

¡Con siete llaves! ¡Cuán equivocado está usted si tal cree, amigo Béjar! Los que, como usted, han amado con exceso a las mujeres, tienen por castigo quererlas siempre y cada vez más; por lo tanto, créame a mí: antes de caer en un nuevo amor inseguro, es preferible que insista en el de Aurora, la cual sólo espera que usted le dé explicaciones y se sincere ante ella; y en refiriéndole usted lealmente todos sus pasados amores y los crueles desengaños de que fué víctima por haber tenido tan grandes consideraciones con las mujeres, ella le admirará, como yo le admiro, encontrará justificado el rompimiento de usted con Elvira y hasta la carta que escribió en un momento de arrebato.

Esa es una opinión de usted; tal vez Aurora opina lo contrario.

Opina lo mismo que yo, tengo la seguridad.

¿Por qué?

Porque las mujeres, en asuntos de amor, diferimos muy poco unas de otras.

¿Y cree usted que me perdonará lo hecho con su prima?

Le perdonará, no lo dude, porque ella comprenderá el estado de ánimo de usted al escribir aquella carta; y comprenderlo todo, es perdonarlo todo. Además, para las almas grandes, para una chica tan buena como Aurora, el perdonar es una de las mayores delicias, y ella, que es un ángel de bondad, le perdonará; y esas siete llaves con que usted se engaña, no serán de hierro sino de cera, y las verá derretirse con una mirada de Aurorita. Hable usted con ella; siga mi consejo.

No me atrevo: he perdido toda esperanza.

Eso, nunca; antes pierda usted la vida que la esperanza, pues si con la esperanza no recobra el bien deseado, le hará feliz mientras lo espere.

Doña Sixta se expresaba con la convicción de una clarividente; como si estuviese leyendo en el pensamiento de Aurora; con sus sabias advertencias consiguió ganar mi voluntad, y me ofreció interponer sus buenos oficios empezando por escribir a la viudita para disponerla en mi favor y que yo hallase el terreno allanado y el ánimo de Aurora proclive a la reconciliación cuando llegase a Madrid.

 

Terminó la tertulia con esta disertación del general Escande:

Así como la historia de la Tierra tuvo la época de los diluvios, del reno, del mamut, de la piedra, del bronce y del hierro, análogamente, la Milicia ha tenido diferentes épocas caracterizadas por caprichos, equivocaciones, chifladuras y, pocas veces, aciertos. Yo he conocido algunas de estas épocas. Época del frote: obligábase al soldado a bruñir el cañón de su fusil con el pulpejo de la mano hasta dejarlo reluciente como un espejo; esta operación, hecha de continuo, desgastaba el cañón del fusil que adelgazaba y reventaba al dispararlo. Época de los chinescos: era de gran efecto y daba idea del excelente espíritu de un regimiento, el que, al hacer el manejo del fusil, sonasen todos como chinescos, ¡chin! ¡chin! ¡chin!; para conseguirlo, dejábase la baqueta sin introducir del todo y se aflojaban los tornillos de las abrazaderas. Época del culero: no sé quién tuvo la desdichada idea de modificar el pantalón de la tropa haciéndole una abertura detrás, como lo usan los chicos en algunos pueblos, para que el soldado pudiese salir de un aprieto sin necesidad de quitarse cinturón ni mochila. Época de Iturzaeta: se cayó en la cuenta de que, permaneciendo el soldado ocho años en filas, era intolerable que volviese a su pueblo tan analfabeto como del pueblo salió; se ordenó que en todo regimiento hubiese escuela de primeras letras y que las planas escritas por los soldados se enviasen mensualmente al Ministerio para ver los progresos; vino el pugilato entre los regimientos, y en el Ministerio estaban maravillados al ver las planas firmadas por los Juan Pérez, José Gómez y Francisco Fernández con una letra como el mismo Iturzaeta la trazara, pero casi todas ellas estaban escritas por los dos o tres sargentos pendolistas con que cada regimiento contaba. Época del pantalón blanco: ni al que asó la manteca se le pudo ocurrir ponerle pantalón blanco al soldado y obligarle a plancharlo en frío con cuchara de palo. Cuéntase de algún capitán, excesivamente extremado en la perfección de uniformidad, que hacía alinear a los soldados llevando puestos los pantalones recién planchados; dos sargentos tomaban una cuerda, la ponían horizontal, bien tirante, a dos cuartas del suelo y tocando a las piernas de la tropa; en el punto de contacto se hacía la señal por donde los pantalones habían de doblarse, y así los dobleces quedaban perfectamente alineados en toda formación. Época de la escama: el gobernador militar hacía frecuentes visitas nocturnas a los cuarteles. En el regimiento A decía al coronel: «Tengo absoluta confianza en la lealtad de este regimiento y en su incondicional adhesión al Gobierno constituido, pero no la tengo en la del regimiento B que está en el cuartel inmediato; así, pues, vigílenlo ustedes, por lo que pudiera ocurrir.» De allí, el gobernador militar marchaba al cuartel del regimiento B, y le decía al coronel: «Tengo absoluta confianza en la lealtad de este regimiento y en su incondicional adhesión al Gobierno constituido, pero no la tengo en la del regimiento A que está en el cuartel inmediato; así, pues, vigílenlo ustedes, por lo que pudiera ocurrir.»

