XIII. CECÉ
Estuve en la Central de Correos, en la
de Telégrafos y en la de Teléfonos para averiguar el paradero de Aurora; no lo
conseguí.
Recorrí espectáculos y paseos
públicos; monté en todos los tranvías; pregunté en varias fondas: no pude dar
con ella.
Por fin, una mañana, yendo yo al
frente de mi compañía y marchando al compás de la música, a relevar la guardia
de Palacio, la vi con su madrina. Las hice una ligera inclinación de cabeza; lo
único que me permitía mi situación en aquel momento. No fui contestado.
Sin duda no se fijaron en mí.
Una tarde, estando de guardia en el
Ministerio de la Guerra, pasaron por la misma acera; me vieron y, al ir a
saludarlas, esquivaron mi saludo.
Ya no había duda: Aurora me había
retirado su amistad. ¿Por qué motivo? Tal vez por lo que Elvira le contara de
mí: que yo había cometido la cocherada de dejarla con la canastilla hecha.
Pero ¿qué le importaba a Aurora de aquellos no sentidos amores míos? O quizá Aurora,
arrepentida y avergonzada, para borrar todo rastro de aquella noche de
Carnaval, me negaba hasta el saludo. Mas, siendo así, ¿cómo estuvo tan
afectuosa conmigo en el tren? ¿A qué achacar cambio tan repentino? ¿Tendría
Aurora algún nuevo amor? ¿Sería yo un estorbo para el preferido pretendiente? Sí,
esto, esto debía ser. Sin duda yo tenía un rival...
Por primera vez sentí la tortura de
los celos y levanté en mi alma tempestades de imaginaciones y sospechas sin
haber razón ni prudencia que las sujetara.
Yo necesitaba hablar con Aurora.
Telegrafié a Málaga, a mi compañero
Andoaga[1]:
«Averigua
fábrica alcoholes Brigthon y telegrafía paradero Madrid Aurora.»
Andoaga cumplió el encargo y me
telegrafió el nombre de la fonda donde se hospedaba Aurora y su señora de
compañía.
Corrí a la fonda. Pregunté por las dos
forasteras. Aquella mañana se habían marchado a Málaga.
Escribí extensa carta certificada a
doña Aurora Castillo, viuda de Brigthon, fábrica de alcoholes. Málaga.»
Aurora recibió mi carta según comprobé
en la Central de Correos, pero no se dignó contestarme.
Estaba visto: entre Aurora y yo todo
había terminado.
De cuantas decepciones amorosas sufrí,
ninguna como ésta me produjo tan honda pena.
Yo leí, no sé dónde, que las heridas
del corazón se curan o, por lo menos, se hacen llevaderas por medio de una
ilusión nueva que tienda una piel rosácea sobre la roja cicatriz, pero ya me
encontraba vencido y sin alientos para buscar esa nueva ilusión.
Una profunda melancolía invadió mi
espíritu.
Para sacarme de ella, un amigo me
presentó en casa del Barón de Orbi, señor rico y espléndido; tanto a éste como
a su esposa les gustaba gozar de la vida, y, en las noches de los martes y
viernes — días en que no iban al teatro — tenían en su casa gran diversión: se hacía
música, se recitaban versos, se solucionaban acertijos y hasta se hacía
gimnasia de salón; de todo menos bailar, pues allí no acudía señorita alguna.
Se reía de lo lindo, especialmente después de la opípara cena con que se
obsequiaba a la concurrencia, compuesta de unos pocos amigos íntimos. Todas las
noches cantaba el Barón, su esposa le acompañaba al piano, y nuestro
incondicional aplauso les hacía felices.
Una noche llegué algo tarde. Entré en
la sala. Estaban bailando. No había más que una señorita que bailase; los
caballeros formaban corro; ella tomaba uno por pareja, daba unos saltos con él,
le dejaba, tomaba otro, y así sucesivamente, con gran algazara de todos.
