VII. LADY ELSIE [CORTEJO A UNA INGLESITA, VIDA DE GUARNICIÓN, ASCENSO A CAPITÁN, Y DESTINO A LA PENÍSULA]

 

VII. LADY ELSIE




En Las Palmas de Gran Canaria[1] todo es suave y dulce: los tomates y las patatas son de lo más exquisito que se conoce, con piel lisa, sin rugosidades; las cebollas no pican; no hay en toda la isla un solo bicho venenoso; no hacen falta pararrayos, pues los chubascos no van acompañados de exhalaciones; los canarios son atentos, amables, e ignoran lo que es el flamenquismo y la chulería; las canarias son de una bondad adorable y se expresan melosamente; el clima es ideal.

Los ingleses — personas que saben distinguir — consideran una suerte el poder venir a pasar unos meses en este paraíso. Como esto no está al alcance de todas las fortunas, tienen constituidas sociedades en las que cada asociado abona una pequeña cantidad mensual; de tiempo en tiempo, se hace un sorteo entre los socios y, a los agraciados, se les pagan todos los gastos de viaje y estancia en Canarias, hospedándose en alguno de los hoteles ingleses de primer orden allí existentes y que, además de elegantes hospederías, son centros de honesta diversión.

A uno de estos hoteles fui a comer un día. Terminada la comida, retiraron las mesitas del amplio comedor y empezó el baile en el que tomaron parte jóvenes y viejos sin darse reposo.

El dueño del hotel, correctamente vestido de frac, se acercó a mí:

Caballero oficial, si usted desea bailar, le presentaré a algunas de estas señoritas.

Y me presentó a dos o tres con las que bailé. Una de ellas me gustó sobremanera. Llevaba dos pequeños lunares postizos de terciopelo negro pegados, uno en la cara y otro en el descote, que realzaban la blancura de su cutis nacarino. Bailando conmigo se le cayó el del descote y, con gran despreocupación, sacó una cajita de lunares de diferentes tamaños, tomó uno, pasó su lengüecita por el dorso del lunar y se lo pegó donde el otro estuvo, como la cosa más natural del mundo.

Lástima no poder entendernos, pues la inglesita era recién llegada y de español sólo sabía decir y no, y yo, de su idioma no conocía más que yes, verigüel, olray, eslipin car y vater clos; pero supo entenderme cuando le dije que ella bailaba olray y que tenía una cara muy verigüel.

En uno de los descansos me indicó que la esperase. Subió la escalera corriendo, remangándose la falda algo más de lo necesario para no pisársela, y a poco, bajó de su cuarto un librito de conversación, inglés-español. Nos sentamos y, con aquel librito, nos entendimos perfectamente; quedamos en que ella se llamaba Elsie, yo Claudio Béjar, y en que yo volvería al día siguiente al hotel para ser presentado a su mamá.

No falté a la hora convenida del día siguiente. Elsie y su mamá me recibieron en el hall del hotel. En la presentación, la mamá se limitó a hacerme una ceremoniosa reverencia.

Elsie y yo nos sentamos a una mesita donde tenía preparada una gramática castellana para que yo le fuese aleccionando; y así lo hice muy gustoso, alternando las lecciones de gramática con frases castellanas que yo le decía y ella aprendía de viva voz, hasta llegada la hora del té con que me obsequiaron.

Durante un par de meses continuaron mis visitas a Elsie, y era recibido cada vez con más afecto. Casi siempre me tenía preparada alguna duda para que yo se la explicase, y eran muy acertadas y muy naturales las que se le ocurrían: «Por qué decimos a sabiendas y no decimos a ignorandas.» «Por qué se dice montar a caballo y no se dice montar a burro.» «Si la sílaba on puesta al final de un substantivo, indica aumento, un ramo grande debía llamarse un Ramón, y de la persona que está pasando un gran rato, debía decirse que está pasando un ratón[2]

Algunas veces puse por tema de nuestras lecciones, frases amorosas e intencionadas; mas ella, a pesar de ser muy lista, no se dio por avisada. También tuvimos lecciones al aire libre, escuela práctica, paseando los dos solos por la carretera del puerto, por la orilla del mar o sentados en las dunas frente a éste; horas plácidas que yo aproveché para decirle:

Elsie; pocos días faltan para que usted regrese a Inglaterra: esto me tiene muy contristado, pues yo la amo a usted.

Estas frases y otras parecidas me las hacía repetir hasta aprendérselas de memoria y procurando pronunciarlas como yo, pues las tomaba por temas de nuestras lecciones prácticas; y en acentuando yo que no se trataba de temas, sino de la pasión que por ella sentía, esquivaba la respuesta preguntándome el nombre español de algún objeto.

Dos días antes de marcharse le dije muy seriamente:

Amiga Elsie: lo que voy a decirle no es tema para nuestras lecciones, que doy por terminadas; antes de separarnos, quiero que me conteste si está dispuesta a corresponder al amor que la profeso.

¡Oh, mi buen amigo, mi simpático amigo Claudio!; bien comprendí que sus frases amorosas no eran temas para perfeccionarme en el castellano; si a ellas no contesté fué porque érame muy doloroso desengañarle; pero ya que me lo exije, sepa que yo correspondería a su pasión si mi amor no fuese de otro desde hace tiempo.

¿Ama usted a otro?

Sí; estoy prometida a Howard Buckley, oficial de la Marina inglesa, con el cual me casaré en llegando a mi país.

Otra ilusión muerta.

El día de la partida acompañé hasta el vapor a la mamá y a la inglesita, y regalé a ésta una canastilla de flores.