Y ahora, ¿en qué época le parece a usted que estamos, general?

En la época de la trayectoria: hoy, para dar en el blanco, teóricamente, se necesitan más estudios y fórmulas matemáticas que para ser ingeniero naval. No sé cómo se las componen los moros para tirar con tanta precisión ignorando, como ignoran, hasta la existencia de la ecuación de la trayectoria en el vacío.



[1] Don Exuperio Béjar, canónigo y bibliotecario de la catedral de Toledo, acogió a su sobrino Claudio al quedar huérfano de padre. Resuelve con sus amistades en el Ministerio de la Guerra las peticiones del joven oficial para cambiar de guarnición por las situaciones incómodas que le suceden en esta novela, por lo que Claudio Béjar permanece poco tiempo en sus destinos en la Península.

[2] Entre 1875 y 1878, el alférez Claudio Béjar combatió en Ultramar, en Cuba. Recordemos en primera parte de esta novela el capítulo XVIII. EL BRIGADIER DON FÉLIX ESCANDE , donde leemos:

“Si hubo en el mundo hombres arrojados y de valor temerario, ninguno le sobrepujó al brigadier Escande. Gozaba en el combate, y el mal humor y la nostalgia le deprimían el ánimo  sin pasaban unos días sin encontrar insurrectos con quienes andar a tiros.

Pero el brigadier Escande tenía cosas, y éstas le retrasaron mucho los ascensos. Era un hombre que hablaba en guasa y obraba muy en serio, y en la milicia conviene hablar muy en serio, aunque se cometan ridiculeces.”

[3] Ved en la segunda parte de esta novela el capitulo III. EN MÁLAGA [DURANTE EL CARNAVAL, DOS DÍAS ANTES DE EMBARCAR PARA IR A CANARIAS] y siguientes.

[4]  Ved en la segunda parte de esta novela los capítulos  XI. ELVIRA ROMERALES [UN ROMANCE CON EQUÍVOCO SIENDO CAPITÁN EN EL REGIMIENTO DE SEVILLA] y XII. DE SEVILLA A MADRID [UN VIAJE EN FFCC PARA ALCANZAR EL REGIMIENTO, Y ENCUENTROS INESPERADOS CON DAMAS CONOCIDAS]

[5] Personaje de varios capítulos de la primera parte. MARI, LA FRANCESITA. Hija de un horticultor amigo del padre de Claudio Béjar y un año mayor que éste, vivía en las afueras de la ciudad frente a la tahona del padre del cojuelo Luis ‘Lino’ Mollat. Un Claudio adolescente la quería al tiempo que a Eulalia, sin decidirse por ninguna, en cuando la República, en el capítulo VI. LA BATALLA DEL PETARDO; y así se lo dijo a ambas cuando huérfano se marchó a Toledo acogido por su tío el canónigo Exuperio Béjar, y posteriormente  por carta cuando egresó como Alférez de la Academia de Infantería. Al poco casó Mari con el Coronel del regimiento de Sobreña, primer destino de Claudio, y causa de un triste malentendido que motivó el destino de Claudio a Pandolfa

[6] CIPRIANA. En la primera parte de esta novela, se cuenta en el capítulo XIII A OTRO REGIMIENTO, cuando el alférez Claudio Béjar llega destinado el regimiento de Pandolfa, en la enésima región militar que “El teniente Pepe Ondítegui, compañero mío de hospedaje, y gran enredador…”; es quién lió a Claudio con la señorita Cipriana. Él no la correspondía.