No me dió tiempo a saludar: tan pronto
aparecí en la puerta de la sala, dió un empellón a su pareja, se agarró a mí y,
quieras que no, tuve que bailar con ella y, en habiendo saltado unos compases,
me tendió la mano; dijo «muchas gracias» y
fué a bailar con otro.
— ¡Qué simpática! ¡Qué agradable! —
escuchaba yo decir.
— Da gusto
tratar con una chica así.
— Esta Cecé tiene para todos.
— Respira
distinción.
— Una chica
a la moderna.
Era Cecé delgadísima, y a gala tenía
mostrarlo, pues usaba falda de vuelo mínimo, muy pegada al cuerpo, y se
adivinaba escasa ropa bajo la falda; joven, más tenía de fea que de bonita,
pero, a falta de hermosura, se hacía muy simpática por lo dicharachera,
saltarina y enredadora.
Su hermano, con quien venía a casa del
Barón, la reprendía muchas veces sus atrevimientos. La contestación era «vete a paseo» o algo más pintoresco.
La segunda vez que vino a la reunión
me propuso una partida de tute mano a mano; le gané los dos primeros juegos,
agarró las cartas, me las tiró a la cara y se levantó llamándome antipático.
Yo estaba en débito con los señores de
la casa: todos los contertulios se desvivían por traer entretenimientos menos
yo. Había que hacer algo.
Llevábamos una temporada de subidas y caídas
de Gobiernos que duraban un mes, una semana, dos días; el actual estaba en
crisis. Aproveché la actualidad de la crisis para hacer unos versos alusivos y
leerlos en casa del Barón.
La noche que los llevé, la Baronesa me
presentó a su hermano don Juan de Begonia, recién llegado a Madrid; señor bien
nutrido, de barba recortada y larga y flamante levita.
El anuncio de la lectura de mis versos
fue recibido con general regocijo. Sentáronse. Me coloqué en el centro de la
sala. Se hizo silencio. Leí:
LA NEGRA
NACIÓN
Existe una nación — cuál es no
digo
ni es necesario hacerlo —
situada al norte del Mediterráneo
y al sur del Pirineo.
Yo la llamo nación, por llamarle
algo,
pues, en su fértil suelo
otros seres vivientes no se han
visto
sino mirlos y cuervos
de ambición desmedida, y que,
tomando
de nosotros ejemplo,
para estar igualmente que los
hombres,
nombraron su Gobierno:
ocho ministros, con su
presidente,
un Senado, un Congreso
y los gobernadores de provincias
con magníficos sueldos.
Cuando los gobernantes ocuparon
sus respectivos puestos,
quejáronse las aves gobernadas
y amotinóse el pueblo.
¿Por qué motivo? Porque
pretendían
que el color del Gobierno
fuese blanco — el emblema de
pureza —
y no de color negro.
Procuraron, con otras elecciones,
un Gabinete nuevo
y eran negro», lo mismo que los
otros,
los que al Poder subieron.
Desde hace siglos, esas negras
aves
a que yo me refiero,
continúan, tenaces, aferradas
al ridículo empeño
de tener Gabinetes níveos,
blancos,
sin poder obtenerlos,
pues no hay en la nación que yo
Ies digo
más que pájaros negros.
¡Qué gran insensatez, si alguno
espera
que el próximo Gobierno
ha de ser como el ampo de la
nieve!
Suba Juan, suba Pedro,
el color de pureza es una utopía
en la nación de mirlos y de
cuervos.
Mis versos eran ramploncillos, pero
reflejaban el ambiente de escepticismo reinante en aquella época; fueron
elogiados por la concurrencia, sobre todo por don Juan de Begonia, hermano de
la Baronesa, y me felicitó por ellos.
A las tres de la madrugada terminó la
reunión y nos fuimos a casa.
Cecé y yo marchábamos buen trecho
delante del grupo en que iba su hermano. La noche era fría. Por la calle apenas
encontrábamos a nadie.
De pronto y sin venir a cuento, Cecé
soltó una carcajada.
— ¿De qué se ríe usted?
— Es usted
el mismísimo demonio.
— ¿Yo? ¿Por qué?
— Le tenía
yo a usted por un joven algo apocado, pero veo que es usted muy atrevido; más
vale así.