Al despedirnos, Elsie me dijo, estrechándome la mano efusivamente:

Además de marcharme muy agradecida a la amabilidad y a la paciencia con que me ha enseñado el castellano de viva voz, guardaré un gratísimo recuerdo del amigo Claudio.

Yo también de usted, amiga Elsie; he pasado horas muy felices a su lado.

Le escribiré participándole mi boda.

No, Elsie; eso, no; se lo suplico.

Bajé al bote, donde permanecí hasta que se perdió de vista el vapor. Sobre cubierta agitó sus alas, largo rato, una palomita blanca: era el pañuelito de Elsie que me daba el último adiós.




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Estuve en Las Palmas hasta ser ascendido a capitán y destinado a Sevilla. Durante ese tiempo vi dos cosas dignas de recordación:

 

a) Del capitán general — residente en Tenerife — se recibió orden de que en el plazo de una semana nos presentásemos uniformados de rayadillo como el usado en Cuba durante la primera insurrección. Los jefes y oficiales corrimos a casa del sastre. No había manos suficientes para terminar tanto uniforme en aquel breve plazo. Yo le había suplicado a mi sastre que no dejase de traerme el uniforme de rayadillo la noche antes de la fecha señalada, mas no lo hizo. Fui a su casa; aporreé la puerta; salió a la ventana y me dijo:

Descuide, cristiano; estamos de vela y trabajaremos toda la noche; mañana a primera hora tendrá el uniforme.

Mire usted que a las diez entro de guardia.

Antes de esa hora lo tendrá.

El sastre cumplió su palabra. Me fui al cuartel vestido de rayadillo, y allí supe que se había recibido orden del capitán general prohibiendo el traje de rayadillo.

 

b) Habíase declarado la guerra entre Rusia y Turquía [3]. Con tal motivo, se ordenó que de la península viniesen dos regimientos de infantería a Las Palmas.

Para prevenirse contra la falta de subsistencias en caso de ser bloqueados por los rusos o por los turcos, se ordenó a la Administración militar hacer grandes compras.

Estando de sobremesa en nuestra república, vino a despedirse un oficial de Administración, muy querido y apreciado por todos, el cual nos participó que había sido destinado a Cádiz sin haberlo solicitado, y que en su lugar, venía otro oficial al cual le correspondería hacer aquellas grandes compras.

Realizadas éstas, y llegados los dos regimientos, se nos ordenó que, para los ranchos de la tropa [4], nos proveyésemos de lo comprado y almacenado por la Administración; mas, siendo los géneros de ésta mucho más caros que los que se vendían en las tiendas, los jefes de Compañía, con todo el respeto debido, reclamamos ante el coronel. Este hizo lo mismo ante el gobernador militar, basándose en que, según el Reglamento para el servicio interior de los Cuerpos, las Juntas económicas de éstos son las únicas encargadas de estudiar y señalar los almacenes o tiendas donde con viene proveerse; pero el general gobernador contestó que eso de los Reglamentos y las Reales órdenes no reza con los generales, y que, en llegando a esta categoría, podían disponer a su antojo.

Es de suponer que éste fuese un criterio de ocasión y muy particularmente de aquel señor.

Acatamos la orden comprando a diario una pequeña cantidad de lo caro en la Administración, y el resto, de lo barato, en las tiendas particulares; de este modo cumplimos lo ordenado y, al mismo tiempo, procuramos la más económica inversión de los haberes del soldado, como dispone la Ordenanza.

 


Procediendo igualmente los demás regimientos, las grandes compras hechas se consumían muy lentamente y entraron en putrefacción; el vecindario se quejó del mal olor; intervino el Ayuntamiento, y la mayor parte de lo comprado en previsión de que turcos o rusos nos bloquearan, fué quemado por higiene pública.

El fuego es un gran purificador.

 

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[1] Informamos al lector que el autor de esta novela, siendo Teniente Coronel de Ingenieros, fue destinado a principio de 1903 de Valladolid a Las Palmas de Gran Canaria, con el puesto de Ingeniero Comandante y 1º Jefe de la Compañía de Zapadores Minadores de Gran Canaria. Regresó a la Península, otra vez a la Comandancia de Ingenieros de Valladolid, un año más tarde.

[2] Estos juegos de palabras, habituales en la obra de don Pablo Parellada “Melitón González”,  nos recuerdan sus versos de EL IDIOMA CASTELLANO.

También, en esta novela MEMORIAS DE UN SIETEMESINO, evocan a la presentación por Claudio de su tío el canónigo de la Catedral de Toledo EXUPERIO BÉJAR, en el capítulo VII. HUÉRFANO de la primera parte: “Escribiendo y aun en sus conversaciones más familiares era un purista: consideraba al idioma patrio como reliquia venerada, y pasaba mal rato cuando escuchaba o leía una palabra importada del extranjero o bastardeada.”

[3] La guerra ruso-turca de 1877-1878, también conocida como la guerra de Oriente, tuvo sus orígenes en el objetivo del Imperio ruso de conseguir acceso al mar Mediterráneo y liberar del dominio otomano a los pueblos eslavos de los Balcanes. Las naciones balcánicas liberadas indirectamente por la acción rusa tras casi cuatrocientos años de dominación turca aún consideran esta guerra como el segundo comienzo de su nacionalidad. Resultó en victoria de Rusia, y cambios territoriales en el Congreso de Berlín de junio y julio de 1878.

[4] Sugerimos al lector que acuda al ensayo “EL RANCHO NUESTRO DE CADA DÍA: UNA ODISEA DEL SIGLO XIX”, del que fue autor el Coronel de Infantería D. José Luis Isabel Sánchez; publicado en la Revista de Historia Militar, número 77, año 1994.