[7] NIÑA GALA: la seductora adolescente cubana hija de un acaudalado de San Miguel de Nuevitas, en Camagüey, que enamoró al alférez Claudio; quién rompió el compromiso cuando le invitaron a pasarse a los insurrectos, a poco antes de caer gravemente enfermo.

[8] Irene, protagonista en la segunda parte del capítulo I. LA HIJA DE LOS VIZCONDES DE LODAIN [EN EL REGIMIENTO DE PAMPLONA]. Ella le escribió una carta:

 “Yo me consideraré muy dichosa y mi felicidad será completa si llegas a ser mi esposo; mas esto, comprenderás que es cosa muy seria, debo meditarlo mucho y muy despacio, y no dejarme arrastrar locamente por el gran amor que te profeso. Así, pues, antes de dar un paso más en nuestras relaciones, es necesario que, franca y sinceramente, me digas cuánto aportas al matrimonio.”

[9] En la segunda parte, capítulo II. AL PASAR POR MADRID [DE PASO PARA MÁLAGA], ISIDORA o ISIDORITA, morena de tipo clásico español, de unos veinticinco años, con unos ojazos descomunales y brillantes, y de una conversación agradabilísima, es una joven que se intentó comprometer con el teniente Claudio Béjar mediante la agencia matrimonial de Don Félix Alemani, otro personaje secundario en varios capítulos de esta novela.

[10] En esta segunda parte, tiene protagonismo en el capítulo VIII. HERMINIA COLLANTES [UNA CÓMICA POR LAS CIRCUNSTANCIAS. EN SEVILLA] y los dos que le siguen; el capitán Claudio Béjar se comprometió en matrimonio, pospuesto por su prometida  unos días por tener unas representaciones pendientes de la joven ‘actriz inverecunda’, y finalmente cancelado.

[11] Lady Elsie, una turista inglesa de turismo en Gran Canaria, con su madre. El teniente Claudio le dio clases de gramática.

[12] Quién redacta estas notas a pie de página sorprendido está de la omisión de un recuerdo de Claudio Béjar / Pablo Parellada de EULALIA, la niña de pueblo protagonista en varios capítulos de la primera parte de la novela.

EULALIA: en el pueblo,  el matrimonio dueño de la tienda de comestibles tenía una hija llamada Eulalia, de la edad de Claudio Béjar aproximadamente; la niña más linda y mejor ataviada del pueblo, que le  mostraba mucho interés y gran cariño cuando la niñez.  En 1867 el doctor Béjar mudó con su hijo de diez años a la capital de la provincia; cinco años después lo hicieron los padres de Eulalia con su hija, cuando el capítulo VI. LA BATALLA DEL PETARDO. Ambos adolescentes mantuvieron amistad, y no llegó al romance porque a Claudio le paraban el aspecto y maneras pueblerinas de Eulalia, y porque también le gustaba Mari ‘la Francesita’, un año  mayor que él. Cuando falleció el padre de Claudio, al partir de viaje a Toledo con su tío el canónigo Exuperio Béjar, Eulalia le regaló un escapulario; el oficial Claudio lo portó siempre sobre sí, también en la campaña de Cuba. Cuando el teniente Béjar es repatriado a la península en 1878, muy enfermo y tras la Paz de Zanjón, será reconocido cuando agonizante por una monja de la Caridad, la Hermana Eulalia, en el hospital de Santander donde lo ingresaron.

[13] COPIO, COPIAS, COPIARE: Me escribió. No la contesté. Me volvió a escribir. Mi contestación fué: «Estoy enfermo.» Recibí muchas cartas suyas interesándose por mi salud, y, cansado ya de ser víctima de mis contemplaciones y miramientos con las mujeres, apelé al recurso de mi amigo Ondítegui y puse a Elvira esta carta, de la que más tarde hube de arrepentirme:

«Estimada Elvira: La enfermedad que he padecido puso mi vida en grave peligro. Creyéndome llegado el término de mi existencia, reclamé los auxilios de la Santa Religión. Recibidos éstos, una revelación divina me hizo anhelar la paz y tranquilidad de la vida monástica y, firme en mi propósito, cuando recibas ésta, habré cambiado el uniforme por el humilde hábito de cartujo. Pido al cielo sobrelleves mi propósito con santa resignación. Tu hermano en Jesucristo — Claudio.»

Elvira no me creyó y me envió una carta llena de improperios. A mí, plin.