— ¿Por qué dice usted eso?
— Se necesita
atrevimiento para hacer lo que ha hecho usted esta noche.
— Pues ¿qué hice yo?
— Leer
esos versos en casa del Barón.
— ¿Qué tienen de particular?
— Casi
nada: el hermano de la Baronesa ha sido Gobernador civil de Tarragona y de Zaragoza
durante Gobiernos anteriores, y ayer llegó a Madrid porque está indicado para ministro
dentro de pocos días.
— ¡Qué me dice usted!
— Lo que
oye.
— Caramba, lo siento; yo no sabía nada
de eso. Menos mal que en mis versos callo la nación a que aludo.
— Dice
usted que está entre el Mediterráneo y el Pirineo; ¿le parece a usted poco?
— Bien, pero hablo en general, sin
referirme a persona determinada.
— ¿Cómo
que no? «Suba Juan, suba Pedro»; y el hermano de la Baronesa se llama Juan.
— ¡Es verdad! No había caído en ello.
. .
— Ha
metido usted la patita, pero que muy bien.
Y soltó otra carcajada.
— El caso es que don Juan Begonia no
se ha incomodado por mis versos, porque me felicitó por ellos y me estrechó la
mano.
— Farsa.
¿No ve usted que es un industrial de la Política?
Acabábamos de atravesar la plaza de
los Mostenses y de dar vuelta a una esquina. A tanta distancia venía el hermano
de Cecé y sus amigos, que me detuve y dije a ésta:
— Vamos a esperarlos...
— No, señor;
no tenemos por qué esperarlos, y si no que no sean latas parándose cada dos
pasos. Siga usted adelante.
— Mire usted que vamos a perderlos de vista.
— Ellos
tendrán la culpa, si nos perdemos.
— Sí, pero...
— Con el
frío que hace, no es cosa de pararnos ni de andar despacio, sino de correr.
¿Vamos a dar una carrera para entrar en calor? Ande
usted: a ver quién llega antes al final de la calle.
Y echó a correr, ligera como una
corza. Quedé un momento indeciso; yo no debía dejarla sola; salí corriendo tras
de Cecé. Llegó al extremo de la calle, dobló la esquina, se metió por otra
calle, luego, por otra... en fin, que nos encontramos solos y sin saber la
dirección que necesitábamos tomar para ir a casa de Cecé o encontrar al hermano
de ella con sus amigos.
— ¿Ve
usted, Cecé, qué compromiso?
— No haga usted caso; hay que ser así.
Un sereno nos orientó. Llegamos a casa
de Cecé. Su hermano esperaba en la puerta; frenético, rabioso, echó a Cecé gran
reprimenda, y aunque nada me dijo a mí, marché a mi casa muy apesadumbrado.
Comprendí que lo prudente era no volver a casa del Barón: por lo de los versos
y por lo peligroso que era el ser amigo de Cecé.
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[1] Recordemos
que en la segunda parte de esta novela, cuando el teniente Claudio Béjar se despidió
del Regimiento de Pamplona para incorporarse a su nuevo destino en las Palmas
de Gran Canaria, tuvo que pasar por Málaga, en época de carnaval, para embarcar
en un vapor con destino en el archipiélago. Y nos contó en el capítulo III:
“En la calle me encontré con Andoaga, compañero mío
de promoción. ¡Qué alegría la de Andoaga al hallarse conmigo! Me abrazó, me
zarandeó y se constituyó en mi Mentor hasta que fuese llegada la hora de
despedirme en el barco.
En cada promoción suele haber un cadete o dos que
se erigen en superhombres sobre todos los demás; su criterio es el que
prevalece; sus determinaciones, las que imperan; sus consejos, seguidos; sus
disposiciones, acatadas, y es calificado de mal compañero aquel de los suyos
que no les hace donación de la propia voluntad o pone el menor reparo a cuanto
le ocurre al cadete dictador.
Este era Andoaga: el dictador de los de mi
promoción; el sabedor de todo; don Blas Punto Redondo”